Diario de la cuarentena (52): Peinarse en el quirófano
Para abrir en condiciones, las peluqueras se han estudiado el BOE de arriba abajo. A razón de una persona por empleado, al salón de belleza le sobran metros y le faltan clientes
Los martes fueron siempre días flojos donde Eloísa, pero cualquiera de aquellos habría tenido más clientela que hoy. A razón de una persona por empleado, al salón de belleza le sobran metros. Donde antes cabían siete o incluso ocho, ahora esperamos dos.
Paco, el encargado del bar de al lado, ha sido el primero en llegar. Se me hace raro verlo con una capa satinada sobre los hombros y una mascarilla cubriéndole la boca. No le pega ni una cosa ni la otra. Por primera vez desde hace cinco años, no hablo con él de fútbol. Quizá no sea el momento. Eloísa le corta el cabello con una maquinilla, sosteniéndola como si de un mando a distancia se tratara.
Todo hay que limpiarlo varias veces: el pomo de la puerta, la silla, los reposabrazos, el espejo, el datáfono… Antes de pasar al lava cabezas, Sandra frota con un trapo. Al ponerme de pie, vuelve a restregar y así con todo. Aún no saben cuánto han dejado de facturar —el día se les va en limpiar—, pero puede que la mitad. Mejor eso que nada, repiten.
Para abrir en condiciones se han estudiado el BOE de arriba abajo. No hay sitio del local en el que no pueda ver un bote de hidrogel, junto a la bisutería de Swarovski hay una caja de guantes y hasta el Hola ha desaparecido del revistero. Ha transcurrido apenas día y medio desde la reapertura, quizá sea pronto para cualquier otra cosa distinta de trabajar. Y ellas sólo quieren eso.
Eloísa tiene la mitad del rostro cubierto con una mascarilla; en lugar de peinar a sus clientes, parece que los lleva al quirófano
Eloísa tiene la mitad del rostro cubierto con una mascarilla, apenas puedo entender lo que dice. Además de lavar, cortar, teñir y peinar, en las peluquerías se habla, y mucho. Pero así, empañando las palabras contra un tapabocas, no hay quien se entienda. El encanto de un salón de belleza radica en la feligresía del discreto cotilleo, que hoy brilla por su ausencia.
La peluquera sacude los trozos de pelo con una brocha del cuello de la camisa de Paco. El encargado del bar nos hace saber que no abrirá hasta julio. No le compensa. Y como él dos o tres más. Sin toros, Liga ni San Isidro, este barrio se ha vuelto una ruina. Nada más salir por la puerta, venga a frotar y limpiar, y volver a limpiar.
Me miro en el espejo. Con el cabello remojado como un pollo y con una mascarilla puesta, parece que en lugar de peinarme voy a un quirófano. No sé si Eloísa, que lleva también guantes, se dispone a peinarme o trepanarme la cabeza.
Echo en falta a las abuelas que antes poblaban esta peluquería de barrio. No las veo por ningún lado. Prefiero no preguntar, no sea que las palabras se condensen bajo la mascarilla y termine desatando una tormenta de malas noticias. Martes 5 de mayo de 2020, día número cincuenta y dos de un estado de alarma. Aunque se desconfine, el mundo sigue pareciendo un hospital.