Diario de la cuarentena (66): Haré una hoguera con la ropa de teletrabajo
La posibilidad de entrar a un establecimiento donde vendan algo más que cervezas y encurtidos me electrocuta el estado de ánimo
Al emprender mi camino, confirmo, ¡oh por Dios!, que el Mulaya —el H&M chino, como lo llamo— está abierto. En ese local he comprado tacones de emergencia cuando los míos se han roto de camino al trabajo y unos cuantos pendientes también. Me detengo ante la tienda, con una pulsión irrefrenable de comprarme algo bonito. Llevo un mes usando vaqueros y camisetas de Chicho Terremoto. Yo misma me siento como un niño.
La posibilidad de entrar a un establecimiento donde vendan algo más que cervezas y encurtidos me electrocuta el estado de ánimo. Apenas hay gente en el local y un croquis de vinilo guía a los clientes: se entra por aquí, se sale por allá, distancia de seguridad. Nada más ver una blusa preciosa me abalanzo sobre ella, pero no es mi talla. No quiero tocarlo todo, pero las tallas XS son difíciles de conseguir.
La posibilidad de entrar a un establecimiento donde vendan algo más que cervezas y encurtidos me electrocuta el estado de ánimo
La dependienta, cubierta con una mascarilla, me pide que desinfecte mis manos y espere. Ella misma busca la talla. No hay XS así que nos apañamos con una talla S. Me arrojo sobre la prenda y sigo señalando con el dedo: ese cinturón, esa otra camiseta, por favor, ¡ah… y ese jersey! Ella busca cosa por cosa y las lleva a la caja registradora. “¿Algo más?”. Niego con la cabeza…. ¡Sí, espere! Quiero ese sombrero. Yo nunca los he usado, pero si tengo la cara cubierta como un cirujano, me puedo calar un sombrero Panamá que no es Panamá. ¡Venga, me lo llevo!
La frase no es mía, me la dijo uno de mis contactos de Twitter: «Después de que esto acabe, haré una hoguera con la ropa de teletrabajo». La imagen viene a mi mente, de golpe. Experimento un subidón de frivolidad. Mis camisetas son bonitas, pero, sobre todo, no parecen un sayo, como esa ropa que he vestido, a la fuerza, todos estos días. Nada más calarme el sombrero, siento que he pasado dos fases de golpe.
Hace calor y un sol potente de San Isidro baña las aceras de la calle Alcalá. A mí me da por sentirme como Grace Kelly en La ventana indiscreta o la Hepburn de Charade al colocarme mi sombrero Panamá que no es Panamá. En un mes sentiré vergüenza de mí misma, por esta ceremonia de la compulsión. Pero llevo tal subidón que, sinceramente, ha dejado de importarme. Al volver a casa, lo juro, haré una hoguera con la ropa del teletrabajo.