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Diario de la cuarentena (84): Volver al Prado

Después de tres meses, la pinacoteca madrileña vuelve a abrir sus puertas

Seis de junio, día 84 del estado de alarma. Son las nueve y media de la mañana de un sábado de primavera. El paseo del Prado está cerrado al tráfico automotor y en la vía sólo cruzan los deportistas y viandantes. A la fachada del museo del Prado la recubre una tela negra que está a punto de caer. Después de casi tres meses, la pinacoteca reabrirá sus puertas.

Su director, Miguel Falomir, ha sido de los primeros en aparecer, a las nueve y media de la mañana. A la puerta de Goya no paran de llegar periodistas, que se agolpan en la explanada para hacer la foto perfecta del momento en que caiga la tela y deje la vista la puerta principal cuando toque el momento de abrir. A las diez menos cuarto aparece el ministro de Cultura, José Manuel Rodríguez Uribes, viste mascarilla y un traje oscuro ajustado.

A las en punto, formados ante la fachada principal, las autoridades presiden la apertura después de 84 días. Tras pasar por el felpudo desinfectante, medir la temperatura y lavar las manos con gel hidroalcohólico, la galería principal del Prado se ofrece al visitante. El Adán y Eva de Durero reciben a los primeros espectadores de la jornada.

La galería central exhibe en sus muros las joyas de colección y hasta la mesa de los pecados capitales del Bosco invita a demorarse en cada centímetro de ese pasillo en el que exhiben obras del XVII hasta el XIX y al que se han trasladado piezas procedentes de otras salas, para concentrar las obras más importantes en este tramo del museo.

Es posible ver La rendición de Breda de Velázquez opuesta a la Adoración de los magos, de Rubens. O el inmenso Lavatorio de Tintoreto, tocado por una nueva luz. No sé si es la hora, el día o acaso la disposición del estado de ánimo, pero una nueva vida crepita bajo los bastidores y entre las claraboyas. Un nuevo museo se abre paso ante los ojos.

Las Meninas presiden la sala Velázquez, en la que un conjunto de cuerdas aguarda su turno. Tras interpretar el movimiento más conocido de la novena sinfonía de Beethoven, una sustancia parecida a la felicidad se condensa en el aire. A mi alrededor se multiplican los periodistas y las primeras familias que visitan el museo. Me acerco con esfuerzo al lienzo pintado por Velázquez en el desaparecido Alcázar de Madrid.

Sólo ahora, de pie ante el óleo, lo comprendo. Todo el que se coloca ante Las Meninas, retenido por los ojos de esos niños y sirvientes desaparecidos, ocupa el lugar por el que han pasado miles de otras personas en el pasado. Por eso el aire que rodea a Las Meninas es también obra. Desde la infanta Margarita y sus sirvientes hasta hasta el rey y la reina, que aparecen en miniatura en ese espejo, siento en este cuadro un reencuentro.

 

Este cuadro pone el mundo boca abajo, de forma que los ciudadanos puedan  ocupar el lugar de los reyes, y los reyes aparezcan empequeñecidos en comparación con los niños. Estamos todos juntos en la historia, y Las Meninas nos reúne en su democracia sin límite. Aún flotan en el aire los acordes de Beethoven, pero sigo de pie ante ese cuadro, como si lo viera por primera vez.

Avanzo hasta el final de la galería, donde la sala con las obras más importantes de Goya espera a los visitantes con La familia de Carlos IV. Opuestos, uno en cada pared, se retan La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol y Los fusilamientos. Todo Goya parece un cataclismo y dan ganas de quedarse a vivir en cada rincón de la pinacoteca. Recorro la galería, tres veces más.

Casi todas las primeras visitas corresponden a familias, en su mayoría madres e hijas, que debaten largo rato ante los lienzos. Carmen y su hija, que además de mascarilla llevan gafas de seguridad, se hicieron con sus entradas el jueves en la mañana y desde entonces esperan para volver. Después de hora y media, y tras una última visita a Las hilanderas, emprendo el camino hacia la salida.

Al atravesar la puerta de Murillo, la única salida habilitada, percibo un sol distinto que arranca una nueva vida agazapada en cada adoquín. El tráfico continúa interrumpido en el paseo del Prado y los visitantes continúan llegando para coger su turno en la fila. La ciudad se afina, como una orquesta en el foso de un teatro. La belleza se desconfina en esta luminosa mañana de junio.

 

 

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