Diario de la cuarentena (98): De rodillas, bastardos
¿Es el autor del Quijote un esclavista? Para las dos décadas que lleva, el siglo XXI aventaja en estupidez al de Oro
No fue una herida de combate lo que hizo perder el brazo a Miguel de Cervantes. Ya se lo había arrancado mucho antes la modernidad, que tiraba de él. Si ahora lo apean del pedestal de sus estatuas no es porque disientan de su Quijote, sus Novelas ejemplares o sus Entremeses. Lo hacen porque no lo han leído, porque ignoran quién es o porque, sencillamente, la gorguera de lechuguino les parece un signo de esclavismo. Cervantes vivió fuera de su tiempo y ahora compruebo, con ira, que también del nuestro.
Día 99 del Estado de alarma, que coincide con el 82 cumpleaños de mi padre, por cierto. Me asomo a Twitter. Lo primero que veo es una fotografía del derribo de la estatua de Fray de Fray Junípero Sierra e inmediatamente otra del busto de Cervantes, en California. Al maestro le han pintado los ojos con spray rojo y debajo, también con aerosol, escriben: «Bastard». Para las dos décadas que lleva, el siglo XXI aventaja en estupidez al de Oro.
Siempre he pensado que Cervantes vivió fuera de su tiempo, porque se dirigía al centro del nuestro. Pero no. Parece que el escritor llegó allende la estupidez y se dio la vuelta antes de comprobar la inmensidad de la frivolidad humana. ¿A alguien se le ocurriría, por ejemplo, derribar una estatua de Miguel Ángel o de Shakespeare? ¿Qué mal contemporáneo se les puede achacar al genio del renacimiento y al maestro isabelino? ¿El heteropatriarcado? ¿Los feminicidios?
Entiendo que hay un efecto contagio, que Lo que el viento se llevó ha de ser borrado como la Lolita de Nabokov, pero convendría levantar la mirada para constatar que existe un mundo más allá de la punta de nuestros zapatos. Hasta donde sé, Cervantes fue soldado, prisionero, recaudador de impuestos, escritor y fundador de la novela moderna, pero no estoy al tanto de que fuese esclavista o traficante de negros. ¿A santo de qué profanar su estatua?
Hace unos años, leí un libro del profesor italiano Alfonso Berardinelli (Roma 1947). Se titula Leer es un riesgo. Lo publicó en España el sello Círculo de Tiza. En sus páginas, el italiano afirmaba que leer es traicionar a las versiones más precarias de nosotros mismos. Al leer, ejercemos nuestro derecho a ser menos estúpidos. Para sostener su alegato pone como ejemplo a los clásicos premodernos, es decir, de Montaigne, Cervantes o Shakespeare, autores capaces de cuestionar la tradición que los precedió. ¿Pueden lo mismo quienes bandalizan sus monumentos sin haberlos leído?
El Estado de alarma decae esa noche y mi padre cumple dos años más de una guerra que este 2020 cumplirá ochenta años de finalizada. Antes de que acabe el verano habremos prohibido ya no las películas de Woody Allen, Las aventuras de Tom Sawyer o las estatuas de Churchill e Isabel La Católica, acabaremos por atizar la tierra con el hueso de una tibia, así, a lo Kubrick. Pero al menos podremos insultarnos por Twitter cuando eso ocurra. En onces gritaremos: ¡arrodillaos, bastardos! Oficialmente, acaba el Estado de alarma, yo creo que nos hemos mudado a vivir en él, incluso antes de declararlo.