Diario de la cuarentena (99): Pandemia personae
El estado de alarma ha llegado a su fin, o lo que sea que podamos entender por un final para algo que no parece tenerlo
Comencé este diario de la cuarentena hablando de leonas, hombres fulminados por un infarto en plena calle y también de la basura de los demás. Cuando inició el Estado de alarma ya casi era primavera, pero los días de marzo parecían de verano y en lugar de entretiempo, la ciudad se cocía en el vapor del estío.
Ahora el calor ya nos pertenece, pero entonces todos estábamos vivos. En los cien días que duró este diario del confinamiento, hubo aplausos, una pista de hielo se convirtió en morgue y más de 27.000 españoles fallecieron sin que nadie pudiera contarlos. Casi muere Juan, el amigo más antiguo que tengo en España, él ahora ya está bien, pero yo le debo una caña.
Durante todo ese tiempo, en estas páginas hablé de Daniela, una niña a la que no conozco pero que arrojaba aviones de papel por la ventana. También de Anya, la fotógrafa de José Tomás y El Cigala, la gitana alemana a la que su vecina de noventa años invitaba a copas a la hora de los aplausos. Y qué decir de Victoria, la mujer que siempre vence aunque no haya conseguido despedirse de su padre.
Fue un tiempo difícil, plagado de incertidumbres y repleto de miedos, que en la noche se subían a las camas como cucarachas. Durante cuarenta noches vi encendida la luz de mi vecino, el insomne, un hombre que no trasnocha desde hace dos semanas, pero que durante dos meses montó guardia en su ventana, insomne como una lechuza.
El estado de alarma ha llegado a su fin, o lo que sea que podamos entender por un final para algo que no parece tenerlo
En todo ese tiempo acabé un manuscrito y trabajé desde casa, aún no sé cómo, pero lo hice. Aprendí a hornear pescado y a cocinar alubias negras que ahora repito de memoria. Confirmé que la lejía puede ser más abrasiva que el ácido y aunque lo intenté, no conseguí aprender a llevar las mascarillas de tela, que escuecen aún más que las desechables.
El estado de alarma ha llegado a su fin, o lo que sea que podamos entender por un final para algo que no parece tenerlo. Ya no sufro del síndrome de la cabaña, aunque a veces sufro de uno u otro rebrote y una profunda incertidumbre cruza mi mente cuando pienso en el futuro, porque no sé si ya ha llegado o apenas se anuncia, como una tormenta.
Ya que no podemos contar a nuestros muertos, vivamos en su nombre el tiempo que ellos no llegaron a completar. Digamos lo que quisimos y no pudimos. Apretemos los dientes y demos un paso al frente. Ya sé, lector, que esto no es la normalidad, pero es lo que nos ha tocado. No me despido porque aún resta una entrega más de este diario, la de mañana.
Hasta entonces, lector, reciba un abrazo, porque de despedidas ya tenemos suficientes y aún no toca bajar la persiana. De estos cien días nos quedan todos a los que vimos y escuchamos, pero también a los que nos quedan por conocer. La pandemia nos convirtió en personas distintas, hombres y mujeres que aún esperan … a que todo vuelva a ser como antes.