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Jill Lepore: Donald Trump, la gran vergüenza

lepore-great-embarrassment-1200La historia de la política estadounidense está plagada de masacres, pero pocas se pueden comparar con la que actualmente está perturbando al partido Republicano. FOTOGRAFÍA POR SCOTT OLSON / GETTY

«los republicanos no pelean seriamente en público,» afirmaba HL Mencken en 1932, justo antes de la Convención del partido Republicano, en la cual Herbert Hoover se postuló para la presidencia del país, sin candidato opositor. Menos de un mes más tarde, a los demócratas les tomó cuatro votaciones y cinco días de negociaciones  trabajosas antes de que Franklin Delano Roosevelt ganara la nominación de su partido, derrotando al ex gobernador de Nueva York Al Smith con los delegados aportados por el tejano John Garner. «Los demócratas, a diferencia de los republicanos, siempre discuten en público», decía Mencken. «La historia del partido es una larga narrativa de traiciones, emboscadas y secuestros.» Así, también, es la historia de gran parte de la política estadounidense. Pero casi nada en la historia de cualquiera de los dos partidos se compara con la actual carnicería que ocurre en el GOP.

Y eso es mucho decir. Después de todo, en la fundación estilo «Caín y Abel» de la política nacional, Aaron Burr, vicepresidente de Thomas Jefferson, mató de un disparo a Alexander Hamilton, que había sido secretario del Tesoro de George Washington. Hubo presidentes que notoriamente traicionaron a sus vicepresidentes; algunos partidos se derrumbaron; los votantes han llegado a las manos. En 1832, Andrew Jackson desechó a su vicepresidente John C. Calhoun, echándolo por la borda y poniendo en su lugar a Martin Van Buren. En 1854, cuando el Partido Americano no pudo ponerse de acuerdo sobre un candidato, sus disidentes se separaron para formar el partido Norteamericano. En 1856, dos delegaciones  diferentes de Missouri se presentaron en la Convención Demócrata y se cayeron a golpes en pleno debate. Hasta 1896, ni un solo día de elecciones en los Estados Unidos concluyó sin que alguien perdiera la vida en un centro de votación.

Los demócratas realmente han disfrutado sus peleas en público. Durante mucho tiempo el caos partidista  tuvo como protagonistas a los sureños, que se iban de las convenciones y nominaban a sus propios candidatos. Cuando los delegados del Sur se retiraron de la Convención en 1860, el presidente del evento anunció: «Las delegaciones de la mayoría de los estados de esta Unión han, ya sea en su totalidad o en parte, de una forma u otra, dejado de participar en las deliberaciones de este órgano«. Y dicho eso, renunció.

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Hay partidos que han abandonado a titulares de cargos, lo que generalmente ha significado perder la elección. El Partido Demócrata se negó a postular al enjuiciable Andrew Johnson en 1868, lo que permitió que Ulises S. Grant, un republicano, ganara la Casa Blanca. Hay incluso candidatos que literalmente se han desplomado; Horace Greeley, que compitió contra Grant en 1872, murió antes de que el colegio electoral se reuniera. No pocas veces militantes del partido han despreciado a su candidato: en 1972, el año en que George McGovern ganó la nominación demócrata, «Cualquiera menos McGovern» era una consigna de algunos compañeros de partido. (McGovern perdió con Richard Nixon; después de Watergate, muchas personas pegaban etiquetas a sus coches que rezaban, «No es mi culpa, yo voté por McGovern.»)

Hay candidatos que han hecho cosas ridículas. En 1968, Nixon apareció en el programa de TV «Laugh-In». Los partidos a menudo han postulado a sinvergüenzas. Pero el proceso candidatural se está volviendo cada vez más espeluznante. Las elecciones presidenciales están a cargo de encuestadoras, consultores políticos y todo tipo de vendedores ambulantes, embaucadores y aduladores. La consultoría política es una industria de seis mil millones de dólares al año. En estas circunstancias, a las personas de a pie una campaña electoral les parece un abandono de la humildad, la caridad y la generosidad en favor de la auto-promoción, la recaudación de fondos, y el clientelismo. En palabras de Barney Frank: «Cualquier persona que diga que disfruta participando en una campaña electoral es un mentiroso o un psicópata.»

Y entonces llegó Donald J. Trump. Él conduce al partido Republicano en la forma en que el líder de un ejército rebelde controla una ciudad capital. No es una emboscada, un acto de traición o un secuestro. Se trata de un estado de sitio. Por ello planea construir muros y  promete meter a sus oponentes en la cárcel. Disfruta con harenes. Admira a los tiranos. Erige monumentos a sí mismo en las principales ciudades. Trump organiza espectáculos en estadios de los  Estados Unidos, donde juega con sus enemigos políticos, deleitando  a su banda de seguidores mientras aterroriza a otros ciudadanos. El pasado fin de semana insistió en que ni retrocedería ni se rendiría.

Mientras tanto, invoca a la gente: ellos, dice, le han escogido, y  ellos lo elegirán; la gente lo ama. ¿En verdad? Joe McGinnis destacó una vez que el votante estadounidense «defiende con pasión la ilusión de que los hombres que elige para guiarlo poseen un mejor carácter moral que él» y que «ha sido tradicional que el político exitoso honre esta ilusión.» Esa tradición ha terminado. Nadie en el partido Republicano puede realmente pensar que Trump sea una mejor persona, un hombre de mejor carácter moral, que el votante estadounidense común. El problema para el partido es que nadie, incluyendo al portavoz de la Cámara Paul Ryan, puede pretender creerlo nunca más. Nadie puede suponerlo en plena luz del día, o en la hora más oscura de la noche, mientras  Trump, inquieto, envía tuits acerca de las conspiraciones que él cree sus enemigos organizan -hombres y, en especial, mujeres- y que buscan derribarlo.

Traducción: Marcos Villasmil


NOTA ORIGINAL:

THE NEW YORKER

DONALD TRUMP, THE GREAT EMBARRASSMENT

«Republicans never do any serious fighting in public,” H. L. Mencken declared in 1932, just before the G.O.P.’s Convention, where Herbert Hoover ran for the nomination, all but unopposed. Less than a month later, it took the Democrats four ballots and five days of sweaty deal-making before F.D.R. won his party’s nomination, defeating the former New York Governor Al Smith with delegates thrown his way by the Texan John Garner. “The Democrats, unlike the Republicans, always do their fighting in public,” Mencken wrote. “The history of the party is one long record of ambushes, treasons and kidnappings.” So, too, is the history of much of American politics. But hardly anything in the history of either party compares to the present carnage in the G.O.P.

And that’s saying something. After all, at the nation’s Cain-and-Abel political founding, Aaron Burr, Thomas Jefferson’s Vice-President, fatally shot Alexander Hamilton, who had been George Washington’s Treasury Secretary. Presidents have famously betrayed their Vice-Presidents; parties have collapsed; voters have come to blows. In 1832, Andrew Jackson dumped Vice-President John C. Calhoun, throwing him under the proverbial stagecoach for Martin Van Buren. In 1854, when the American Party couldn’t agree on a candidate, its dissenters split off into the North American Party. In 1856, two different Missouri delegations showed up at one Democratic Convention and got into a brawl on the floor. Until 1896, not a single Election Day passed in the United States without someone getting killed at the polls.

Democrats really have liked to do their fighting in public. The Democratic mess, for a long time, had to do with Southerners, who bolted from Conventions and nominated their own candidates. When Southern delegates departed the Convention in 1860, the chairman announced, “The delegations of a majority of the states of this Union have, either in whole or in part, in one form or another, ceased to participate in the deliberations of this body.” And, with that, he quit.

Parties have dumped incumbents, which has generally meant losing the election. The Democratic Party refused to nominate the impeachable Andrew Johnson in 1868, allowing Ulysses S. Grant, a Republican, to win the White House. Candidates have fallen apart. Horace Greeley, who ran against Grant in 1872, died before the Electoral College even met. Not infrequently, party stalwarts have despised their nominee: in 1972, the year that George McGovern won the Democratic nomination, “Anybody but McGovern” was a Democratic slogan. (McGovern lost to Richard Nixon; after Watergate, many people pasted bumper stickers to their cars that read, “Don’t Blame Me—I Voted for McGovern.”)

Candidates have done ridiculous things. In 1968, Nixon appeared on “Laugh-In.” Parties have quite often nominated scoundrels. But running for office keeps getting creepier. Presidential elections are run by polling organizations, political consultants, and all manner of hucksters, frauds, and toadies. Political consulting is a six-billion-dollar-a-year industry. Under these circumstances, campaigning itself appears, to most ordinary people, an abandonment of humility, charity, and generosity, in favor of self-promotion, money-raising, and pandering. Barney Frank once said, “Anybody who says he enjoys campaigning is either a liar or a psychopath.”

And then came Donald J. Trump. He leads the Republican Party the way the head of a rebel army holds a capital city. This isn’t an ambush or an act of treason or a kidnapping. This is a siege. He plans to build walls; he promises to put his opponents in prison. He enjoys harems. He admires tyrants. He erects monuments to himself in major cities. He holds entertainments in America’s stadiums, where he toys with his political enemies, delighting his band of followers while terrorizing other citizens. Over the weekend, he insisted that he will neither retreat nor surrender.

Meanwhile, he invokes the people: they, he says, have chosen him, and will elect him; the people love him. Do they? Joe McGinniss once observed that the American voter “defends passionately the illusion that the men he chooses to lead him are of a finer nature than he” and that “it has been traditional that the successful politician honor this illusion.” That tradition has ended. No one in the Republican Party can possibly believe that Trump is a better person, a man of finer nature, than the ordinary American voter. The problem for the Party is that no one, including House Speaker Paul Ryan, can even pretend to believe that anymore. No one can believe that in daylight, or in the darkest hour of night, while Trump, restless, tweets about the conspiracies that he believes are being hatched by his enemies—men and, especially, women—to fell him.

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