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Donald Trump tiene un plan

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Cien días

Tras una victoria electoral, ¿de cuánto tiempo se dispone para reorientar el rumbo de un Estado? ¿En qué momento la energía política puede superar la inercia de la maquinaria política?

La profunda reforma estructural de Estados Unidos conocida como el New Deal debe mucho a una comprensión estratégica del ejercicio del poder en los primeros cien días. El recién elegido Presidente Franklin D. Roosevelt jalonó esos días con la adopción sistemática de una serie de leyes concebidas antes de su elección en estrecha colaboración con un grupo de altos funcionarios especialmente designados para ocupar más tarde puestos clave dentro de la administración –en un esfuerzo de cooperación con el Congreso, esencial para garantizar la continuidad de esta sustancial actividad reformadora, preparada, como muestra Gary Gerstle en una fascinante conversación con Thomas Piketty y Felicia Wong sobre las lecciones contemporáneas del New Deal, por un trabajo a largo plazo–. Lanzado en 100 días, «los logros del New Deal son el fruto de 30 o 40 años de lucha».

Al otro lado del Océano Pacífico, unas décadas antes, el joven emperador Guangxu tuvo que abandonar el trono, ante el fracaso de su proyecto de reforma, cuando su principal asesor, el teórico político Kang Youwei, fue brutalmente destituido de su cargo y obligado al exilio. Su fallido intento de modernizar el sistema político chino, iniciado el 11 de junio de 1898, concluyó el 21 de septiembre del mismo año. Irónicamente, ha pasado a la historia como la «Reforma de los Cien Días».

Si los cien días parecen ser el periodo necesario para dar impulso a un nuevo curso político, también parecen representar el periodo durante el cual se decide fundamentalmente la posibilidad de la empresa.

De hecho, fue el propio Roosevelt quien popularizó la expresión «cien días», durante una de sus famosas charlas junto al fuego. ¿Era una referencia al periodo que vio el intento fallido de Napoleón de recuperar el poder? Lo que parece más probable es que los cien días indiquen un sistema implícito de temporalidad que marca los rituales de sucesión. Es el resultado de una compleja ecuación que factoriza el tiempo, el poder y el liderazgo.

Tras su elección, cada nuevo presidente puede utilizar una especie de plusvalía electoral, un «precio político» para establecer su acción.

Las primeras medidas adoptadas por el presidente recién elegido suelen ser seguidas favorablemente por los medios de comunicación, que a menudo asumen una posición de empática expectación. A partir de ese momento, es posible sustituir a funcionarios, ocupar cargos en la administración o incluso intentar cambiar radicalmente la dirección general del Estado.

Carl Schmitt, el jurista que pensó y acompañó el vuelco de la República de Weimar hacia el régimen nazi, escribió en este sentido que tras unas elecciones, «quien obtiene el 51% de los votos puede ilegalizar el 49% restante, su mayoría deja de ser un simple partido, se convierte en el Estado».

Trump tiene un plan

Tras su derrota en el Supermartes, Nikki Haley, la única oponente republicana real de Trump, se retiró de la carrera. Uno tras otro, los Estados van cayendo en la órbita del ex presidente. Ya no hay duda de que será el candidato del Partido Republicano en noviembre.

Desde Mar-a-Lago, el clan se reagrupa y piensa en el futuro. De Davos a Wall Street, el mundo empresarial ya ha empezado a anticipar el impacto de su elección en los mercados. De Bruselas a París y Varsovia, pasando por Berlín, la perspectiva de su regreso a la Casa Blanca provoca, excita o inhibe. En Washington, entre los gruesos muros del think tank más poderoso de Estados Unidos, la hipótesis de un segundo mandato va tomando forma y se prepara con calma.

Un ejército de fervientes abogados y devotos asesores ha construido una agenda precisa y cuantificada, punto por punto. Se lo han entregado al candidato republicano y lo han bautizado, siguiendo la tradición, «Mandate for Leadership». Presentándose como la «promesa conservadora» para la «transición presidencial», las élites republicanas le han dado un nombre en clave: Project 2025.

Fruto de meses de trabajo y debates, es un manual operativo, un arte de la guerra para la presidencia de Trump. Es un compendio de 920 páginas para darle la vuelta a Estados Unidos –que hemos leído y resumido en 10 medidas clave–.

«Somos muy diferentes de las generaciones anteriores de conservadores. Ya no trabajamos para preservar el statu quo. Somos radicales. Trabajamos para derribar las actuales estructuras de poder de este país.»

Esta frase fue pronunciada hace varias décadas por Paul Weyrich. Fallecido a los 66 años en 2008, fue uno de los fundadores de la Heritage Foundation, el influyente organismo que impulsó el programa presidencial de Trump. Poco conocido en Europa, Weyrich fue sin duda una de las figuras más decisivas en la configuración de la derecha conservadora estadounidense en las décadas de 1980 y 1990. Muchas de las ideas y métodos que contribuyó a aglutinar pueden encontrarse en el Project 2025.

Aunque siempre negó esta afiliación, Weyrich tenía fama de ser cercano al dominionismo (dominion theology), un movimiento compuesto de conservadores protestantes que pretendía transformar Estados Unidos en una teocracia. Es famoso por haber logrado articular redes difusas para construir lo que acabaría convirtiéndose en la «derecha religiosa» estadounidense, cuyo último avatar es el nacionalismo cristiano. Donald Trump se complace en reivindicarlo.

En este frente, la Heritage Foundation nunca ha rehuido promover el nombramiento de cristianos para puestos clave como forma de gobierno. El Center for Renewing America, una de las principales organizaciones que han contribuido al Project 2025, quiere explícitamente hacer del ideal nacionalista cristiano «una prioridad para la próxima legislatura». El hecho de que Trump no sea percibido como un cristiano devoto tiene poca importancia: es sabido que se apresura a nombrar a personalidades que se adhieren a esta ideología para dirigir agencias, administraciones o tribunales. Hace unas semanas, en Iowa, dijo que quería crear un grupo de trabajo federal para «luchar contra la persecución de los cristianos en Estados Unidos». Con la estrategia esbozada por la Heritage Foundation, es casi seguro que lo logrará.

«Los retrasos en la contratación, los nombramientos de personas que no están comprometidas con los objetivos y las políticas del presidente han retrasado o frustrado los cambios políticos que habíamos planeado.»

En 1981, pocos meses después de la llegada de Reagan a la Casa Blanca, la Heritage Foundation de Paul Weyrich reconoció un fracaso. En 1980, había entregado al futuro presidente su primer «Mandate for Leadership» –de 3.000 páginas–. Según la fundación, si Reagan no había logrado aplicarlo con suficiente rapidez era porque no se había considerado con suficiente seriedad un punto ciego: el peso de la burocracia.

Para dar vía libre a Trump, el Project 2025 muestra con precisión los distintos pasos que hay que dar antes de entregarle la administración federal. Combinan un poco de técnica jurídica con muchos recursos humanos. Desde hace meses, en los ordenadores de la Heritage Foundation, decenas de miles de currículos se acumulan en una especie de LinkedIn conservador. Son los de posibles futuros funcionarios. Para figurar en esta imponente base de datos, los candidatos deben responder a una serie de preguntas.

«¿Está de acuerdo con las siguientes afirmaciones? La vida tiene derecho a protección jurídica desde la concepción hasta la muerte natural. El Presidente debe poder hacer avanzar su agenda a través de la administración sin impedimentos por parte de funcionarios federales no elegidos. Estados Unidos tiene derecho a seleccionar a los inmigrantes en función de su país de origen.»

Combatir el «turismo del aborto» utilizando una ley de 1873 que prohíbe la venta interestatal de «sustancias obscenas». Abolir el Departamento de Educación. Llevar a cabo una vendetta judicial sistemática contra todas las figuras clave del mandato de Biden. «Reiniciar» la diplomacia estadounidense sacando a Estados Unidos del FMI y del Banco Mundial –las mismas instituciones que dieron nombre al Consenso de Washington–. Derogar todas las políticas climáticas.

Todas estas medidas radicales forman parte del Project 2025. Están cuantificadas y explicadas. Forman un conjunto coherente de políticas públicas. Donald Trump las adoptará si es reelegido.

Biden contraataca

«La filosofía económica de Joe Biden está moldeada por sus experiencias vitales y sus cuarenta años de experiencia como responsable político. Se centra en las realidades de los trabajadores: no se trata sólo de su influencia económica en el mercado, sino de cómo eso se traduce en sus vidas.»

Durante cuatro décadas, Joe Biden –elegido senador a los 29 años– ha tratado de forjarse una imagen de sí mismo como reconciliador, dispuesto a trabajar con las oposiciones y con estadounidenses de todas las edades y clases. Así lo defendió en nuestras páginas Brian Deese, el cerebro de la Bidenomics que marcó su presidencia. Y es más o menos lo que encontramos en los discursos que han marcado el inicio de su campaña electoral en las últimas semanas: seguir «construyendo una economía a partir de la base y desde la clase media» al tiempo que se protege la democracia estadounidense de Trump, que quiere descarrilarla. Encarnar la razón, la protección, la rectitud, la constancia y la continuidad; ser el último bastión del pueblo frente a un adversario que parece no tener límites.

Al menos esa era la línea hasta anteayer.

El discurso sobre el Estado de la Unión ante el Congreso parece señalar un cambio importante.

Para la Heritage Foundation, Biden y los demócratas no son adversarios políticos, sino intrusos, invasores que contribuyen a la putrefacción de Estados Unidos. ¿Cómo se puede hacer campaña de verdad?

En un discurso particularmente combativo, en el que alternó programa, evaluación e invectiva, Biden cambió resueltamente de tono. Ya no se trata de ser una fuerza omnímoda capaz de frenar el peligro que representa Trump –al que nunca se mencionó por su nombre en el discurso, pero al que se aludió con frecuencia como «el predecesor»–, sino de convertirse en una energía lo bastante poderosa como para destruir el impulso que representa.

Pues Biden tiene sus dudas. Cuando llegó al poder en 2021, tenía sus tecnócratas y sus cien días. En medio de un repunte económico post-Covid, su «Año I» había sido hábilmente preparado por gente como Jake Sullivan, Jennifer Harris y Brian Deese –todos los cuales han publicado en las páginas de la revista–. Fue esta élite demócrata la que construyó la doctrina Biden adoptando un amplio conjunto de políticas públicas con implicaciones globales. Hoy, la mayoría de los indicadores económicos disponibles atestiguan el éxito de la Bidenomics en el frente interno, sobre todo en lo que respecta a la inflación y el crecimiento. Pero las encuestas no tienen nada que ver con este balance positivo: los votantes siguen favoreciendo ampliamente a Trump en cuestiones económicas. Como nos recordaba Julian Zelizer:

«Los estadounidenses están pagando más por muchos productos de lo que estaban acostumbrados. Después de más de una década sin incrementos notables, y aunque sea más percepción que datos, sigue siendo un factor determinante.»

La lección es bastante clara: se necesita un plan, pero se necesita también un poco más. Básicamente, con tácticas y estilos opuestos, los dos contrincantes parecen atrapados en la misma espiral: para ganar, ¿hay que ser el candidato que preserva el statu quo o lo revoca? ¿Debe continuar la estabilidad del pasado o creer en el optimismo del futuro? En su discurso, Biden trató de alternar ambas posturas, por primera vez de forma tan dinámica y enfrentada. En cuanto al Trump modelado por la Heritage Foundation, está decididamente del lado de la disrupción –pero con la fantasía de revivir una edad de oro–.

Aunque los protagonistas son los mismos, esta elección no es en absoluto un remake de la de 2020.

En diciembre, en el Grand Continent Summit, Niall Ferguson nos advirtió: «Trump tiene ahora un plan –más radical, mejor definido–.» Inmediatamente después, añadió: «Europa, que sigue dependiendo de Washington para su seguridad, no tiene realmente elección.»

 

 

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