Economistas en su laberinto
Las instituciones que representan a estos especialistas deberían hacer algo sobre los problemas de comunicación que persisten
Pensando en westerns y pianistas, en la línea abierta por Santiago Carbó («No disparen al economista«. El País, 15-4-2015), me viene a la memoria aquella conocida escena en que el pianista aporreaba el piano del salón con un mono encaramado a su hombro. Un parroquiano le pregunta “¿sabe por qué el mono mete su cola en mi whisky?” El pianista responde “no la recuerdo, pero si me la tararea…” Tal vez el parroquiano, sospechando que le están tomando el pelo, sintiera la tentación de dispararle.
Aflora un problema de comunicación. En muchas ocasiones el ciudadano adquiere la sensación de que la conversación con los economistas se convierte en un diálogo de besugos. Inmerso en una crisis profunda y duradera y aplicando las reglas de la lógica, pregunta por qué se cierran multitud de empresas que tienen todas las condiciones para funcionar, -producto; instalaciones; tecnología; trabajadores; empresarios; acceso a materias primas…- cuando además existen necesidades, lo que llamamos demanda potencial de sus productos. ¿Es que no hay soluciones para evitar una situación tan absurda? La respuesta que recibe de instituciones como el Banco de España, el Ministerio de Economía o la Comisión Europea, consiste en que los detallados análisis de sus economistas demuestran que las causas son los elevados salarios y pensiones, la seguridad en el empleo y el excesivo gasto en sanidad y educación, en prestaciones sociales. Y que, por tanto, la solución evidente es atacar estas causas, ajustar, empobrecer, des-emplear.
El ciudadano constata que el sufrimiento social y el incremento de las desigualdades, asociados a estas medidas, son simultáneos al enriquecimiento de unos pocos y al ambiente opresivo de la corrupción que impregna la gestión de la economía. Y deduce, aplicando nuevamente la lógica formal, que no están contestando a sus preguntas, que los economistas dedican su tiempo a elaborar elementos teóricos que justifiquen este escenario.
Además tiene buena memoria y recuerda que estos economistas defendían insistentemente en sus artículos, informes y conferencias, que la plena libertad de los mercados financieros propiciaría la asignación eficiente de los recursos productivos, el buen funcionamiento de la economía y, con ello, la prosperidad y el bienestar. Recuerda también que sus argumentos eran acogidos complacientemente por los grandes grupos financieros, que los utilizaban como elementos de presión hacia los poderes públicos para que desregularan estos mercados. Las consecuencias son bien conocidas porque las hemos sufrido y las seguimos sufriendo. Sin reglas estrictas y eficaces entraron en una espiral especulativa que está en el origen de la crisis. Y es que la libertad de mercado requiere una regulación adecuada, como la libertad del tráfico rodado necesita un código de circulación, policías que lo hagan cumplir y semáforos. Libre mercado y regulación son complementarios, no contradictorios.
Para su sorpresa, escucha a estos mismos economistas proponer la “austeridad”, entendida como medidas que agravan y alargan la crisis, que implican el desempleo, el derroche de los recursos productivos. Al parecer se mueven en un laberinto en que sus proposiciones no se encuentran con la realidad, a pesar de que sus criterios, según dicen, se apoyan en la ciencia económica. La desmedida afición a la lógica de nuestro ciudadano le lleva a la conclusión de que la ciencia económica no forma parte de la solución sino del problema.
No es fácil mostrarle que sus deducciones se refieren a una franja de economistas, numéricamente reducida, que ha adquirido un protagonismo y una influencia tan desmesurados que sus ideas han alcanzado la categoría de “pensamiento único”. Son economistas fabricados expresamente por determinadas universidades y escuelas de negocios para esta función. Tal vez, en vez de utilizar complicados argumentos el método más eficaz para convencerle sería invitarle a ver la película Inside Job. Desafortunadamente, nadie ha propuesto hacer obligatoria su proyección en los centros de enseñanza.
La profesión de economista es enormemente versátil y su labor se desarrolla en todo tipo de centros de trabajo, en las empresas privadas; en las administraciones públicas; en los hospitales; en los despachos que trabajan por cuenta propia; en la enseñanza; en la investigación… Es una labor que aporta valor al conjunto del sistema productivo. Y no es exagerado calificarla como un factor relevante del progreso de la sociedad. En tan variados espacios habita la gran mayoría de los economistas y, por supuesto, si de algo adolecen sus ideas es de excesiva diversidad, si la diversidad pudiera ser excesiva. Donde hay dos economistas aparecen cinco opiniones diferentes sobre un mismo tema. Hablar en este ámbito de “pensamiento único” es una incongruencia y más incongruente es clasificar en este apartado al conjunto de los profesionales de la economía.
Sin embargo, persisten los problemas de comunicación. No estaría de más que las instituciones que representan a los economistas hicieran algo al respecto. Se echa de menos la difusión de códigos éticos sobre la gestión de la actividad económica o la orientación de los planes de estudios de economía con la visión global que estas instituciones pueden aportar, sin el peso excesivo de las técnicas puramente especulativas. Habría que insistir en que, al igual que otras ciencias, el objetivo de la ciencia económica es el bienestar de la sociedad… Si se quiere evitar que disparen al economista. Y, por su parte, el encargado del salón podría escribir en su cartel “no disparen a todos los economistas”.
Juan Ignacio Bartolomé. Vicepresidente de Economistas Frente a la Crisis (EFC)