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Editorial: Un Gobierno inviable

De confirmarse el pacto, el que viene será un gobierno débil, un gobierno con dos almas expuesto al chantaje permanente del independentismo

Cuando, en enero de 2016 Mariano Rajoy renunció a someterse en primera instancia a la investidura, tras reconocer que no tenía suficientes votos para superar el trámite, las críticas fueron feroces. Irresponsable, antidemocrático, insensato… Aquella decisión derivó meses después en el derrocamiento de Pedro Sánchez como líder del PSOE y la formación de una gestora al frente del partido que ordenó la abstención del Grupo Socialista en el Congreso, facilitando así la reelección de Rajoy como presidente del Gobierno y poniendo fin al más largo período de interinidad e inestabilidad política de la democracia post franquista.

Creímos entonces haberlo visto todo, pero no. Lo que vino después fue el relato enfebrecido de una catarsis que enterró definitivamente lo que quedaba del PSOE de la Transición y situó al frente del Ejecutivo, gracias al apoyo recibido por los enemigos del Estado, a un personaje de limitados escrúpulos y principios ignotos, capaz un día de anunciar solemnemente su rechazo a cualquier pacto con independentistas y populistas para, a renglón seguido, montarse un trío de intereses torcidos con unos y con otros.

No faltarán quienes esgriman que las elecciones generales del 28 de abril se convocaron precisamente para evitar la repetición del «Gobierno Frankenstein», y recuerden que desafortunadamente la realidad es tozuda: que descartada por Albert Rivera la coalición «natural» PSOE-Ciudadanos (180 diputados), no hay otro camino para evitar una nueva convocatoria electoral. Sin duda una nueva llamada a las urnas sería la constatación de un gran fracaso: el de una clase política que, después de tres elecciones generales celebradas en menos de cuatro años, sigue siendo incapaz de aparcar sus objetivos partidarios para concentrar todos sus esfuerzos en abordar los grandes problemas del país, poniendo fin, por la vía del pacto y del acuerdo, a una situación anómala cuyo coste, objetivado por estudios solventes, cifra la pérdida entre medio punto y un punto del PIB y en unos 200.000 puestos de trabajo.

Estamos ante un proyecto de gobierno bicéfalo que no tiene la menor oportunidad de abordar las profundas reformas que necesita España»

Sin embargo, a la vista del equipo que se nos propone para dirigir el país, cabe preguntarse si no merecería la pena correr el riesgo del hartazgo ciudadano antes que asumir sin más la certeza de un Ejecutivo integrado en parte por personas que han renegado abiertamente de la Constitución y defienden el derecho de autodeterminación; políticos cuyas recetas económicas son una segura apuesta por el empobrecimiento y cuya fiabilidad como depositarios leales -y no digamos como gestores- de información sensible es mínima, con tendencia a que termine siendo nula. Un Ejecutivo que para sacar adelante sus proyectos legislativos deberá apoyarse en primera instancia en aquellos que le han aupado al poder -populistas y nacionalistas- y que tendrá enormes dificultades para compaginar los rigurosos criterios económicos de la Unión Europea con las exigencias de sus socios parlamentarios y de gobierno.

¿Qué hará Pedro Sánchez el día -que llegará- en el que los independentistas exijan la concesión del indulto a los condenados por el golpe antidemocrático perpetrado en Cataluña para mantener su apoyo al Gobierno? ¿Qué dirán Pablo Iglesias, la «ministra» Irene Montero o el «ministro» Echenique cuando esto ocurra? ¿Cómo reaccionarán todos cuando Sánchez -o una de sus personalidades- pretenda que en este y otros asuntos de Estado sean PP y Ciudadanos los que salgan al rescate?

Todavía no hay nada escrito, pero hoy la impresión general es que en esta semana, o a lo más tardar en septiembre, tendremos un gobierno socialista en el que se integrarán dirigentes de Unidas Podemos. Una mínima prudencia aconsejaría realizar la evaluación definitiva del nuevo gabinete una vez conocidos los nombres de aquellos llamados a componerlo. No es el caso. En esta ocasión lo de menos son los nombres. Estamos ante un gobierno bicéfalo, esté una de sus cabezas dentro o en Galapagar; un gobierno débil (165 diputados); un gobierno que no tiene la menor oportunidad de abordar las profundas reformas que, en materia económica y de regeneración política, necesita España.

Pablo Iglesias no ha dado un paso al lado para salvar el Gobierno, sino para salvarse a sí mismo, para evitar el desmoronamiento de Podemos»

En «César y Cleopatra»George Bernard Shaw pone en boca de uno de sus personajes la siguiente frase: «Cuando un estúpido hace algo que le avergüenza siempre dice que cumple con su deber«. En el caso que nos ocupa, el aludido podría intentar excusarse argumentando que hace lo que le dejan hacer, que aquellos que podían proponer un gobierno sólido entre formaciones contiguas (180 diputados), con amplia interlocución dentro y fuera de nuestras fronteras, no quisieron. Pero solo sería eso, una excusa para esquivar la responsabilidad fundamental, que de ningún modo puede recaer en otro que no sea aquel que ostenta el liderazgo del grupo más numeroso de la Cámara.

Sánchez nunca dio el paso de plantear a Albert Rivera un gobierno de coalición porque nunca quiso a Albert Rivera dentro de un gobierno de coalición. Más allá de los vaivenes ideológicos protagonizados por el político catalán. Como tampoco quería a Iglesias. Solo que nuestros particulares César y Cleopatra, urgidos por la necesidad de recomponer su debilitada posición al frente de Podemos, urdieron una maniobra para pillar a Sánchez a contrapié; y Sánchez cayó en la trampa (lo que aún no sabemos es si conscientemente).

Pablo Iglesias no ha dado un paso al lado para salvar el Gobierno, sino para salvarse a sí mismo, para evitar el desmoronamiento de Podemos. El suyo es un patriotismo interesado, el de quien se sabía políticamente moribundo y necesitaba urgentemente que un remolcador evitara que la nave se fuera definitivamente a pique. Pedro Sánchez quería un gobierno en solitario, pero ha tenido que ceder y conformarse con el que para él es el mal menor. El drama es que para los españoles este juego de vanidades y de intereses cruzados, y la resultante que salga del debate de investidura en forma de gobierno bicéfalo, nada tienen que ver ni con el equipo solvente que reclaman los ciudadanos, ni tampoco con las recetas y reformas que necesita el país. Será un gobierno débil, incoherente; un gobierno con dos almas expuesto al chantaje permanente de los enemigos de España. Un gobierno inviable.

 

 

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