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Eduardo Mendoza: «Mi carrera ya ha terminado»

Dice que no es gracioso, pero hasta él se ríe de sus gracias. Desde sus ochenta años, el escritor vuelve la mirada y repasa su vida, su obra, sus viajes y sus humores

Cuando le hacían las fotos para esta entrevista, Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) recibió una de esas preguntas que uno solo espera responder en un juicio o una comisaría o una novela de Kafka. «¿Es usted Eduardo Mendoza?», le dijo un viandante, previa inspección ocular. «No, no, yo soy modelo de camisas», le soltó, más serio que un juez. El admirador rio, Mendoza rio y todos felices con la mentira. ¿No es eso la literatura? El escritor se presenta a la cita con chaqueta pero sin corbata. Calza unas Nike negras que pintan comodísimas, nada que ver con los zapatos apretados que usaba en sus tiempos de traductor para la ONU. «Había que estar incómodo, no te podías relajar, era un trabajo de mucha tensión», recuerda ahora, tan de vuelta de tantas cosas. Así que se sienta en el sofá del Hotel Colón de Valladolid como en su casa, o mejor aún, como en el extranjero: a él siempre le gustó estar un poco lejos, vivir en la distancia, en la ironía. Viene de hablar de libros con Sergio Ramírez, un plan urdido por la Fundación Godofredo Garabito Gregorio. Viene contento. Trae consigo un cargamento de recuerdos y viajes, de alegrías y amarguras, de ambigüedades y muecas difíciles de traducir. Pero antes de empezar a disparar se queda en silencio observando el busto de un rinoceronte colgado en la pared. Y dice que no es gracioso, el hombre.

—Eduardo, tiene usted la biografía de un nómada: muchos países, muchas ciudades, muchas vidas.

—Sí, sí… Parece que hay dos tipos de personas: los que no pueden marcharse de su casa porque necesitan estar pegados a sus raíces y los que tienen que estar continuamente en movimiento. Y no hay más. Son dos razas humanas distintas. Y yo pertenezco a la segunda. Lo que más me gusta es ser extranjero, no conocer a nadie, no conocer el idioma. Siempre que he podido me he ido. A veces sin pensar.

—Juan Gabriel Vázquez dice que la extranjería espolea su literatura, porque le obliga a afinar la mirada constantemente. ¿Le ocurre lo mismo?

—No hay nada que me aburra más que salir de casa y encontrar siempre lo mismo, las mismas calles, las mismas casas. Me gusta salir y decir: bueno, ¿dónde estoy? Y perderme. Eso crea una inevitable soledad. Cuando estás fuera estás solo mucho rato, y esa soledad es muy productiva para los que nos dedicamos a inventar cosas.

—¿No le pesa la soledad?

—Al contrario, al contrario: a mí lo que me gusta es estar solo. Cuando leo en los periódicos eso del problema de la soledad, que las personas mayores que están muy solas… Qué suerte tienen. Yo no consigo estar solo nunca [y suelta un jeje].

—Lleva años viviendo entre Barcelona y Londres. ¿Es una huida?

—Cuando me establecí ya definitivamente en Barcelona, pensé: me tengo que buscar un sitio porque aquí me muero. No porque me parezca bien o mal la ciudad, es que no quiero estar en mi casa. Y en Londres siempre he escrito muy bien… Es una situación ambigua, porque al mismo tiempo tienes amigos, familia, quieres tener las relaciones normales. Y es muy difícil de compaginar, te crea muchos conflictos. Si tienes hijos no puedes decir: bueno, adiós, me voy… Antes trabajaba en la ONU y pasaba muchas temporadas fuera, sobre todo en Viena, que era una ciudad maravillosa.

—¿Cómo fue esa época de traductor? Llegó incluso al Despacho Oval, ¿no?

—Eso fue después de Viena. Había vuelto a Barcelona, y no tenía trabajo. No vivía de los libros ni mucho menos. Buscaba algo como traductor y me llamaron del Gobierno. Felipe González tenía que hacer un viaje a Estados Unidos, era el primer viaje que hacía un presidente de Gobierno español al extranjero después de la Transición. Necesitaba llevar a un intérprete, porque entonces había un servicio de intérpretes: Franco no salía nunca, como mucho a Portugal y vuelta… Así que fui a Estados Unidos y estuve en todos los sitios que salen luego en las series de televisión: la Casa Blanca, el Despacho Oval, los jardines… Pero nada, es puramente anecdótico.

—Como batallita no está mal.

—Ah, no, no. Lo pasé bien [y sonríe].

—En Nueva York vivió más de una década. ¿Fueron buenos tiempos?

—Estudié derecho, pero no llegué a ejercer como abogado en pleitos: fui pasante, luego estuve en un banco trabajando, pero aquello no me gustaba nada. Conseguí una pequeña beca que me permitió estudiar en Londres, en la London School of Economics. Entré justo cuando salía Mick Jagger, su alumno más ilustre. Él, por cierto, es un economista muy serio, por eso les ha ido también a los Rolling Stones… En fin, como sabía inglés me fui de traductor a Nueva York con la idea de estar un año o dos, pero luego me quedé once años, porque me encantó. Era una ciudad maravillosa, una ciudad muy violenta, muy tenebrosa, muy fuera del circuito turístico [le brillan los ojos]. Luego tuve hijos, y aquel no era un buen sitio para los niños.

—El hecho de estar tanto tiempo fuera de España, ¿le ha ayudado a coger una distancia de seguridad para tener una mirada menos contaminada por la actualidad?

—La distancia es muy útil. Este es uno de los pocos consejos que me atrevería a dar a quien quiera ser escritor: que ponga tierra de por medio. Porque tu alimento literario es el que has recibido en tus años de formación, en tu infancia. De ahí va a salir todo. No hay experiencia futura que sustituya al recuerdo de los cinco años. Con eso escribes toda la vida. Y no se agota, no se agota. Luego hay que poner distancia, hay que separarse, has de ver tu país y tu sociedad con otros ojos. A mí me ha ido muy bien eso.

—¿Qué recuerdo le queda de su infancia?

—Bueno, fue una infancia bastante aburrida. Era ir al colegio muy temprano por la mañana y salir muy tarde por la tarde, y luego ir a casa a hacer los deberes, y al día siguiente lo mismo. Quitando el cine de barrio en sesión doble y el verano, mi infancia fue un largo túnel de aburrimiento.

—¿Y el humor ya le interesaba entonces? ¿Era un niño gracioso?

—Muy gracioso yo nunca he sido [y aquí no ríe él, precisamente]. De verdad, yo no he tenido chispa, ni sé contar chistes. Mi humor es puramente literario. Lo que pasa es que crecí en un ambiente de humor. Mi padre era muy divertido, muy gracioso, y sus amigos también. Eran hombres de tertulia, de chistes, de ocurrencias. Y yo estaba siempre presente, porque entonces no había esta doble dimensión de niños y adultos. Yo iba con mi padre a rastras. Y no me llevaba a lo que se lleva a los niños. Me llevaba a su tertulia, y allí me pasaba dos horas mientras él hablaba de toros con sus amigos. Y luego me llevaba al teatro, pero a ver ‘Hamlet’. Eso estaba muy bien.

—Cuando le dieron el Cervantes en 2016 se entendió el premio como una reivindicación del humor como género literario.

—Yo lo entendí así. Porque se consideraba un género de segunda, a pesar de que en España siempre ha habido literatura de humor. Ahí tenemos ‘El Quijote’ o la picaresca. Y hasta hace muy poco hemos tenido grandísimos autores, como Jardiel Poncela o Miura. Pero eso se abandonó para hacer novela seria, novela de denuncia, novela dramática… Yo entendí que conmigo se premiaba algo que había estado casi huérfano durante mucho tiempo. Y por cierto: el género de humor aguanta mejor el tiempo. ¿Del cine mudo que se puede ver hoy? Pues ‘El maquinista de la General’. Los dramones de huerfanitos no hay quien los aguante ya.

—Pero a usted le encanta Dickens.

—Es el único escritor con el que he practicado la mitomanía, que es una cosa que aborrezco. Me interesa la obra, no las casas de los escritores. Ni sus biografías. La única excepción que hago es Dickens, porque es un escritor por el que me cambiaría sin dudarlo. Y he ido a la casa de Dickens, que es una estafa, pero he ido.

—No es mitómano. Tampoco siente un especial apego por los libros como objeto, ¿no?

—Forma parte de la trashumancia. Tiro continuamente libros. Si vas cambiando mucho de casa son un engorro. Tengo amigos que se han arruinado porque una sola persona necesitaba una casa de trescientos metros para meter sus libros. A mí me trae sin cuidado: los libros no están hechos para durar, es como guardar el periódico. Es mucho más barato no tener libros y si quieres releer un libro volverlo a comprar. Además, a mí me encantan las bibliotecas públicas, soy un gran usuario. Uno de mis paraísos es la British Library: tiene ochenta y dos millones de objetos leíbles. Pides uno y te lo traen, te sientas en una de las mesas y hay un silencio… No puedes hacer otra cosa que leer. Eso me encanta. En casa es muy difícil leer. De hecho, yo siempre he sido un lector muy poco serio. He acabado muy pocos libros en mi vida. Leo, y cuando llega un momento digo: ya está, ya he leído bastante. Como en la comida, que dicen que hay que levantarse de la mesa con un poquito de hambre.

—¿Y lo de escribir cuándo empezó?

—No me recuerdo a mí mismo sin leer y escribir. Empecé a leer cuentos infantiles y ya intentaba hacer lo mismo: dibujaba un conejito y debajo ponía ‘el co-ne-ji-to’. Y hasta el día de hoy todo ha sido una evolución ininterrumpida desde ese conejito [se ríe fuerte]. Escribía cuentos, los ilustraba. Después escribí novelas de aventuras, de piratas. Eran unas cosas desastrosas, pero a fuerza de ir copiando… Eso sí, yo tenía la convicción de que nunca me iba a ganar la vida con eso, porque en esa época el escritor más famoso de España no vivía de los libros. Ni Delibes ni Cela ni Ana María Matute vivían de los libros: tenían que tener un segundo trabajo para mantenerse. Un libro vendía dos mil ejemplares, tres mil ejemplares… Ha habido un cambio tremendo en eso, que vino con el cambio de educación. Cuando yo empecé a escribir, un 50% de los españoles eran analfabetos reales, incapaces de leer un libro. Cuando yo ya publiqué, prácticamente el 100% de los españoles estaba alfabetizado. Desde entonces, el que no lee es porque no quiere.

—Su primer libro, ‘La verdad sobre el caso Savolta’, fue un éxito rotundo. ¿Es difícil sobrevivir a un debut así?

—Fue un éxito doble, porque fue mejor recibida de lo que yo podía imaginar y porque las circunstancias históricas hicieron que se produjera en un momento de cambio absoluto. Todo lo que sucedía en ese momento era fundacional, se estaba empezando una nueva etapa. Y aparecí yo allí como un tonto con mi libro. Eso me habría trastornado mucho, pero afortunadamente no me enteré de nada porque vivía en Nueva York, y en ese momento las comunicaciones eran muy escasas. Había un solo quiosco con prensa extranjera en toda la ciudad, y con eso te enterabas un poco de lo que pasaba en España. La comunicación era por carta, alguna llamada telefónica, que eran muy caras… Todo esto me salvó de la angustia. A pesar de todo sufrí el síndrome de la segunda novela, y lo resolví acertadamente publicando algo que no tenía nada que ver con ‘La verdad sobre el caso Savolta’, que era una novela de risa [fue ‘El misterio de la cripta embrujada’]. Ni cumplía ni defraudaba. Como si fuera otra persona [esto lo dice satisfecho].

—Le voy a leer parte de la crítica que hizo el censor de ‘La verdad sobre el caso Savolta’: «Es un novelón estúpido y confuso, sin pie ni cabeza (…) Tiene todo lo típico de las novelas pésimas escritas por escritores que no saben escribir».

—Es la única crítica con la que he estado de acuerdo siempre. Pobre hombre. Lo más curioso de eso es que hay un segundo informe de censura, de dos años más tarde. Ya los tiempos habían cambiado. Era el año 75, aún no había muerto Franco, pero ya se veía que… Y este segundo informe era de un moderno. Decía que era un libro interesante que rompía esquemas [y vuelta a reír].

—¿En que momento decidió entregarse por entero a la escritura?

—Yo creo que dejé de trabajar en el 87 o el 88. Fue poco después de publicar ‘La ciudad de los prodigios’, que fue una novela que se vendió mucho. Pero lo hice con todas las inseguridades del mundo… Lo pasé mal, lo pasé mal.

—En el discurso del Cervantes dijo: «Al fin tengo la edad de mis achaques».

—[Se ríe con su chiste].

—¿Cómo se lleva con la edad, con el paso del tiempo?

—Bueno, yo no lo llevo, la edad me lleva a mí. Me gustaría no tener achaques, pero esto tiene mal arreglo: la única forma de no llegar a viejo es pringar antes. Lo que ahora viene va a ser peor, pero lo he pasado muy bien. He hecho lo que me ha dado la gana, he tenido muchísima suerte, estoy muy agradecido por lo que la suerte me ha dado. He estado en sitios estupendos en el momento más increíble… Pero al tiempo no hay quien lo pare.

—¿Le tiene miedo a la muerte?

—¡Muchísimo! Hombre, qué pregunta. No soy tonto [ríe].

—¿Y no le lastra eso, esa preocupación?

—No soy un místico, más bien al contrario, pero… No sé si volveré a Valladolid, no sé si volveré a tomarme este aperitivo que me gusta tanto. Esa sensación hace que disfrute mucho más de las cosas.

—¿Es usted nostálgico?

—No soy una persona nostálgica ni muy sentimental, nunca lo he sido. No echo de menos nada, y con la edad uno va perdiendo entusiasmo por las cosas. Ahora sería incapaz de jugar un partido de fútbol, porque el cuerpo no me da, pero es que tampoco me apetece nada. Estoy muy bien en casa, con mi mantita, viendo la televisión. Quiero decir: prefiero ir al dentista que ir a una discoteca. La verdad es que tengo mucha suerte, porque estoy bien de lo que hay que estar, que es de cabeza. Puedo seguir leyendo, puedo seguir escuchando música, puedo seguir conversando. No me puedo quejar… Ya me quejaré en otra entrevista.

—Le vuelvo a citar otra frase del discurso del Cervantes: «La vanidad es una forma de llegar a necio dando un rodeo».

—[Ríe mucho].

—¿No viven todos los autores de su ego?

—Hay algunos que sí, que tienen un ego tremendo. Pero yo nunca me he considerado un artista, me he considerado un artesano, y ese me parece que es una postura bastante saludable. Porque sabes que lo que estás haciendo es un trabajo de artesanía. Hay que tomarse muy en serio el trabajo, no al que lo hace. Haz un mueble y haz que la puerta funcione bien.

—¿Cómo es eso de escribir de pie? ¿Aún lo hace?

—Tengo un pupitre de escribano antiguo en el que se escribe muy bien de pie. Lo aprendí de Hemingway. Y luego me enteré de que Juan Marsé también escribía de pie. Estos pupitres tienen una pequeña inclinación y una barra abajo para poner el pie: esto es fundamental [lo dice como si hablara del Estado de Derecho]. Hay que cuidar un poco el aspecto físico del esfuerzo intelectual. Yo creo que habría que escribir con americana y corbata. Esto de estar en chándal escribiendo no puede ser bueno, hay demasiada comodidad. Cuando hacía interpretación, que era una cosa de mucha tensión, a los nuevos que llegaban les recomendaba que se pusieran unos zapatos que les apretaran. Una cosa que les hiciera estar incómodos para no relajarse. Por eso los toreros van vestidos con esos trajes tan apretados. También hay que estar muy concentrado para escribir.

—¿Pero sigue escribiendo así?

—Ahora ya no, ahora ya no sé ni si escribo.

—¿Ya no escribe?

—No con la misma intensidad, ya no tengo la misma capacidad de concentración. Al cabo de media hora de estar haciendo una cosa tengo que parar y distraerme un poco. Escribo un poco a ratos sueltos, ya con muy poca… Yo creo que ya he terminado mi carrera. Mi carrera está detrás, no adelante.

—¿No vamos a tener un nuevo libro de Eduardo Mendoza?

—No lo sé. No lo estoy preparando, pero tampoco puedo decir que no. Porque igual un día todo lo que he hecho lo junto, lo pego y se lo llevo al editor a ver qué piensa. Pero vaya, yo sé que mi carrera está atrás. Incluso que yo mismo ya estoy fuera. Hay otros estilos, otros escritores, otras caras, otro público lector muy distinto y al que yo desconozco. Y eso está bien. Hay que dejar paso.

 

 

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