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Eduardo Mendoza reincide en el absurdo más lúcido

El novelista regresa con ‘Tres enigmas para la Organización’, otra magistral parodia del género detectivesco

Eduardo Mendoza reincide en el absurdo más lúcido

   Eduardo Mendoza. | Ivan Giménez (Seix Barral)

 

Eduardo Mendoza ha vuelto. Prosista sublime y cachondo irredimible, reincide impunemente en la parodia del género detectivesco con Tres enigmas para la Organización (Seix Barral). Capaz de escribir novelas cumbres de la literatura española seria como La verdad sobre el caso Savolta o La ciudad de los prodigios, su vertiente humorística adquiere una textura más propia del Mortadelo de Francisco Ibáñez que del naturalismo de Blasco Ibáñez.

Títulos como El misterio de la cripta embrujadaLa aventura del tocador de señoras o El enredo de la bolsa y la vida encarnan una maravillosa paradoja: la excelencia literaria de Mendoza se revela de una eficacia demoledora (y, sobre todo, muy divertida) para describir lo más granado de la chapuza nacional. 

Lo hace desde un territorio que domina como nadie. Si Faulkner tenía su condado de Yoknapatawpha, la Barcelona de Mendoza no le anda a la zaga en surrealismo, aunque sus calles aparezcan en el Google Maps y luzcan bastante menos metafísicas. Léase, por ejemplo, el comienzo de Tres enigmas para la Organización:

«Barcelona, primavera del año 2022.

En la calle Valencia, a escasos metros del Paseo de Gracia […] casi enfrente del pequeño pero simpático museo de antigüedades egipcias, donde no faltan momias, sarcófagos y tablillas, así como un número indeterminado de figuritas, se levanta un edificio estrecho, de estilo decimonónico».

Poco a poco, la perspectiva se va cerrando hasta llegar a la segunda planta del edificio. En ella, los rótulos de las diferentes puertas rezan: 

«2.01.° Arritmia. Obesidad. Demencia. Todo lo cura el doctor Baixet.

2.02.ª Academia Zoológica Neptuno: Se adiestran simios.

2.03.ª Delitos fiscales, embargos, decomisos, expedientes. Borrachuelo & Associates.

2.04.ª Duró Durará. Reparación de lavavajillas, aspiradoras, planchas, cafeteras y demás efectos del hogar». 

Y así todo.

En esta ocasión, el protagonista no es el habitual detective tan anónimo como asiduo del manicomio. Recién cruzado el umbral de los 80 años, Mendoza se ríe de las cartas del tiempo y sube la su apuesta surrealista con… ¡nueve detectives desquiciados, nueve! Una caterva de parias (mezquinamente) asalariados por la Organización, que ocupa todas esas oficinas, cuyos rótulos (ojo, alerta de espóiler) son solo astutas tapaderas.

Organismos fantasmas

Fundada con el mayor sigilo en los albores del franquismo por un militar, «en los años febriles de la transición democrática, la Organización emergió, si no a la luz, al menos a la penumbra, como tantas cosas de un periodo oscuro que a muchos resultaba incómodo asumir. La primera reacción fue eliminarla de un plumazo, pero su propia inconsistencia propició una prórroga; nadie sabía muy bien cómo cancelar algo que carecía de reconocimiento oficial y ningún Gobierno desmantela un organismo ya existente que le sirve para colocar a su gente». El delicioso aroma de nuestra querida Administración Pública…

En la presentación de la novela, la semana pasada en Barcelona, el autor recordó que «una característica de la administración, de todas partes, no solamente en España, es duplicar y triplicar las funciones. Cuantas más organizaciones y organismos y órganos hay, más huecos y por lo tanto más posibilidades de que nadie haga nada a la hora de la verdad». Por lo tanto, «no solo podría existir una organización como esta» de la novela, «sino que estoy seguro de que existe. ¿Qué hace? No lo sé. Seguramente ellos tampoco».

El contexto ideal para el Mendoza más juguetón: «La imprecisión de su naturaleza y el hecho de que nadie quisiera asumir la responsabilidad de dirigir y fiscalizar sus actividades conferían a la Organización una precaria seguridad económica y un margen muy amplio de libertad». Aunque todo tiene su contrapartida: «El único factor negativo de este ventajoso arreglo consistía en que una ineludible disposición estatutaria obligaba a la Organización, a efectos de justificar su condición jurídica, a organizar un festival de danzas regionales una vez al año». Bueno, nada es perfecto.

A partir de ahí, la trama se presenta, sin mucho disimulo, como una excusa para que se luzcan los agentes (más o menos) secretos de la Organización, indagadores de unas conexiones más (espléndidamente) improbables que causales, incluida una intriga vaticana a lo Dan Brown: el jefe, la señora Grassiela y su perrito, Monososo, el nuevo, el jorobado, Pocorrabo, la Boni, Buscabrega con su corneta y un taxista meritorio y cansino.

Mendoza los coordina con habilidad de prestidigitador en una estructura narrativa que aguanta arrobas de absurdo, quizá deudora, metodológicamente, de la mismísima Organización. Léase este intachable ejemplo de celo secretista en una de sus reuniones: la acción comienza «una vez el jefe hubo pasado lista y la Boni, en funciones de secretaria, anotado cuidadosamente el nombre de todos y acto seguido quemado el papel para no dejar rastro».

Novela coral

Como explicó el autor en la presentación, se trata de «una novela coral», en la que «se alterna la parte de investigación con la vida privada de cada uno de los miembros de la Organización». La primera se articula en torno a la relación de tres sucesos aparentemente aislados: la truculenta muerte de un individuo sospechoso en un hotel de las Ramblas, la desaparición de un millonario británico en su yate y las singulares finanzas de Conservas Fernández. Y entreveran el caso peripecias como la compleja paternidad del nuevo, las cuitas adolescentes del japonés a su pesar Monosos, las circunstancias maritales de Buscabrega, la búsqueda del amor de la Boni…

Todo amenizado por un rico vocabulario, milimétricamente inapropiado al contexto, gozosamente desconcertante y con especial talento para el anacronismo. ¡Qué alegría leer en una trepidante escena de acción que «el sedicente pontífice se arremangó la hopalanda y emprendió una carrera desesperada»! ¡Qué placer sin nombre el carácter «subrepticio” de un buen «corte de mangas»! ¡Quién si no el maestro Mendoza puede motejar a un taxista con el adjetivo «pertinaz»!

Estuvimos cerca de perdernos semejante regalo. En la presentación, el autor admitió que se suponía que no iba a escribir más novelas. «Pensé que ya había terminado el ciclo narrativo». Fiel a su estilo, la explicación del cambio de planes carece de la solemne parafernalia de los literatos más estupendos: «Pero luego pensé: ‘¿Qué hago ahora durante el día, si lo que me gusta hacer es esto?».

La elección del tema tiene un punto vengativo: «Soy muy aficionado a las novelas policiacas, pero últimamente han cambiado de estructura. Donde había un detective, ahora hay siempre un grupo: la comisaría de no sé qué, una agencia paralela de la CIA paralela con unos que son muy malos pero saben conducir coches escaleras abajo… Estas cosas que vemos en el cine y las series de televisión. Me molesta que se lo tomen en serio, cuando es evidente que son una tontería para entretener, así que pensé hacer esa misma tontería, pero sin disimular, que se viera que es una burrada».

Contra la corrección política

Lo hizo desde la libertad de quien está más que de vuelta. Ciscándose, por ejemplo, en todo el management: «Conservas Fernández se estableció aquí después de la guerra. Las fundó un extranjero, un tal Kugel o Kruger […] siempre fue una empresa modesta, sin pretensiones. Mi padre le había oído decir: si no puedes ser el mejor, procura ser el peor; la mediocridad es para los mediocres. Por eso llamó a la empresa Conservas Fernández, para no despuntar».

Sin reparos en lo políticamente correcto:

-« […] y cuando te hablo no me cierres los ojos.

– Yo no cierro los ojos, jefe -dijo Monososo-. Es que soy oriental. Y si se mete con mi etnia le cae un puro».

No se libra ni la misma Yakuza japonesa: «No consiguió hacer carrera, porque si bien no carecía de audacia y recursos, era tan falso, irrespetuoso, desobediente y torpe que si la famosa organización criminal hubiera sido tan estricta como la pinta la imaginación popular, le habrían faltado dedos en las manos y los pies para hacerse perdonar las transgresiones».

Por todo eso y por otras muchas cuestiones que la circunspección nos insta a omitir, conminamos al señor Mendoza a abstenerse de retirarse y/o morir en un vasto lapso para, por contra, continuar propinando novelas de tan atinado porte a Barcelona en particular y al mundo en general.

 

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