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El amigo de Reagan y la derrota del «imperio del mal»

«Descubrimos una amistad que fue un lazo entre nuestros pueblos», aseguró el presidente de los Estados Unidos

«Me gusta Gorbachov. Podemos hacer cosas juntos». Lo dijo Margaret Thatcher en diciembre de 1984, poco después del viaje de Mijaíl Gorbachov a Londres. Era entonces un alto cargo soviético aspirante a secretario general de la ONU y ya planteó entonces su programa reformista a la primera ministra británica. Pocos meses después, en marzo de 1985, Gorbachov se convirtió en líder máximo de la URSS tras el fallecimiento de Konstantin Chernenko. Y demostró que, en efecto, era alguien con quien se podría hacer cosas. Sobre todo, con un amigo improbable: Ronald Reagan.

El gran presidente del EE.UU. de la década de los ochenta no podía ser diferente a su homólogo soviético. Un actor reconvertido en político, capitalista, envuelto en la bandera de la libertad, que insufló a EE.UU. de optimismo, que buscó expandir el poderío militar de EE.UU. ante la cada vez más evidente debilidad del experimento comunista de la URSS. «Amanece otra vez en América», decía el célebre anuncio de televisión en la campaña de reelección de 1984 (muy poco antes de ese viaje de Gorbachov a Londres). Enfrente, en el lado oscuro del planeta, la URSS era el «imperio del mal», en la terminología de Reagan.

El presidente tendría que lidiar en sus relaciones con la URSS con un joven mandatario reformista, pero también marxista convencido, seguro de lo que le contaban sobre la inferioridad del sistema estadounidense, que dejaba a millones de personas en la cuneta. La relación, sin embargo, fluyó lo suficiente como para conseguir uno de los mayores acuerdos de control de armas, uno de los grandes logros tanto para Reagan como para Gorbachov. La negociación se articuló en tres cumbres –Ginebra, 1985; Reikiavik, 1986; y Washington, 1987– y en una intensa correspondencia confidencial, con más de cuarenta cartas, que cimentaron su relación personal.

 

 

El presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, junto a su esposa Nancy, recibe en su rancho al presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, junto a su mujer Raisa. REUTERS

 

El intercambio –muchas eran cartas escritas a mano por los propios líderes– les obligó a «hablar, debatir, argumentar, mostrar desacuerdo, pero también ofrecer propuestas incluso cuando pensaban que no habría acuerdo posible», escribió el historiador Jason Saltoun sobre esa correspondencia. «Tanto Reagan como Gorbachov sabían que el cambio iba a venir, y los dos querían estar en lado correcto de la historia».

Su entendimiento consiguió evitar el sistema de misiles espacial que perseguía Reagan y desmanteló la presencia de armas nucleares de rango medio en Europa. «El presidente Gorbachov y yo descubrimos una especie de lazo, una amistad entre nosotros que creímos que podía convertirse en un lazo entre todos los pueblos», dijo Reagan en su visita a Moscú en 1990.

La Guerra Fría se acababa y Gorbachov y el sucesor de Reagan, George H. W. Bush buscaron enterrarla en una cumbre en buques estadounidenses y soviéticos en Malta. En el bloque comunista, las reformas de Gorbachov desmantelaban la Unión Soviética y sus países satélites se entregaban uno a uno a la democracia.

 

Mijaíl Gorbachov durante el funeral de Ronald Reagan, en Washington, el 10 de junio de 2004. EFE

 

Era la victoria de EE.UU. y sus principios democráticos, reivindicados por el colapso político y económico de la URSS. Washington establecía una nueva relación con los herederos de la URSS, Bush abría la economía de mercado a su rival acérrimo, se abrían McDonalds en Moscú y los hijos de las fortunas inmediatas que se creaban en Rusia vestían los últimos modelos de Nike.

«EE.UU. pecó de arrogante. Declararon victoria en la Guerra Fría», dijo Gorbachov el año pasado. «Y los ‘ganadores’ decidieron crear un nuevo imperio. De ahí la idea de la expansión de la OTAN», añadió en un argumento que se parece demasiado a la queja continua de quien trata de recuperar el brillo de la URSS, Vladímir Putin.

 

 

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