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El autogolpe de la dictadura: un búmeran contra Ortega

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La cacería desatada por la dictadura en contra de todo lo que parezca un adversario político es la más reciente huida hacia delante de un régimen político agotado. Al igual que en los últimos años del somocismo, se ha convertido en enemigo de todos. No hay segmento de la sociedad que no esté en el blanco de sus ataques. No por muy callado, por no meterse en política, ni por observar la más estricta apatía se está a salvo de los zarpazos del tirano y sus agentes. No hay cordura en sus actuaciones; presa de sus incertidumbres se siente acorralada y ha optado por la lógica de “morir matando”. Pero esta ofensiva contra el mundo no puede darle los réditos que busca: a la larga, su capacidad de apresar, robar y sojuzgar ha terminado volviéndose en su contra. Es una ofensiva en contra de sí misma, al igual que todas las ofensivas en contra de los demonios propios.

Lo que empezó como una movida para descabezar las opciones electorales de la oposición, como si de una estrategia incremental se tratara, a medida que pasaron los días fue escalando no solo los objetivos sino además los procedimientos. Del robo en las oficinas de Confidencial y la investigación en Gobernación a la Fundación Violeta Barrios que había cerrado meses atrás, se pasó a citatorias antojadizas en la Fiscalía. Pero los magros resultados dieron paso a las medidas de fuerza: el apresamiento, los confinamientos y saqueos domiciliares, el congelamiento de cuentas bancarias y, por fin, la redada generalizada en contra de los miembros de sus listas negras.

Pero las reacciones, especialmente internacionales, también fueron subiendo de tono y de nivel. Si las primeras acciones merecieron las denuncias enfocadas en lo electoral y la libertad de expresión, pronto quedó claro que la dictadura estaba yendo más lejos, que sus objetivos no eran solamente impedir elecciones justas, libres y transparentes sino que apuntaban a consolidar un régimen tiránico en línea con los recientes golpes de timón en Bielorrusia, Myanmar, Hong Kong, Turquía y Egipto.

El efecto lógico de la agudización de esta deriva autoritaria ha sido la condena mundial. Si desde 2018 el orteguismo había sido puesto en la picota por organizaciones internacionales de todo tipo (recuérdese las continuas reprobaciones del Consejo de Derechos Humanos, de la Unión Europea y de la OEA, entre otras), desde finales de mayo del presente año ha caído quizás en el mayor aislamiento que un Gobierno nicaragüense ha conocido en 200 años de vida republicana. Incluso por parte de Gobiernos que hasta la fecha habían visto hacia otro lado, como el mexicano bajo el disfraz de la Doctrina Estrada. La última reunión del Consejo Político de la OEA es la mejor prueba de este aislamiento internacional.

Lo mismo ha ocurrido con los medios internacionales de comunicación más influyentes. No ha habido uno que no haya dado una cobertura crítica sobre las actuaciones del Gobierno nicaragüense en el último mes, sin importar sus tendencias políticas. Incluso aquellos posicionados claramente a la izquierda que en la crisis de 2018 optaron por el silencio o por abordajes equidistantes, han dado la espalda a las tesis conspiranoicas del oficialismo.

Consciente de esta avalancha en contra, un reciente panfleto del Gobierno clamaba al cielo por “un ataque implacable y sin precedentes en contra del Pueblo y Gobierno de Nicaragua, impulsado por falsas narrativas propugnadas por medios de comunicación de la derecha…”, reconociendo así el balance desastroso de su última aventura.

Visto estos resultados cabe preguntarse: ¿Quién o quiénes serán los estrategas que están llevando en Nicaragua al reino de los Estados parias? Una pregunta que también podría relacionarse con la lógica política al interior del país: Si la dictadura se había asegurado el control de casi todas las variables de las elecciones de noviembre, ¿Qué necesidad tenía de lanzar esta ofensiva que como un bumerán se está volviendo en contra de sí misma?

Sin pies ni cabeza, esta lógica ha ido pasando en dos semanas por tres fases traslapadas: la inhabilitación, el ablandamiento y el exterminio.

Hacia los precandidatos ha sido la más clara. Había que sacar de la competencia a quienes amenazaran la hegemonía del gran jefe, unas amenazas que tal vez en las encuestas internas mostraban tendencias crecientes frente al probable estancamiento de la pareja gobernante. Entonces a alguien se le ocurrió echar mano de leyes recientes para castigar supuestas actividades ocurridas muchos años antes de su promulgación. Pero no previeron las reacciones y empezó la hemorragia.

En simultáneo llegó el turno del ablandamiento -por no decir intimidación- en contra de los periodistas, la misma lógica aplicada en contra de personajes y directivos de la empresa privada con la finalidad de darles un escarmiento por apoyar la rebelión de abril y como profilaxis por posibles apoyos de otras iniciativas políticas. Al periodismo había que domesticarlo; al capital, volver a meterlo al redil del “diálogo y consenso”. Asumiendo que no podrían doblegar al periodismo, ¿qué pretendían atacando a los empresarios, el único sector de la sociedad que se había mostrado proclive a volver al concubinato después de las elecciones? Imposible entenderlo si no es desde la incertidumbre, una mentalidad atrapada por la paranoia que ve enemigos incluso en las filas propias. El punto es que dinamitaron los puentes hacia los pocos aliados que les quedaban en la sociedad nicaragüense. A menos que a los empresarios sufran un ataque de síndrome de Estocolmo, es improbable que vuelvan a confiar en el orteguismo.

El zarpazo del exterminio, practicado en contra de los dirigentes del ex-MRS tiene otra lectura. Había que castigar a los traidores, a quienes se atrevieron a desafiar al dinosaurio. Después de tantos años tratando de ningunearlos y la vez culparlos por la rebelión de abril, aprovecharon la ocasión para intentar borrarlos del mapa metiendo a la cárcel a sus cabezas más visibles. Pero el resultado ha sido la condena universal de la izquierda no dogmática, la que no cree más en caudillos ni en autoetiquetas.

En ninguno de los casos la embestida parece haber conseguido sus objetivos. El hecho de meter tanta gente en la cárcel habrá dado a la dictadura más rehenes para intercambiar por impunidad, pero también les ha hecho caer en la trampa. Cada preso, cada presa, se han convertido en nuevos problemas políticos. Si los mantienen en prisión seguirán aumentando las demandas por su liberación y la dictadura habrá perdido. Si los libera, se multiplicarán las denuncias de las arbitrariedades y las torturas del régimen, habrá fortalecido sus liderazgos y la dictadura habrá perdido.

La ofensiva del tirano de junio 2021 ha terminado siendo un tiro en el pie, un autogol, un salivazo hacia arriba caído en la cara. Los presos, las presas, van sufrir en carne propia durante un tiempo, pero con el tiempo la dictadura terminará sufriendo los errores de una ofensiva en contra de sí misma, los efectos de una nueva huida hacia el ocaso.

 

 

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