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El Caribe como tablero: La sombra silenciosa de la doctrina Monroe sobre América Latina

Reuters | EEUU despliega fuerzas militares en el sur del mar Caribe para  combatir carteles de la droga - AlbertoNews - Periodismo sin censura

 

Cuando el presidente James Monroe pronunció, en 1823, el célebre mensaje que daría origen a la doctrina que llevaría su nombre, América Latina apenas emergía de las guerras de independencia. Los nuevos Estados, frágiles y esperanzados, intentaban asegurar su lugar en un mundo dominado por imperios en expansión. Aquella frase, “América para los americanos”, fue recibida, en un primer momento, como un gesto de protección. Para muchos líderes latinoamericanos sonaba como un reconocimiento tácito de la soberanía recién conquistada.

Con el tiempo, lo que comenzó como una advertencia frente a las ambiciones europeas derivó, en la práctica, en un principio de exclusividad geopolítica que Estados Unidos interpretó como propio, en un contexto de competencia global por áreas de influencia. Esa reinterpretación permitió a Washington construir, en nombre de la defensa del continente, una arquitectura de poder hemisférico que combinó elementos de protección, control y proyección estratégica. Si bien esa presencia contribuyó a generar cierta estabilidad regional, también limitó los márgenes de autonomía política de las jóvenes repúblicas. La presencia de marines en Nicaragua, el control de aduanas en República Dominicana, las operaciones en Haití o las presiones sobre Cuba fueron expresiones de una misma lógica: el Caribe como anillo de contención y frontera avanzada de la hegemonía estadounidense.

Hoy, doscientos años después, el eco de aquella doctrina resuena nuevamente sobre las aguas del Caribe. No con viejos acorazados, sino con destructores de última generación y drones de reconocimiento que patrullan las rutas marítimas frente a Venezuela. La justificación oficial apela a una causa universal —la lucha contra el narcotráfico—, pero la lectura estratégica sugiere algo más: la reafirmación de un interés histórico. Washington parece recordar, con estas maniobras, que el espacio caribeño continúa siendo, pese a los discursos de multipolaridad, una zona vital para su seguridad hemisférica.

A lo largo del siglo XX, el Caribe se consolidó como el corazón simbólico del control y la estabilidad hemisférica. Fue el escenario donde la Doctrina Monroe se tradujo en política práctica: bases, protectorados, alianzas militares y operaciones encubiertas. Cada isla, cada corredor marítimo, cada bahía fortificada sirvió para proyectar la idea de que el poder estadounidense se medía tanto por su presencia territorial como por su capacidad de movimiento naval. Durante la Guerra Fría, ese control adquirió otra tonalidad: el Caribe se transformó en un tablero de disuasión frente a la Unión Soviética, y las aguas que alguna vez sirvieron al comercio colonial se convirtieron en rutas de vigilancia estratégica.


Quien dominara el Caribe controlaba el acceso marítimo al continente. Esa máxima nunca dejó de tener vigencia, incluso cuando el lenguaje diplomático la envolvió en los conceptos de cooperación y libre comercio.

El despliegue militar que hoy se observa frente a las costas venezolanas se inscribe en esa tradición de vigilancia marítima. Los comunicados oficiales hablan de operaciones de “interdicción” contra el tráfico de drogas y de “asistencia” a países aliados en la lucha contra el crimen transnacional. Sin embargo, los medios involucrados —destructores, unidades anfibias con marines, aeronaves de vigilancia de largo alcance— revelan una escala que excede lo estrictamente operativo. Más que una simple acción antinarcóticos, el despliegue parece cumplir una función simbólica: proyectar presencia, capacidad y control.

En días recientes, la secuencia de movimientos frente a Venezuela confirma esta lógica: no son actos aislados, sino gestos calculados dentro de una estrategia de largo alcance. Los sobrevuelos de reconocimiento, combinados con versiones sobre operaciones discretas de inteligencia, dibujan un cuadro de presión gradual, donde lo visible —los buques, las aeronaves, la vigilancia— convive con lo encubierto. La coincidencia temporal entre estos despliegues revela un patrón más amplio: Washington no solo demuestra capacidad de intervención, sino también su disposición a marcar límites y reafirmar la vigencia de su influencia estratégica en el Caribe.

Algunos analistas interpretan estas maniobras como una reiteración de métodos históricos que, en ocasiones, han tensionado los marcos de la legalidad internacional. Bajo la cobertura del discurso de seguridad hemisférica, Estados Unidos busca mantener márgenes de control sobre su entorno inmediato, recordando que el poder se mide no solo en términos militares, sino también a través de la capacidad de definir los espacios de decisión geopolítica. Cada patrullaje, cada operación de inteligencia, cada presencia visible sobre el Caribe funciona como un gesto simbólico: reafirma autoridad, proyecta vigilancia y marca los límites de un orden regional que combina cooperación y subordinación.

Todo parece indicar que se trata de una demostración de fuerza cuidadosamente calibrada, suficiente para ser visible, pero lo bastante ambigua para no ser declarada provocación. Venezuela no figura, según los informes internacionales, entre los principales productores de drogas; Colombia continúa siendo el epicentro del cultivo y la producción de cocaína. Sin embargo, el punto de concentración naval no se ubica frente a Colombia, sino frente a Venezuela. Esa elección geográfica es también un mensaje político: no se trata solo de dónde circula la droga, sino de dónde Washington desea reafirmar su capacidad de decisión. En otras palabras, la cartografía militar parece seguir no tanto las rutas del narcotráfico como las líneas del poder.

El despliegue actúa como recordatorio visual de las fronteras invisibles de la hegemonía. Mientras la diplomacia estadounidense insiste en la cooperación hemisférica, el lenguaje de los buques transmite otro mensaje: autoridad, control y vigilancia. Cada operación “antinarco” refuerza la primacía regional y, a la vez, advierte sobre los límites a las alianzas extrarregionales con actores como China o Rusia. El mensaje no se dirige solo a Caracas, sino a todo gobierno latinoamericano que explore nuevas esferas de influencia.

Las reacciones regionales reflejan esa diversidad de intereses. Brasil, actor de peso, ha optado por un equilibrio prudente. El gobierno de Lula, consciente de la necesidad de proyectar autonomía, evita pronunciamientos críticos, pero su diplomacia insiste en que la soberanía regional debe ser respetada. México, más reservado aún, combina interdependencia económica, cooperación migratoria y coordinación en seguridad, modulando sus respuestas para no generar tensiones con su principal socio. Colombia, aliado histórico de Washington, enfrenta un dilema similar: mantener la cooperación militar sin comprometer su margen de independencia frente a las maniobras en su vecindario.

Venezuela, en el centro de la escena, utiliza la situación como argumento interno: denuncia el despliegue como amenaza a su soberanía, consolidando su narrativa de resistencia, pero evita la confrontación directa, buscando preservar sus espacios de maniobra diplomática y económica.

El despliegue naval transmite control y riesgo a la vez. Existe la posibilidad de incidentes no previstos, el efecto político de disciplinamiento sobre los países vecinos y el uso del Caribe como instrumento de competencia estratégica frente a China y Rusia. Paradójicamente, un gesto pensado para reafirmar hegemonía puede, a mediano plazo, estimular alianzas que la desafíen.

En definitiva, la lógica de influencia hemisférica que inspiró la Doctrina Monroe persiste, bajo formas renovadas, como parte de un entramado más complejo donde intervienen nuevos actores globales. La soberanía formal no siempre garantiza autonomía real, pero la región dispone hoy de mayores instrumentos diplomáticos y espacios de concertación que en el pasado. América Latina necesita fortalecer su cooperación multilateral, consolidar instituciones regionales de seguridad y desarrollar una diplomacia que combine firmeza con pragmatismo.

El Caribe, escenario de disputas desde la colonia hasta la actualidad, sigue recordando que los equilibrios de poder no se deciden solo en los foros diplomáticos, sino también sobre las aguas que conectan a todo un continente. Entre la historia y la estrategia, la región enfrenta el reto de afirmar su lugar en un sistema internacional en transformación. Para lograrlo, necesita visión política, inteligencia diplomática y una lectura realista del poder: comprender que la autonomía no se hereda, se construye.

 

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