El día en que Alemania utilizó el mismo reloj
La reunificación alemana, con todas sus equivocaciones, es, sin duda, un triunfo de Alemania y de toda Europa.
Hubo un tiempo en el que los programas de televisión no acababan exactamente a la hora prevista y para ajustar los tiempos, especialmente antes de los informativos, las cadenas ponían en antena un reloj y una musiquilla hasta que llegaba la hora exacta y comenzaban las noticias. Y hubo un tiempo cuando en los colegios de Alemania Oriental los maestros pedían a los niños que dibujaran exactamente el reloj que veían sus padres en casa antes de las noticias de la tele. Un método infalible para averiguar en qué hogares se sintonizaban los telediarios de la capitalista Alemania Occidental y no los de la verdadera información que, por supuesto, era la que daba el régimen comunista.
Este es solo un detalle de lo que suponía vivir en la Alemania al otro lado del telón de acero. Una tiranía a la que algunos en Occidente ponían como ejemplo de triunfo del socialismo real. Una dictadura tan aparente como sus atletas inflados de anabolizantes. Cientos de alemanes murieron tratando de escapar y otros cientos llegaron mediante cualquier forma imaginable a la República Federal. Esta celebraba su fiesta nacional cada 16 de junio, recordando el día de 1953 en que los obreros del Este se levantaron contra quienes gobernaban en su nombre y fueron aplastados por los tanques soviéticos. Todo esto estaba muy presente junto a la Puerta de Brandeburgo hace exactamente 25 años cuando miles de ciudadanos del Este y el Oeste entonaban el himno alemán, el mismo, casi un año después de que se encaramaran al Muro que partía literalmente la ciudad desde 1961.
El problema de cualquier hecho histórico es que, con el tiempo, parece lógico que las cosas sucedieran del modo que sucedieron. Un cuarto de siglo después es fácil olvidar que la reunificación alemana estuvo plagada de incertidumbres y de voces en contra. Desde quienes pensaban que supondría un esfuerzo económico y social tan titánico para Alemania que acabaría con la, ya entonces, locomotora europea —y por arrastre con todo el proyecto de Comunidad Europea— hasta los que advertían del peligro de resucitar a un monstruo que se suponía enterrado desde la victoria de la II Guerra Mundial. Margaret Thatcher se negaba con firmeza. En sus memorias, el fallecido canciller alemán Helmut Kohl la recuerda repitiendo: “Ganamos dos veces a los alemanes y ahora han vuelto”. Otros, más diplomáticos, decían: “Me gusta tanto Alemania que prefiero que haya dos”.
Ni la dama de hierro ni nadie podía prever que un cuarto de siglo después el proceso habría sido un éxito, que Alemania seguiría tirando económicamente del proyecto europeo, que ningún fantasma alemán habría resurgido y que gobernaría otra, a su estilo, dama de hierro que agarra al toro por los cuernos, se llame deuda griega, Putin en Ucrania o refugiados sirios. Naturalmente todo esto ha sucedido con polémicas, discusiones, incertidumbres, fracasos y algún escándalo. La reunificación alemana no ha sido, afortunadamente, una marcha triunfal. Pero con todas sus equivocaciones y toda su humanidad es, sin duda, un triunfo. De Alemania y de toda Europa.