El doctor Freud y Sherlock Holmes
Traducción y presentación de Ricardo Bada
Resulta explicable que no se conozca entre nosotros la obra de Gerard Kornelis van het Reve, la cual significa un bravo desafío a la traducción en cualquier idioma, incluso al alemán, tan cercano. El neerlandés de que se vale Gerard van het Reve, cuajado de arcaísmos y el idiolecto de los burócratas, resemantizando el resultado por obra y gracia de una tensión poética que tal vez sea la mayor en su idioma en todos los tiempos, consiguiendo una personalísima mezcla de algo así como León de Greiff+Kafka (si bien un Kafka cuya lectura nos hace entender por qué él se reía a carcajadas leyendo sus propios textos)… ese neerlandés, digo, no es de fácil acceso ni siquiera a sus connacionales. Pero aun entendiendo que esté ausente de los catálogos de las editoriales hispánicas, al hablar de la lengua neerlandesa no podía dejar de mencionar al virtuoso que la usufructúa (y el verbo es gerard-van-het-reverianamente exacto en este caso).
Aunque más no fuese sino para contraponerlo a otro autor igualmente espléndido, como ensayista, que da la casualidad de que es su hermano mayor, Karel van het Reve (1921-1999), quien emplea una lengua en los antípodas de Gerard: diáfana y sencilla hasta el no va más. Tanto que no entiendo por qué no ha habido todavía un editor que no haya sacado en Madrid, Barcelona, Buenos Aires, Bogotá, México, donde sea, una buena antología de sus escritos, los de este debelador y develador de Freud, que demostró con pruebas fehacientes cómo es que el método analítico del psicoanalista austriaco está calcado directamente del método deductivo de Sherlock Holmes; y esta es nada más que una de las muchas sorpresas pedagógicas que uno se puede llevar leyendo a Karel van het Reve, cuya ironía y cuya retórica de polemista nato tanto recuerdan a Bernard Shaw.
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En el segundo capítulo de su libro Psicopatología de la vida cotidiana, aparecido el año 1901, informa Freud de cómo fue que durante un viaje de vacaciones emprendido el año anterior, se encontró con un hombre joven y de formación académica, que había leído algunas de sus publicaciones. La conversación versó acerca de la situación de los judíos. El joven académico, judío como Freud, expresó su amargura y concluyó “su exaltado y apasionado discurso” con el famoso verso de la Eneida donde Dido exterioriza la esperanza de que alguien se alzará en el futuro para vengarla: “Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor”. Esto es, el joven se acordaba del verso… menos de la palabra “aliquis”, que le tuvo que ser recordada por Freud. Después le dijo haber oído que él, Freud, sostenía que nada se olvida sin motivo, y en tal caso quería oír de sus labios por qué no se había acordado de la palabra “aliquis”.
Freud acepta el reto a condición de que el joven le comunique sinceramente, y sin omitir nada, todo cuanto se le ocurra en relación con la palabra “aliquis”. El joven comienza a asociar, y lo primero que se le viene a la mente es dividir la palabra en “a” y “liquis”, lo que a su vez lo lleva a asociar “reliquias, licuefacción, fluido, líquido”. A continuación piensa en san Simón de Trento, cuyas reliquias ha visto en esa ciudad, y en los crímenes rituales que una y otra vez se atribuyen a los judíos; en un libro de Kleinpaul sobre el tema; en un artículo de una revista italiana acerca de lo que san Agustín opinaba sobre las mujeres; en un robusto anciano con el que se había encontrado hace poco, un “espécimen único”, cuyo nombre es Benedicto. Después piensa en san Jenaro y su milagro de la sangre: en Nápoles se conserva una ampolla de cristal que contiene sangre coagulada, y hay un determinado día festivo en que esa sangre suele licuarse. Por el tiempo de la ocupación napoleónica, o bajo Garibaldi, un oficial llevó aparte a los sacerdotes responsables, y señalando a sus soldados con un gesto significativo, expresó la esperanza de que el milagro se produciría enseguida. “Y, en efecto, se produ…”.
Ahí se detiene el paciente. Se le ha ocurrido algo que es “demasiado íntimo para comunicarlo”. “No necesita contármelo”, le replica Freud, “pero entonces no necesito explicarle por qué se le olvidó aquella palabra”. Después de lo cual el joven termina por decírselo: “De pronto he pensado en una dama de quien es fácil que pueda recibir una noticia que podría ser sumamente desagradable para ambos”. ¿Se trataría quizás en esa noticia “de que le ha faltado el periodo”?, pregunta Freud, y el joven responde: “¿Cómo ha podido usted adivinarlo?”. Freud le aclara que ha sido muy fácil: santos del calendario, licuefacción de la sangre, la amenaza de que la sangre debía licuarse porque, si no, ello podría tener consecuencias desagradables. Y luego la división de “aliquis” en “a” y “liquis”.
En el año 1982 apareció en la New American Review un artículo acerca de este caso. Estaba escrito por Peter Swales y llevaba el título “Freud, Minna Bernays, and the conquest of Rome”. En ese artículo se desarrollaban dos tesis. En primer lugar la tesis de que aquel joven de Freud no existió nunca y la conversación descrita por Freud jamás tuvo lugar. Swales aporta buenos argumentos para ello. El joven tiene un parecido demasiado grande con el propio Freud: ha leído escritos de Freud —lo que en aquel entonces no se daba tan a menudo—, era académico, judío e impedido en su carrera a causa de ese judaísmo, es ambicioso, citaba de la Eneida, había estado en Trento, conocía a alguien que se llamaba Benedicto, había leído el libro de Kleinpaul sobre Víctimas humanas y crímenes rituales, no usaba la expresión “nueva edición” en su auténtico significado, hablaba de san Agustín y Garibaldi… cosas todas ellas que también remitían a Freud. Además, no había manera de encontrar a aquel joven por ninguna parte.
En segundo lugar, Swales mantiene la tesis de que la señora, cuya preñez tanto temía el joven ficticio, era en realidad la cuñada de Freud, Minna Bernays, a la que Freud habría embarazado. Esta segunda tesis no me convence tanto, aunque ello no desempeña aquí ningún papel. Pero por lo que se refiere a su primera tesis, estoy inclinado a aceptarla sin vacilar. “El análisis de Freud es tan brillante y tan traído de los pelos, que se podría decir que incluso hace empalidecer a las ficticias deducciones magistrales de Sherlock Holmes”, dice Swales. También a mí me llamó la atención la parte “literaria” de la conversación de Freud con el joven. Encajaba todo demasiado bien como para ser cierto.
Sorprendente es, por ejemplo, que Freud ponga en boca del paciente —y no del analítico, como habría sido más lógico— la separación de “aliquis” en “a” y “liquis”. Todo el diálogo recuerda uno de los que tiene lugar entre Sherlock Holmes y el Dr. Watson. El genial sabueso extrae una conclusión que deja atónito a su interlocutor. “Por todos los diablos, ¿cómo hizo para saberlo? [How the deuce did you know that, Holmes?]”. Satisfecho, el detective se da por enterado de la sorpresa, dice que todo era muy sencillo (“Ya no era muy difícil. [Elementary, my dear Watson]”), y explica cómo ha llegado a esa conclusión.
Tomemos por ejemplo la frase “Por cierto, he oído decir que usted sostiene que nada se olvida sin una razón determinante. Me gustaría conocer por qué he olvidado ahora el pronombre indefinido ‘aliquis’ ”. Para Swales, ese “usted sostiene” es un argumento en favor de su tesis de que el joven nunca existió: por así decirlo, habría leído Psicopatología de la vida cotidiana incluso antes de que se hubiera escrito. (Pero por desgracia no es completamente tan exacto como lo presento: el joven con el que Freud habló en 1900 bien podía haber leído su artículo “Sobre el mecanismo psíquico del olvido”, aparecido en 1898 en el Monatsschrift für Psychiatrie und Neurologie [Revista mensual de Psiquiatría y Neurología].)
Pero el hecho de que Freud fuese retado por el joven despertó aún más mi atención en otro contexto: ¿no habría en alguna de las historias de Sherlock Holmes un lugar en el que Holmes hubiera sido desafiado por el doctor Watson, para extraer conclusiones de unos indicios determinados, suministrados por él mismo, de igual manera que Freud fue retado por su interlocutor a extraer sus conclusiones del olvido de un pronombre indefinido?
Encontré lo que buscaba en La marca de los cuatro. Watson se dirige a Sherlock Holmes con estas palabras: “Le oí decir [ igual a: Usted sostiene] que a un ser humano le resulta difícil poseer un objeto de uso diario sin dejarle impreso de tal manera el sello de su individualidad, que un ojo avezado no lo pueda ver. Pues bien, aquí tengo un reloj que se encuentra desde hace poco entre mis posesiones. ¿Tendría usted la gentileza de participarme su opinión acerca del carácter y de las costumbres del anterior propietario?”. Como fuente informativa Holmes recibe un reloj de bolsillo, de unos cincuenta años, y de un valor aproximado a las cincuenta libras esterlinas. Holmes sabe que su propietario murió y que Watson es desde hace poco el nuevo poseedor del reloj, en el que están grabadas las iniciales H.W.
Holmes deduce de todo ello que el reloj perteneció originariamente al padre de Watson, y que de él pasó a su hijo mayor, un hermano de Watson, puesto que tales objetos preciosos suele heredarlos el primogénito. A continuación Holmes concluye que ese hermano era una persona de “costumbres desordenadas” y “negligente”. A quien, además de eso, se le presentaron buenas oportunidades en la vida, pero las desperdició, padeció pobreza —con fugaces intermedios— y murió borracho.
Watson se queda estupefacto, porque todo ello es cierto: el reloj de bolsillo pertenecía a su padre, de quien lo heredó su hermano mayor. Y ese hermano era una calamidad, desperdició todas sus oportunidades y murió alcoholizado.
“Por todos los diablos, ¿de dónde ha deducido esos hechos?” [es decir: ¿Cómo ha podido adivinarlo?], pregunta Watson, y Holmes le aclara: Las costumbres desordenadas las dedujo de las pequeñas abolladuras y rasguños en la tapa inferior del reloj. Su propietario debe haber portado algunos objetos duros en el bolsillo donde normalmente también cargaba el reloj. Alguien que trata de ese modo un reloj de bolsillo de cincuenta libras esterlinas debe ser calificado como negligente. Además, alguien que posee un reloj tan caro tiene que haber sido una persona bien situada, pero cuatro números de casas de préstamos grabados en el interior de la tapa, demuestran que ese objeto ha sido dejado en prenda en varias ocasiones, lo que indica fluctuaciones en la situación financiera de su propietario. El agujero para la llavecita que sirve para darle cuerda al reloj está rodeado de raspones. Ello significa que el propietario, al darle cuerda al reloj por las noches, tenía “una mano insegura” y por lo tanto estaba borracho.
Sin embargo, esta argumentación no es en manera alguna concluyente. Un reloj de bolsillo en el que están las iniciales H.W. y que desde hace poco es propiedad de J.W. (el doctor Watson se llama John) no tiene por qué provenir del padre de Watson, haciendo el camino a través del hermano del doctor. Watson también podría haber heredado ese reloj de un tío, o de un primo. Igualmente puede haberle sido legado por algún amigo que se llamara Harry van Wijnen o Harold Williams. Las abolladuras y rasguños en la tapa inferior no tienen por qué haber sido causadas por llaves o monedas. Durante una batalla, por ejemplo, un antiguo propietario del reloj estaba justamente mirándolo, cuando explotó una granada en sus inmediaciones. Tierra, partículas de piedra y de metal se arremolinaron por el aire, yendo a chocar sobre todo contra la parte inferior del reloj; entre otras cosas porque el propietario protegía con su mano la parte superior (el cristal quedó dañado y fue sustituido más tarde).
También podría el propietario haber sido un hombre muy cuidadoso y ordenado, pero que no obstante tuviera la costumbre de llevar el reloj en el mismo bolsillo que su moneda talismán de un penique. Asimismo, pudiera ser que el propietario no fuese negligente sino tan sólo algo distraído, y nunca hubiese notado que cargaba durante años un alfiler que el hijo pequeño de su sastre le había metido en el bolsillo en un momento de descuido suyo. Y se podrían imaginar todavía más posibles causas de las abolladuras y rasguños.
Y por lo que se refiere a la embriaguez, ¿por qué, por todos los diablos, tiene que ser el hijo el borracho, y no el padre? O bien el padre no era alcohólico pero en los últimos años de su vida padecía de cataratas. O bien los raspones se debían al hijo, quien padecía de una tembladera que nada tenía que ver con la adicción al alcohol. O bien no se trataba de un tembleque sino de que desde muy niño le fallaba la coordinación ojos/manos. O bien casi siempre se acordaba del reloj recién cuando estaba en la cama y había apagado la vela, por lo que debía darle cuerda en la oscuridad y a tientas. O bien tenía la singular costumbre de darle cuerda al reloj con los ojos cerrados. Su ideal sería meter la llavecita en el agujero sin estar mirándolo. Y lo estaba consiguiendo un mayor número de veces, pero aquellas en que no, naturalmente dejaban sus huellas.
Heredar un costoso reloj de bolsillo para nada significa disfrutar de una buena posición o tener oportunidades en la vida. Puede haber sido el único objeto de valor que el hermano poseyera en toda su vida. Por lo mismo nada atestiguaba que hubiese “desperdiciado sus oportunidades”. Para cada una de las causas aducidas por Holmes se puede imaginar una serie de otras causas, al menos igualmente tan plausibles como las suyas.
Pero el buen Watson considera la argumentación de Holmes extraordinariamente sagaz, lo cual es comprensible porque conduce a una conclusión que es la “correcta”, es decir, una que está en concordancia con los hechos. Una argumentación equivocada puede conducir, empero, a una conclusión contra la que no pueda oponerse nada. Si a través de cálculos basados en el libro del Apocalipsis, de san Juan, llegase yo a concluir que el príncipe Bernardo se va a morir el 2 de diciembre de 1988, y él se muriese exactamente en esa fecha, ello no demostraría en ningún caso que mis cálculos eran “correctos”. El hecho de que Marx sea sin lugar a dudas el autor de El capital, no cambia en nada la inutilidad de la siguiente argumentación: “Marx quiso ser rico todos los días de su vida. No lo consiguió. Para por lo menos poder llamar suyo a algún capital, tuvo que escribir un libro que se titula El capital”. Si la premisa principal de esta argumentación fuese correcta, entonces todos los hombres que hubieran querido ser ricos tendrían que haber escrito un libro titulado así. Si la argumentación de Holmes fuese correcta, todos los raspones en el agujero para la llavecita de los relojes de bolsillo tendrían que haberse producido a causa del alcohol, y los costosos relojes de bolsillo tan sólo habrían sido dejados en prenda en las casas de préstamos por personas que hubiesen “desperdiciado sus oportunidades”.
Es conocida la anécdota del rabí que hablaba de su Schlafrock [= literalmente “bata de dormir”] y su esposa le corrigió: “No se dice Schlafrock, sino Schlofrock” [una variante dialectal]. “Para nada en absoluto”, dijo el rabí, “sí que se llama Schlafrock, porque después siempre se duerme”.
La tesis del rabí, de que una “bata de dormir” [lo que en español sería una bata para andar por casa, incluso una negligé si se trata de una prenda femenina] se llama Schlafrock en alemán, era correcta, pero el argumento que lo llevó a dicha conclusión no lo hubiera aceptado ningún filólogo. No obstante, en las argumentaciones de Holmes “el cumplimiento de lo previsto” se considera una prueba de la corrección de sus “deducciones”.
En Freud el procedimiento es comparable con el de Conan Doyle. El gran detective se ve confrontado con un caso y recibe cierto número de informaciones. En Freud se trata del olvido de la palabra “aliquis”, y las cosas de las que el joven se acuerda gracias a esa palabra, hasta el pensamiento de la posible mala noticia. De esas informaciones, Freud deduce que la “mala noticia” con toda seguridad podría ser un embarazo indeseado. El paciente se asombra de esa conclusión y se dirige al maestro preguntándole cómo es que con aquellos indicios pudo llegar a tan fulminante deducción. Y el maestro le aclara que fue muy sencillo, que las informaciones de que disponía no permitían ninguna otra conclusión.
Pero considerándolo más de cerca, queda claro que Freud no demuestra para nada que el olvido de la palabra “aliquis” tuvo como causa el desagradable pensamiento de un posible embarazo. El paciente estaba poseído por ese pensamiento; si se le dejara asociar libremente, tendrían que salir torcidas muchas cosas para que no se le ocurriera algo tan desagradable. Si Freud, en lugar del pronombre “aliquis” le hubiese ofrecido la palabra “Apfelstrudel”, o “Götterdämmerung”, más tarde o más temprano el joven habría terminado pensando en un embarazo no deseado.
También en este caso nos encontramos con informaciones que permiten otras deducciones de las que Freud enumera. El número de las conclusiones es más limitado que el caso de Holmes y del reloj de bolsillo. Si un joven académico, alrededor del año 1900, declara que piensa en algo que es “demasiado íntimo” como para decírselo a un tercero, pues se trata de cierta noticia que espera de una dama y que podría ser harto desagradable tanto para la dama como para él, lo más inmediato es concluir que se trata de una preñez no deseada. En lo que a mí respecta, Freud podría haber sacado semejante conclusión sin echar mano a los santos del calendario ni a los asesinatos rituales. Pero hay además otras posibilidades.
Por ejemplo. La dama se hizo examinar para saber si padecía alguna enfermedad atroz. O se ha sometido a un test de fecundidad, porque ella y el joven académico desean ardientemente algo que hasta la fecha no han conseguido: tener un hijo (no están casados, pero no viven sometidos a las convenciones sociales… ¡y leen a Freud!). Entonces, la noticia desagradable sería que su temor era fundado. O bien otra posibilidad: el padre de la dama, un rico banquero vienés, de quien depende la dote de ella (y que le había prometido a él comprarle un consultorio en la Berggasse*), se ha declarado en bancarrota, según rumores que oyeron en Italia, y ella partió de inmediato a Viena con el fin de averiguar lo que hay de cierto en ello.
Esta última posibilidad se deja deducir muy bien de las informaciones que el joven académico facilitó a Freud: “aliquis” (dificultades de liquidez), enero [=Jenaro] (el balance del ejercicio económico anterior), san Agustín acerca de las mujeres (la canción popular “O, Du lieber Augustin, alles ist futsch” [“Ay mi querido Agustín, todo se jodió”], y el padre se gastó su capital en líos de faldas)… También Benedicto encaja aquí: el padre ahoga sus penas con licor Benedictino. Asimismo, pueden incluirse los crímenes rituales: el banquero bebe Benedictino porque no quiere someterse al código de honor que exige pegarse un tiro en caso de bancarrota, el banquero se rebela contra ese autohomicidio ritual. Todas estas cosas no están en el fondo menos traídas de los pelos que, por ejemplo, los santos del calendario a los que alude Freud.
También valora Freud lo correcto de su deducción (el desagradable pensamiento es en verdad el de un embarazo no deseado) como prueba de lo correcto de la argumentación que condujo a ella… aun cuando —repito una vez más— el “cumplimiento” de algo “previsto” no es ninguna garantía de que las reflexiones conducentes a ella sean las correctas. La marca de los cuatro apareció en 1890; Psicopatología de la vida cotidiana, de Freud, en 1901. De ello no se deduce en modo alguno que los falsos argumentos de Freud hayan surgido de la influencia de los falsos argumentos de Holmes. Ni siquiera si se pusiera en evidencia que esa influencia, de hecho, podría haberse dado.
Una diferencia relevante entre Freud y Conan Doyle radica en el hecho de que Conan Doyle publicó sus historias como ficción, y de que incluso dentro de esa ficción, por lo menos en La marca de los cuatro, Sherlock Holmes tuvo la honestidad de conceder que sus deducciones eran “un equilibrado cálculo de probabilidades”, con lo que daba a entender que eran posibles otras conclusiones a partir de las mismas observaciones. Freud, por el contrario, hace como si todo hubiese sucedido según él lo sostiene, y no tolera ninguna otra explicación sino la suya.
Karel van het Reve. Escritor y traductor neerlandés.
Ricardo Bada. Escritor, traductor y periodista. Ha traducido a Goethe, Theodor Fontane, Else Lasker-Schüler, Bertolt Brecht, entre otros.
* La mención de la Berggasse es una obra maestra de la ironía de Van het Reve, si se piensa que era la calle donde estaba el famoso domicilio de Freud en Viena. Y el párrafo que sigue al de esa mención es parangonable con un descabello después de una media estocada que basta, como certifican los críticos taurinos.