EL DRAGÓN TATUADO: Consideraciones en torno al mal extremo
I. Mímesis: la delgada línea entre la ficción y la realidad
El film The Girl with the Dragon Tattoo (2011), del director David Fincher, está inspirado en la novela Män som hatar kvinnor (Hombres que odian mujeres) del escritor sueco Stieg Larsson, publicada en 2005. Hay una escena de máxima tensión al final de la película. El periodista Mikael Blomkvist (Daniel Craig) se las ha ingeniado para introducirse en la casa del principal sospechoso de una serie de asesinatos (personaje interpretado por Stellan Skarsgård). La casa está vacía en esos momentos. Una vez adentro, Blomkvist encuentra evidencia suficiente como para confirmar sus peores sospechas, pero justo en ese momento el asesino llega a casa y el periodista intenta escabullirse hacia el jardín, con la mala suerte de ser descubierto. Lejos de mostrarse alterado, el propietario y principal sospechoso más bien lo invita a entrar nuevamente a la casa. Blomqvist accede, pero allí, de forma sutil y tras una charla cada vez más franca y tensa, terminará siendo reducido y llevado al sótano en el que el asesino destaza a sus víctimas. Mientras éste se dispone a hacer lo propio con el periodista, con inocultable regocijo se divierte haciéndole algunas preguntas:
“¿Por qué la gente no confía en sus instintos? Sienten que algo está mal, alguien los está siguiendo muy de cerca. Tú sabías que algo estaba mal, pero volviste a entrar en la casa. ¿Te forcé? ¿Te arrastré? No. Sólo tuve que ofrecerte una copa. Es duro pensar que el miedo a ofender pueda ser más fuerte que el miedo al dolor, pero lo es. Siempre vienen por voluntad propia. Entonces se sientan ahí. Saben que se acabó todo, igual que tú. Pero creen que todavía tienen alguna posibilidad. “Quizás si digo lo indicado. Quizás si lloro, si suplico”. Cuando veo la esperanza desaparecer de sus caras como de la tuya siento que se me para. Pero no somos muy distintos tú y yo. Los dos tenemos impulsos. Satisfacer los míos requiere más toallas.” (El resaltado es mío).
Las terribles palabras del asesino revelan su gélido fuero interno. El psicópata expresa su asombro ante la “incapacidad” de las demás personas para “seguir sus instintos”, incluido el de supervivencia. Se muestra impresionado ante los sentimientos que guían el comportamiento de sus víctimas, sentimientos que el común de los mortales consideramos reflejo de una sana humanidad, y que se relacionan con una socialización “normal”. El psicópata, en cambio, no vive la sociabilidad en esos términos, no se siente limitado por ningún tipo de vínculos con los demás. No siente remordimientos; es un oligofrénico moral. Para él, los otros son casi unos objetos a los que mira con una mezcla de desdén y curiosidad; los manipula, los usa y los desecha con igual facilidad. A un mismo tiempo se asombra, se ríe y quizás también anhela los lazos que simultáneamente limitan y cohesionan a los seres humanos, bien porque él jamás sintió tales vínculos, o bien porque aprendió a suprimirlos como modo de sobrevivir a atroces maltratos y traumas.
La “normalidad” es, pues, una condición que el psicópata ha tenido la desgracia de no compartir. El personaje representado por Skarsgård ha aprendido a rechazarla con desprecio. Su profunda violencia se refleja en el placer que experimenta al escuchar esa súplica final, esa vana y frustrada esperanza de la víctima. Necesita, de hecho, llevarla hasta el extremo de hacerle ver, en el último momento, su absoluta ingenuidad. Sólo así logra satisfacer plenamente sus propios “instintos”.
Como consecuencia de estos rasgos de su personalidad, el psicópata de nuestro film por lo general no vacila, no se inquieta. Sabe que sus pulsiones íntimas no son fácilmente detectables: resultan inconcebibles para las personas “normales”. Sus víctimas sencillamente no imaginan el peligro inminente que enfrentan, no porque no tengan indicios al respecto, sino porque no pueden creer lo que estos le indican; la empatía natural hacia los demás seres humanos, educada y reforzada por la familia y la sociedad mediante sentimientos, usos, costumbres y leyes, les hace descartar su ausencia total en el otro como una hipótesis factible. De ahí que el “miedo a ofender” que experimenta Blomqvist sea tan fuerte que termine por aceptar la invitación del asesino para entrar a su casa, aunque sepa perfectamente que corre un peligro mortal. A pesar de su sagacidad e inteligencia, sus “instintos” no lo salvan; se desconcierta ante lo que reconoce como límites morales naturales.
¿Se trata tan solo de la truculenta trama de un film, de la simple versión cinematográfica de otra novela negra sueca? Desde cierto punto de vista, puede que así sea. Sin embargo, toda buena ficción indaga con maestría en las profundidades de lo real. Los psicópatas existen, forman parte de lo que nos rodea, aunque solo un pequeño número de ellos llegue al extremo de convertirse en asesinos. Algunos incluso han logrado hacerse con las riendas de diversos Estados en determinados momentos históricos.
II. En torno al mal extremo: dos formas de manifestarse
La escena descrita nos hace interrogarnos por la naturaleza del mal. ¿Existe el mal? De ser así, ¿en qué consiste? ¿Tiene una esencia propia o es más bien la ausencia de algo radical y anterior, tal como la sabiduría o el bien? Y en todo caso, ¿cómo hemos de enfrentarlo?
No pretendemos responder aquí a tan radicales interrogantes. Pero la escena y el fragmento que hemos destacado sí nos permiten un comentario sobre cierto tipo de realidades extremas. Nos interesa en particular una idea inquietante que el film sugiere con elocuencia: la idea de que nuestra mayor dificultad para afrontar el mal extremo radica en la incomprensión que demostramos cuando intentamos entenderlo desde la normalidad que se deriva de nuestra empatía natural y de nuestra socialización en la moral convencional.
El “mal extremo” vendría a ser “anormal” desde todas las acepciones del término: excede las normas de lo natural y de lo convencional. Estadísticamente es muy improbable. Pero su existencia es posible; de hecho forma parte de la realidad y acontece cada cierto tiempo. Como encarna lo excepcional no estamos acostumbrados a lidiar con ello. Vulnera nuestro sentido común y nos obliga a actuar como no solemos hacerlo. Cuando la necesidad de enfrentarlo se hace imperiosa nos pone de cara a una paradoja: dejar a un lado lo que habitualmente consideramos bueno con el fin de salvaguardar un bien más elemental. En el fondo se trata del problema que ya detectara en su momento Maquiavelo: cuando se enfrenta al mal extremo, el objetivo de conservar el bien supremo (la posibilidad de la convivencia general) resulta extremadamente difícil de alcanzar si se actúa desde la moral convencional. Ahora bien, ¿qué hemos de entender por mal extremo?
No hay definiciones absolutas acerca de lo bueno y lo malo: todas provienen de lo que socialmente determinamos como conveniente o inconveniente. Tal como lo señalara Norberto Bobbio en su Diálogo en torno a la república con Maurizio Viroli, ante la inmensidad del cosmos no existe el bien ni el mal; tales expresiones sólo tienen sentido en el marco de la convivencia entre humanos. O dicho de otro modo, sólo tienen cabida allí donde impera algún tipo de sentido común a partir del cual podemos distinguir entre lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo inconveniente, lo bueno y lo malo. El mal extremo, por ende, será aquel que atenta directa, radical y existencialmente contra toda posibilidad de convivencia en términos justos, convenientes o buenos para los seres humanos, sobre todo cuando se manifiesta de modos atroces y sin que su irrupción haya sido forzada por las circunstancias.
Concebimos dos tipos de situaciones en las que el mal extremo llega a materializarse. Ambas pueden considerarse como anormales en el sentido expuesto en párrafos anteriores. En la primera, una persona, o bien un grupo relativamente reducido de personas, demuestra oponerse en términos injustificables desde el sentido común a la posibilidad de compartir el mundo con sus semejantes o un grupo de ellos. Sus acciones, aquellas que podamos considerar como malvadas, irrumpen así como una afrenta a lo que comúnmente consideramos bueno, como una violación de las normas más elementales de la convivencia, o como una profanación de lo más sagrado. Si la religión originalmente establece lo que es digno de culto, así como las verdades superiores y las bases de la convivencia social –religare–, sagrado, en términos sociológicos, será aquello cuya integridad, con base en un consenso cultural fundamental, consideramos obligatorio salvaguardar, so pena de acabar con todo orden de referencias que posibilite la vida en común. Quien atenta contra estas convenciones sabe que, en caso de ser neutralizado por la comunidad, acarreará con una condena generalizada y posiblemente se hará acreedor de la peor de las penas que ésta pueda infligir.
El segundo tipo de situaciones en las que el mal extremo llega a materializarse tiene que ver con circunstancias aún más infrecuentes. En tales situaciones, y como consecuencia de complejas dinámicas sociales que quizás nunca alcanzaremos a comprender del todo, es el propio sistema político y social el que experimenta una inversión generalizada de los términos a través de los cuales se determina culturalmente lo que está bien y lo que está mal, al punto de cuestionarse lo que en circunstancias normales consideraríamos bueno. En el caso de las sociedades modernas que aspiran a una convivencia democrática, tal inversión ha adquirido su máxima expresión en el totalitarismo. En tales circunstancias, y tal como ha quedado retratado en los incisivos testimonios de autores como Primo Levi, Emmanuel Levinas o Viktor Frankl, el ciudadano promedio termina contribuyendo de forma más o menos inadvertida con la masiva proliferación de acciones malvadas.
La inversión social de los valores fundamentales que se produce en tales situaciones –muchas veces instigada en estos casos extremos desde la cúspide del Estado– lleva a personas comunes y corrientes a convertirse en lo que en circunstancias normales consideraríamos como verdaderos agentes del mal, dado que la ausencia de sanción social a los actos malvados, así como la vigencia de un (des)orden general que más bien los celebra, los lleva sencillamente a dejarse llevar por la corriente. El mal es entonces consumado de modo masivo, no por personas de índole naturalmente perversa, sino por sujetos normales que, según el diagnóstico de Hannah Arendt, se abstienen de pensar, de ejercer su facultad del juicio. La naturaleza del mal sería en tales casos, según la autora judeoalemana, “banal”. Tal como indicarían también los inquietantes experimentos conducidos por Milgram (1961) o Zimbardo (1971), o como ha sido estudiado en obras como Becoming Evil: How Ordinary People Commit Genocide and Mass Killing, de James E. Waller (2002), el común de los mortales parece verse fácilmente arrastrado a colaborar con este tipo de acciones malvadas, cuando tanto las autoridades como sus congéneres no sólo no se lo prohíben, sino que, además, los instigan a ello.
III. La conexión entre ambas formas de mal extremo
¿Qué relación existe entre ambas formas de mal extremo? En el primero de los casos, la presencia de individuos orientados hacia el mal extremo no requiere necesariamente un entorno perverso que les permita actuar. En cambio, aquella situación en la que se produce una inversión generalizada del sistema de valores y normas de una sociedad sí suele verse acompañada por la activa participación de sujetos excepcionalmente patológicos. La razón es que este tipo de individuos tiende a proyectarse con mayor facilidad en esas atmósferas moralmente invertidas. Tal como afirmó Hayek en Camino de servidumbre, “el dictador totalitario pronto tendrá que elegir entre prescindir de la moral ordinaria o fracasar. Ésta es la razón de que los faltos de escrúpulos y los aventureros tengan más probabilidades de éxito en una sociedad que tiende hacia el totalitarismo” (2007: 174). De este modo, mientras el comportamiento tanto de seguidores como de indiferentes frente a los procesos del mal extremo se caracteriza por su banalidad y por su propensión a dejarse llevar, los sujetos verdaderamente patológicos prosperan de modo notable en medio de tales procesos, dado que por su particular incapacidad para experimentar remordimiento, tampoco lo sufren al violentar lo que antes era considerado como sagrado.
Resulta complejo determinar aquí relaciones de causalidad: ¿propician estos ambientes de inversión moral el surgimiento de semejantes sujetos patológicos, o más bien es la acción particularmente influyente de éstos la que conduce a la sociedad a una inversión de esas proporciones? O, si queremos plantear la pregunta a través de un ejemplo, ¿miles de alemanes habrían participado activa o pasivamente en el Holocausto si no hubieran contado con la dirección política de sujetos malvados como Hitler, Goebbels o Himmler; o más bien la llegada de éstos al poder fue posible sólo en un ambiente favorable para ello, en una atmósfera que apuntaba ya hacia una profunda inversión de valores y normas?
No parece factible hablar en estos casos –como en ningún asunto humano– de “causalidad” en términos lineales. Lo más probable es que ambas cosas se retroalimenten: que ciertas circunstancias del entorno propicien el ascenso de oligofrénicos morales y que éstos además tiendan con sus actos a invertir el orden moral instituido. En el totalitarismo esto se aprecia con cierta claridad, dada su fundamentación en una lógica colectiva que encumbra a la cima del Estado a los peores sociópatas. Un repaso a las declaraciones públicas que históricamente han producido los principales líderes totalitarios quizás nos asombraría por las similitudes que presentan con, por ejemplo, el texto que citamos al inicio de este artículo, proferido por el asesino de The Girl of the Dragon Tattoo.
Ahora bien, tales situaciones se producen como resultado de una preocupante interacción entre oligofrénicos morales e individuos comunes que, sin embargo, actúan banalmente. Frente a la abierta retórica del mal, a menudo acompañada de actos que visiblemente lo materializan, la reacción de las personas corrientes resulta a menudo inquietante. Mientras en el caso de un psicópata aislado (la primera de las formas del mal extremo aquí descrita) la reacción de la persona normal se asemeja a la del periodista Blomqvist –desconcierto y vulnerabilidad–, cuando hablamos de un sistema totalitario la atmósfera imperante está regida por la propaganda y por el miedo, así como por la inversión del sentido de las normas legales y morales, con lo cual la “normalidad” se expresa ahora en un amplio abanico de conductas que van desde la mera evasión hasta la abierta colaboración –sea ésta en términos banales o perversamente entusiastas–, pasando por la racionalización sutil que subestima o justifica la prolongación de las lógicas del poder totalitario.
En medio de una situación en la que de pronto todo comienza a considerarse al revés, cuando se celebra la violencia y se condena la convivencia, cuando la mentira se tolera y el valor de la palabra cierta desaparece, cuando los peores individuos llegan a la cima y los mejores se ven sometidos al escarnio público, la sociedad se ha ido deslizando ya hacia un mal tan extremo que muchas de las mentes más cultivadas terminan contándose, con frecuencia, entre las más extraviadas. Tal como nos sugiere la escena referida al inicio de este texto, el mal extremo resulta a menudo inconcebible para una mente bien adaptada a los fundamentos de la convención social, así como desconcertante para quien espera de semejante agente del mal extremo una respuesta basada en la empatía.
Y es esa, precisamente, la diferencia que existe entre el mal extremo y otras formas del mal. Mientras que entre enemigos convencionales y relativamente equivalentes la causa del conflicto suele responder a algún tipo de interés concreto o de emoción profunda, a menudo recíproca y, por lo tanto, reconocible entre quienes se enfrentan (pudiéndose así alcanzar algún punto de negociación, pues la ventana de la comprensión mutua permanece abierta), en el mal extremo que suelen encarnar ciertas manifestaciones de la psicopatía, la sociopatía y el totalitarismo, la dinámica que configura el mal extremo tiende a resultar incomprensible para una mentalidad normal y convencional. Se trata de dinámicas en las que la mentira se ha hecho la norma general, las responsabilidades se han evaporado, los intentos de comprender el mal han resultado vanos y el ser humano ha terminado siendo tratado como cosa superflua y prescindible. En semejante situación, en la que campean a sus anchas los oligofrénicos morales, el hecho mismo de oponerse frontalmente al mal se ha vuelto tan peligroso como fácil se ha hecho practicar el mal, al punto de que las personas normales no suelen encontrar oportunidades para pensar en las consecuencias de sus actos, y terminan, de este modo, inclinándose por decir y hacer lo que les dicta la corriente.
IV. Los dilemas que surgen ante el mal extremo
Ante este tipo de casos extremos, surge la pregunta obligada de cómo enfrentarlos. Llegados a ese punto, el problema ha dejado de ser el de las diferentes perspectivas, la falta de comunicación, los intereses contrapuestos o el desacuerdo radical. Ni siquiera se trata ya de que quienes se enfrentan recurran a la violencia. En tales circunstancias se encuentra en juego algo más profundo, si cabe, que la salvación de la propia vida: está en juego la posibilidad misma de que exista un orden social que permita la convivencia.
Ahora bien, lidiar con este tipo de amenaza radical entraña necesariamente un conjunto de dilemas. ¿Es posible neutralizar el mal extremo sin incurrir también en la práctica del mal? ¿Resulta factible conjurar este tipo de amenazas sin recurrir a la violencia? ¿Es legítimo que, en casos extremos, se produzca esta respuesta fuera del ámbito que prevé la ley? ¿Tiene sentido proteger el mundo común que posibilita la política a través de medios no esencialmente políticos? ¿Puede, en definitiva, resultar peor el remedio que la enfermedad?
En mi opinión, concebir respuestas universales a este tipo de problemas no es sólo sumamente difícil, sino también inconveniente en el plano de las acciones prácticas. La naturaleza excepcional del mal extremo lo hace difícilmente previsible, entre otros, para el legislador, ya que el ámbito de decisión de éste, tal como señalara Aristóteles en su Retórica, “no se circunscribe a lo particular, sino a lo general y a lo futuro” (2010: 17). La ley, por lo general, nos dará un marco de referencia para actuar ante lo que se desvíe de la normalidad, pero no para actuar frente al mal extremo, excepcional e imprevisible como es. Tal como sugiriera Arendt al intentar comprender a Eichmann (ver 2010: 198-203), la ley resultará incluso del todo inconveniente como guía para la acción cuando quienes la aplican o elaboran se comportan ellos mismos como agentes de ese mal extremo, ya que en ese caso más bien convencen al ciudadano corriente de la legitimidad o normalidad de los actos aborrecibles que propician.
La respuesta eficaz que podamos ofrecer al mal extremo provendrá, por el contrario, de nuestra capacidad para formularnos un juicio específico sobre el mismo en la situación concreta de tener que enfrentarlo. Nuestra facultad del juicio se ejerce siempre ante lo particular. Recordando nuevamente a Aristóteles, “el juez y el asistente a la Asamblea [quienes participan y juzgan en los asuntos políticos] deciden en el momento acerca de las cuestiones presentes y concretas, a las que con frecuencia se asocian el afecto, el interés personal y el odio, lo que no los deja en condiciones aptas para considerar la verdad, sino que empañan su decisión, su propio agrado o desagrado” (ídem). Ese agrado o desagrado es una expresión de nuestro gusto moral, el cual se sustenta, a su vez, en un sentido común intersubjetivamente estructurado, o lo que es lo mismo, en una cierta normalidad social (ver las Conferencias sobre la filosofía política de Kant, de Arendt, 2012). Constituye la cualidad intrínseca que nos permite actuar, no como científicos o filósofos que intentan develar la verdad, sino como miembros de una comunidad que aspiran a vivir juntos de modo razonable.
Ahora bien, he aquí la dificultad suprema que se plantea a la hora de luchar contra el segundo tipo de mal extremo descrito en este texto. Frente al primer tipo las cosas son distintas, ya que tanto la legalidad como cierto tipo de normalidad siguen imperando en el contexto de un mal extremo que es puntualmente ejecutado por individuos atípicos que constituyen una excepción. En tales casos aún es posible para la mayoría juzgar con relativa normalidad, en tanto la ley sigue fungiendo como resguardo de la moralidad y el sentido común de la comunidad mantiene su vigencia. En cambio, en medio de una atmósfera totalitaria, ni la legalidad ni la experiencia intersubjetiva funcionan ya como el asiento de una percepción común que nos permita establecer con alguna claridad lo que está bien y lo que está mal. Constantemente el criterio del hombre que intenta a toda costa ser justo choca en estos casos con la realidad efectiva, con las prescripciones de oligofrénicos morales elevados a la posición de autoridades y con el mal banalmente ejecutado por miles de personas normales.
El agente del mal extremo se encuentra, por así decirlo, “fuera de nuestro mundo” o “del mundo tal como solía ser”. La comunicación real, fundada en un mínimo de empatía y de amistad cívica, es la única herramienta con la que contamos los seres humanos para generar progresivos y consensuados reacomodos y cambios de actitud a pesar de nuestras diferencias. No obstante, dicha herramienta desaparece en la medida en que los agentes del mal extremo pierden no sólo todo tipo de empatía con los demás, sino incluso el deseo mismo de empatizar y, por ende, de “compartir el mundo”. Tan terrible condición es la que –cuando se sale de control y atenta directa e inminentemente contra la vida de los demás– ocasiona que el mal extremo sólo pueda ser neutralizado a través del uso de la fuerza. Entendemos la fuerza en el ámbito de lo social como manifestación de un poder, y éste, a su vez, como la capacidad de una pluralidad de seres humanos para actuar concertadamente (Arendt, 2006: 60). Fuerza y violencia no son exactamente lo mismo, tal como lo aclaran sus antónimos: mientras lo opuesto a la violencia es la afabilidad, lo contrario a la fuerza es la debilidad.
V. Luchar contra el mal extremo
En el primero de los tipos de mal extremo aquí descritos –el que ejecutan individuos que representan una excepción–, la fuerza requerida para neutralizarlo por lo general se ejercerá en medio de un entorno institucionalizado regido por la ley, pudiéndose llegar al extremo de emplear puntualmente la violencia. Por lo general, la comunidad estará de acuerdo con tales medidas si con ello es factible sojuzgar al mal extremo –tal como hacen, por ejemplo, las fuerzas especiales de policía en una situación de rehenes que no se resuelve mediante negociación–, e incluso estará eventualmente dispuesta a perdonar a un particular la ejecución de dicha violencia, ante la necesidad de llevarla a cabo “en caliente” para neutralizar así la amenaza inminente.
Este último caso –si queremos reconectar con el film aquí citado– lo encarna Lisbeth Salander. Finalmente ella ejecuta la tarea de someter al asesino porque es la única que parece mantener intacta la capacidad de “confiar en sus instintos” y, por ende, de comprender y enfrentar a tiempo la naturaleza del mal extremo. Probablemente esa comprensión se debe al hecho de que Lisbeth Salander, al igual que el asesino, está de algún modo “fuera de la sociedad”. En su caso particular, los maltratos sufridos durante sus años de infancia y juventud, con total anuencia del “sistema” y dentro del mismo, le han enseñado a no guiarse por expectativas ni convenciones, a sobrevivir en la sociedad sin verdaderamente regirse por sus reglas. Cuenta así con un punto de vista más amplio (que podremos considerar como apolítico, extrapolítico, suprapolítico o hiperpolítico, dependiendo de lo que entendamos por política), el cual excede el marco de lo contemplado por las convenciones y que permite por lo tanto entender los fenómenos que escapan a las mismas, pero que precisamente por eso resulta también problemático y disfuncional en el seno de la comunidad. Lisbeth sabe, porque lo vive, que ante la amenaza extrema no valen las medias tintas, del mismo modo que el propio agente del mal extremo sabe que no será derrotado con medias tintas.
Ahora bien, mientras en el primero de los casos –el del psicópata aislado– es relativamente factible que esta fuerza neutralizadora del mal extremo se mantenga bajo ciertos límites, en el segundo –el de un régimen totalitario– es en verdad imposible prever hasta dónde pueda o deba llegar, o hasta qué punto se vea obligada a emplear la violencia. En este segundo caso la magnitud de la tarea es inmensa, dado que quienes en principio están en capacidad de moldear las instituciones, elaborar la ley y ejercer la violencia son, precisamente, los agentes del mal extremo. En consecuencia, la fuerza necesaria suele 1) provenir de instancias “antisistémicas”, 2) construir su legitimidad en abierta oposición al orden instituido y 3) funcionar por fuera de las instituciones existentes. En otras palabras, se tratará casi necesariamente de una fuerza exógena al sistema, de carácter fundacional o refundacional, una fuerza cuyo carácter político habrá de ser radicalmente nuevo, edificado desde las instancias más básicas y capaz de rearticular a la sociedad desde sus raíces más elementales.
Para toda sociedad, el hecho de verse obligada a llegar a este punto constituye una tragedia. Significa que ha sucumbido ya a la acción disolvente y destructora del mal extremo, circunstancia de la cual no será capaz de salir sin pasar por una profunda y radical renovación. Significa también que el remedio será, con casi toda seguridad, extremadamente amargo. Y para esos agentes externos al ecosistema totalitario que asuman la responsabilidad principal de revertirlo por la fuerza, el riesgo será siempre el de terminar convirtiéndose en otra versión de lo que combaten. De ahí que la fuerza necesaria para contrarrestar un mal semejante sólo pueda estar dotada de pleno sentido si se mantiene firmemente apegada a unos valores indeclinables y al propósito fundamental de (re)generar las condiciones que de verdad permitan a todos, nuevamente, volver a compartir el mundo desde el reconocimiento de su pluralidad intrínseca. Dichos valores indeclinables habrán así de cumplir la misma función que el hilo obsequiado a Teseo por Ariadna: la guía que le permitió encontrar el camino de salida del laberinto luego de dar muerte al minotauro.
Aun así, nada garantiza de antemano que eso será posible, o que quienes contrarrestan el mal no se conviertan en parte del mismo. Incluso si tales fuerzas cumplen con su tarea y logran restituir la posibilidad de la convivencia, nada les asegura que estén aún en condiciones de formar parte de ella, o que la comunidad no los castigue con dureza por la fuerza que desplegaron en el proceso de su liberación.
Por desgracia, las opciones distintas a este complejo curso de acción no suelen ser factibles cuando de enfrentar al mal extremo se trata. La naturaleza del mismo no suele ofrecer alternativas. Apelando nuevamente a la ficción, la naturaleza del psicópata irreductible en particular y del mal extremo en general queda bien reflejada en la carta que Hannibal Lecter (Anthony Hopkins) le dirige al agente del FBI Will Graham (Edward Norton) al final del film Red Dragon (2002): “We live in a primitive time, don`t we, Will? Neither savage or wise. Half measures are the curse of it, any rational society will either kill me or put me to some use”. Pero basta leer la entrevista al psicópata y revolucionario Ilich Ramírez Sánchez que publicó El País a principios del 2010 para volver a constatar que la ficción es una de las formas con las que contamos para explorar las complejidades de lo real, y que las medias tintas difícilmente funcionan en casos como éste.
Mientras Maquiavelo o Hobbes seguramente habrían comprendido a qué se refiere el personaje de H. Lecter con la expresión “any rational society” –dado que ambos vivieron circunstancias extremas y entendieron la realidad más allá de las convenciones que posibilitan la vida armónica en sociedad–, la indiscutible bondad de nuestras democracias liberales contemporáneas tiende a hacernos perder de vista –aunque lo tengamos frente a los ojos– todo fenómeno que no se circunscriba a lo previsto en nuestras leyes y costumbres, fundadas como están en una tradición de pensamiento que pregona la dignidad de toda persona humana y que consagra los derechos inalienables de cada individuo. Esa es la normalidad en la que solemos educarnos. Y al igual que Blomqvist, quizás sepamos que el mal existe, pero por lo general no hemos experimentado en carne propia su maldad extrema, ni sabemos “escuchar nuestros instintos” –educados como están para hacer el bien– ante la necesidad de reaccionar eficazmente ante la misma. La mayoría de nosotros, al fin y al cabo, no lleva un dragón tatuado.
Miguel Ángel Martínez Meucci (Caracas, 1976) es Doctor en Conflicto Político y Procesos de Pacificación por la Universidad Complutense de Madrid. Licenciado y Magister en Ciencias Políticas por las universidades Central de Venezuela y Simón Bolívar, respectivamente. Ha sido profesor en las universidades Simón Bolívar, Metropolitana y Católica Andrés Bello en Caracas, y desde 2017 en la Universidad Austral de Chile. Es autor del libro Apaciguamiento. El referéndum revocatorio y la consolidación de la revolución bolivariana (Alfa, 2012) y coeditor/coautor de Transición democrática o autocratización revolucionaria (Ediciones UCAB, 2016). Miembro del equipo directivo del Observatorio Hannah Arendt, del Comité Académico de Cedice Libertad y del Comité Ejecutivo de la Sección Venezolana de LASA.
Referencias
Arendt, Hannah (2012, orig. 1982). Conferencias sobre la filosofía política de Kant. Barcelona: Paidós Básica.
——————— (2010, orig. 1963). Eichmann en Jerusalén. Barcelona: Debolsillo.
——————— (2006, orig. 1969). Sobre la violencia. Madrid: Alianza.
Aristóteles (2010). Retórica. Buenos Aires: Ediciones Libertador.
Bobbio, Norbeto y Viroli, Maurizio (2001). Dialogo intorno alla repubblica. Bari: Laterza.
Frankl, Viktor (2016, orig. 1946). El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder.
Jiménez B, Antonio. “No me arrepiento de nada” (entrevista a Ilich Ramírez Sánchez). El País. Madrid, 3 de enero de 2010. Consultado el 7 de diciembre de 2018.
Hayek, Friedrich (2007, orig. 1944). Camino de servidumbre. Madrid: Alianza.
Hobbes, Thomas (1998, orig. 1651). Leviatán o de la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil. México: Fondo de Cultura Económica.
Levinas; Emmanuel (2013). Escritos inéditos (1). Cuadernos del cautiverio, Escritos del cautiverio y Notas filosóficas diversas. Madrid: Trotta.
Levy, Primo (2012). Trilogía de Auschwitz. México: Océano.
Maquiavelo, Nicolás (1969, orig. 1513). El príncipe. Madrid: Aguilar.
Waller, James (2002). Becoming Evil. How Ordinary People Commit Genocide and Mass Killing. Oxford University Press.
Films y Videos
The Girl with the Dragon Tattoo (2011), del director David Fincher.
Escena de la tortura, y el rescate por Lisbeth Salander:
Red Dragon (2002), del director Brett Ratner. Trailer: