El mejor amigo del faraón Tutankamón era un galgo y, cuando murió, fue embalsamado para que pudiera acompañarle en la otra vida.
No es extraño: el galgo es una de las razas caninas más antiguas y asombrosas, con una personalidad fascinante. Un compendio de contradicciones. Es el perro más rápido del mundo y ocupa el puesto 18 entre los mamíferos más veloces. Pero su estado favorito es la inmovilidad. Le encanta estar tumbado. Puede dormitar 18 horas al día. Su pereza no es un capricho; necesita ahorrar fuerzas porque, cuando se lanza a correr, el derroche energético es tan explosivo que no tiene parangón en el reino animal.
Fue una de las primeras razas domesticadas, aunque siempre ha mantenido cierta distancia con el hombre, más que nada por su timidez. Y también por miedo y desconfianza (y no le faltan razones). Pero sobre todo porque al galgo le gusta que respeten su espacio. No es de los que se desviven por acatar las órdenes de sus dueños. Obedece cuando le place. Es inteligente, pero no es fácil de adiestrar. No es el más apropiado para el pastoreo ni para la guardia. Ladra lo justo. Y casi nunca muerde. Sin embargo, ha sido perro de reyes, se lo menciona en la Biblia y en el Quijote. Y en la Península Ibérica hay constancia de la admiración que causaba entre los romanos ya en el siglo II a. C.
En carrera pasan de 60 pulsaciones a 320. Esto los expone a síncopes e infartos. Confían más en su vista que en su olfato
Una admiración que comparten los científicos de hoy, que estudian las características únicas de su carrera. José R. Alonso -neurobiólogo y catedrático de la Universidad de Salamanca- ofrece algunas claves. Empezando por la aerodinámica. Esbeltos, de cabeza afilada y patas finas y largas, todo su cuerpo es un prodigio de la ingeniería. Hasta las orejas actúan como los alerones de un Fórmula 1 en un túnel de viento.
Siguiendo por el ‘motor’. «El corazón es enorme. Llega a alcanzar el 1,7 por ciento del peso corporal. En medio minuto de carrera, un galgo moviliza toda su sangre cinco veces», explica Alonso. Y si se trata de un galgo español, una de las once variedades registradas, su resistencia le permite medirse durante más de tres minutos con una liebre. La aceleración de la frecuencia cardiaca es brutal: pasa de 60 pulsaciones en reposo a unas 320. Esto lo expone a síncopes e infartos. Los galgueros suelen llevar en el botiquín pastillas de cafinitrina y parches de nitroglicerina para administrárselos en caso de crisis.
Mucha sangre
Luego está la excelencia del ‘combustible’. «Tienen una enorme cantidad de sangre -en torno al 11 por ciento del volumen corporal, más que un caballo de carreras- y una elevada cantidad de glóbulos rojos». Esto le permite oxigenar rápido las células. El galgo puede aumentar 37 veces su capacidad pulmonar durante el ejercicio. Y el ‘chasis’ también ayuda: tórax amplio y grandes pulmones.
«Los músculos implicados en el galope tienen una elevada proporción de fibras de contracción rápida, que llegan a multiplicar por 15 su potencia energética. La coordinación entre las diversas musculaturas implicadas en el galope les proporciona empuje adicional -añade Alonso-. La piel es muy fina, sin apenas grasa y sin la doble capa impermeable de pelo que suelen tener otras razas caninas. Y, además, es alto, pero pesa poco». Un galgo español ronda los 25 kilos. Esto tiene un coste. Los galgos son frioleros y se hacen heridas con facilidad. El pelo es corto y tupido, lo cual, sumado a la poca grasa de su piel, hace que sean uno de los pocos perros que no huelen a perro. En la raza española -que desciende del podenco ibicenco y el galgo árabe- apenas quedan ejemplares de pelo largo, aunque los hubo…
Como el guepardo
Finalmente, el estilo. Nada académico. «Los galgos corren de un modo muy particular. Se conoce como ‘galope de doble suspensión’ (no se parece al de los caballos, más bien al de los guepardos). Hay dos posiciones en las que apoya las cuatro patas en el suelo, contraída y distendida, y entre medias el salto es explosivo gracias a su potencia muscular y a la flexibilidad de su columna vertebral, que actúa como un arco».
El galgo es un atleta de élite, un esprínter nato. Puede alcanzar hasta 72 kilómetros por hora, casi duplicando la velocidad de Usain Bolt. «En una vuelta alrededor de una pista de atletismo, un galgo gana a un caballo de carreras, sobre todo por su salida explosiva; pero si la carrera es más larga, el caballo termina superando al galgo», afirma. ¿Y contra un guepardo? «El guepardo tiene una velocidad muy superior (112 kilómetros por hora), pero solo puede mantenerla unos 200 metros. El galgo va más lento, manteniendo su velocidad máxima hasta los 250 metros». Pero es capaz de mantener una velocidad de crucero muy alta durante más tiempo. Tiene, además, gran habilidad para tomar las curvas. Los poderosos músculos de las caderas les permiten equilibrar las fuerzas centrífuga y centrípeta. Y cambiar de dirección, zigzagueando. Lo que le permite imitar los quiebros de las liebres, sus frenazos y acelerones.
El galgo siempre estuvo con nosotros. Lo apreciaron visigodos y andalusíes. Y los fueros y leyes medievales penaban con la muerte su maltrato. Sufridos y silenciosos, acompañaron a los conquistadores españoles en los galeones. Cuando la embarcación tocaba tierra, los soltaban para abastecer de carne a la tripulación. Tiene un instinto depredador muy fuerte. Cuando salta una liebre, su reacción es automática… Sin embargo, suele ser amigable con perros de razas pequeñas y tampoco suele tenerles manía a los gatos, quizá porque comparte con ellos el gusto por la independencia. Se deja mimar, pero solo un ratito. Más rarezas: confía más en su vista que en su olfato. Y dispone de visión estereoscópica: capta mejor los objetos en movimiento.
El siglo XX fue un desastre para la raza autóctona española. La afición de la aristocracia por los canódromos propició la importación del greyhound inglés, más potente y veloz, pero menos resistente que el español, con el que se cruzó a destajo. Hoy no quedan ejemplares españoles puros. En el medio rural alivió el hambre de muchas familias. «En la época de la escasez de los años cincuenta y sesenta, los jornaleros no tenían dinero para comprar escopetas y cartuchos porque eran muy caros y con los galgos podían coger una liebre, quizá la única carne que llegaba a las mesas de estos trabajadores», rememora Antonio Romero, expolítico andaluz y galguero.
PARA SABER MÁS
El gran libro de los galgos. Antonio Romero Ruiz. Editorial Almuzara, 2010. www.sosgalgos.com www.fedegalgos.com
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