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El hartazgo

Durante décadas vivimos narcotizados en un estado de situación, sin líderes mundiales y queriendo extraer de los Estados Unidos lo máximo posible. Relegamos a un segundo plano la conciencia moral del individuo y la reemplazamos por un liberalismo sin brújula.

 

 

El mundo en transición que nos toca vivir -donde se vislumbra el predominio de la fuerza sobre la norma, la división del globo en áreas de influencia, el auge del nacionalismo y la resurrección del proteccionismo comercial- se debe en gran medida a un estado de saturación en la sociedad norteamericana. Este país ya no cree en el orden liberal que engendró desde la II Guerra Mundial. En los años de la post-guerra todos quisimos una paz duradera bajo principios democráticos y un comercio mundial abierto. Hoy, la sociedad impulsora de esta utopía está desilusionada.

Las frustraciones colectivas suelen producir fuertes bandazos políticos y un futuro impredecible. Antes que Estados Unidos, Argentina se hartó del kirchnerismo patotero, infundado, locuaz, clientelar y de sus fracasadas políticas económicas, que llevaron a ese país a una ofuscación general que acabó en Javier Milei. El Salvador, igualmente, no aguantó seguir siendo el país más violento del mundo, y generó un Nayib Bukele.

Los Estados Unidos han ido incubando por décadas su propio estallido. Los principales elementos han sido la sensación generalizada de declive frente a China; el déficit de cuenta corriente; el abuso de prósperos países aliados que profitan del paraguas defensivo norteamericano; la desconfianza hacia el multilateralismo; el auge del liberalismo desenfrenado; o el hastío con compromisos bélicos en el mundo, que no le competen. También existe la impresión que la inmigración masiva desvirtúa la cultura norteamericana; que ‘otros’ han invadido el país de drogas y delincuencia. Todos estos elementos, con base real pero bastante más complejos, convergieron y se simplificaron en el discurso populista de Trump y de la actual administración.

Declive frente a China: A partir de 1979, Estados Unidos se embarcó en una política de engagement con respecto a China, para hacerla partícipe de las instituciones y economía globales. Se pensaba que así se fomentarían reformas políticas y económicas internas y el gigante asiático se convertiría en un activo miembro de la comunidad internacional. De este modo, desarrollaron rápidamente relaciones comerciales y de inversión, promovieron intercambios académicos y culturales, incrementaron la cooperación política sobre asuntos de interés mundial. La economía china creció en las últimas cuatro décadas a tasas impresionantes, incluso de dos dígitos, y se convirtió en el motor del mundo. Como señala el FMI, en los últimos 15 años aportó el 35% del crecimiento mundial, y el 2024 China alcanzó el 19,05% del PIB mundial basado en paridad de poder de compra, y los Estados Unidos el 15,11%.

Según la versión de Washington, parte importante de este salto estuvo relacionado con el desequilibrio comercial con Estados Unidos; restricciones a sus inversiones; malas prácticas comerciales; sustracción de tecnologías de última generación norteamericanas para actualizar sus industrias estratégicas; o aprovechamiento de la condición de nación más favorecida. A ello se sumó el rearme y el activismo mundial de China, que fue configurando una sensación de declive y actuó como catalizador del patriotismo norteamericano.

Déficit de cuenta corriente: Estados Unidos registra un déficit de cuenta corriente desde 1983, con una sola interrupción en 1991. En 2005 el déficit llegó a un 6,4% del producto, y ya entonces era insostenible. En los dos años previos a las elecciones de noviembre de 2024 osciló trimestralmente entre el 4,2 y el 4,6% del producto. La balanza comercial registraba, por sí sola, un déficit de US$ 918 mil millones a diciembre del año pasado. No era raro que durante la campaña se hiciera popular la palabra ‘arancel’, y el proteccionismo fuera considerado un bien superior.

El costo de la defensa de países aliados y prósperos: Durante la guerra fría, los países aliados de Estados Unidos, amenazados por la URSS o China y los partidos comunistas locales, se pusieron al amparo defensivo de Washington. Estos asumían voluntariamente dicha tarea como parte de su responsabilidad con el mundo libre. Con ello, europeos y asiáticos liberaron ingentes recursos para su reconstrucción, industrialización y creación de un estado de bienestar cada vez más amplio pero crecientemente desfinanciado. Estados Unidos pagó por la defensa de países ya prósperos (la UE representa hoy el 14,5% del PIB mundial; Japón el 4% y Corea casi el 2%) sin que, política y presupuestariamente, estos aliados asumieran su propia defensa. Varias administraciones norteamericanas lo intentaron, pero lograron avances limitados. Era obvio que en el clima de fervor nacionalista de la campaña electoral el tema iba a salir, y es un tanto vergonzante que los recientes compromisos anunciados por Europa para su defensa hayan sido producto de la coacción.

El hartazgo con compromisos bélicos fuera de su órbita: Un país con tradición aislacionista como los Estados Unidos es reacio, naturalmente, a encontrarle sentido a su participación en conflictos como el de Ucrania. Lo percibimos esta misma semana. Es más, comparto la opinión del periodista y escritor Federico Rampini (El Mundo, 16 de marzo) que la política norteamericana sobre Ucrania está orientada a reservar energías para el conflicto real a producirse en el futuro con China, país que aún depende de sus exportaciones a EE.UU. y se alza como el promotor de la libertad comercial, mientras incrementa el poder de compra interno, desarrolla sectores tecnológicos clave, y maneja las exportaciones de minerales estratégicos en un clima de crecimiento estable.

La creciente desconfianza hacia el multilateralismo: Cuando nos sumamos al orden instaurado hace 80 años por una Norteamérica triunfante y poderosa, nunca imaginaron que con el tiempo varios actores y quimeras alimentadas por la URSS, el tercermundismo o nacionalismos ancestrales les atacarían desde las instituciones que habían creado y que aún sostienen financieramente. En el presupuesto regular de la ONU la cuota norteamericana corresponde al 22%, en el de la OEA al 53%. La desconfianza se hizo patente cuando el porcentaje de participación del país en el producto mundial bajó al 15%, y los organismos olvidaron sus objetivos iniciales, se volvieron disfuncionales, se llenaron de funcionarios y se hicieron instrumentales a objetivos ideológicos.

El auge de lo woke:Aunque este es un factor interno, también lo es global. Somos testigos de una apertura sin límite de las llamadas identidades particulares. Ya no se trata del derecho al aborto, reivindicación de géneros diversos, una protección ambiental descontrolada, la reestructuración de la familia nuclear, etc. Vivimos la ‘cancelación’ de quien piensa distinto, la dictadura del lenguaje correcto. En 2005 el cardenal Joseph Ratzinger advertía que “una ideología confusa de la libertad conduce inexorablemente a un dogmatismo que cada día se revela más hostil a la propia libertad”. Aunque Trump no era el epítome de la moralidad, interpretó una reacción interna de los ciudadanos de ‘segunda clase’, los rechazados por la intelectualidad y los grandes medios, pero que preservan el sentido común y lo más profundo de lo que es el ser humano.

En el mundo salvaje nada hay más peligroso que una bestia herida. Es equivalente a la falta de conciencia de nuestra responsabilidad en la lesión. Durante décadas vivimos narcotizados en un estado de situación, sin líderes mundiales y queriendo extraer de los Estados Unidos lo máximo posible. Relegamos a un segundo plano la conciencia moral del individuo y la reemplazamos por un liberalismo sin brújula. Es hora de despertar y, aunque sabemos que no hay vuelta atrás en muchos aspectos, tenemos ahora la responsabilidad de pensar y recrear un orden liberal asumiendo una nueva estructura de poder, situando al individuo y su enorme riqueza en el centro.

 

 

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