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El hombrecillo que se creía Napoleón

Sánchez tendrá que pasar por las horcas caudinas si quiere ser investido con los votos de Junts

La mano invisible del destino o el capricho de los dioses guía la vida de los hombres, como escribieron los clásicos. Lo que no sabía Pedro Sánchez la noche de los resultados electorales era que la posibilidad de gobernar que le daban las urnas encerraba una maldición. Ahora ya lo sabe: tendrá que pasar por las horcas caudinas si quiere ser investido con los votos de Junts. Esto es lo que le exige Puigdemont, que no sólo impone una condiciones inaceptables para el PSOE sino que además quiere humillar al presidente del Gobierno y a las instituciones democráticas.

Hay que tener una mezcla de osadía y cara dura para pedir un pacto histórico como «el que no se ha alcanzado desde 1714», la fecha en la que culminó la guerra de sucesión y que consolidó el poder de Felipe V y que el independentismo catalán interpreta como una derrota. Con siete diputados, el prófugo de la Justicia se arroga el derecho de decidir el futuro de este país tras hacer trizas la Constitución.

Y ello porque lo que Puigdemont plantea es una ley de amnistía previa a la investidura y garantías para una consulta de autodeterminación. Lo demás, subraya, ya se discutirá si Sánchez acepta ese marco que implica una negociación bilateral con el Estado.

Hay que recordar que la ley de amnistía supone no sólo eximir de futuras responsabilidades penales a todos los imputados por el procés sino borrar los hechos como si esas conductas no hubieran sucedido. Lo que significa exigir impunidad y carta blanca para repetir esas actuaciones en el futuro. Y ello sin poner el énfasis en que son ellos mismos los que se autoamnistían, algo insólito en la historia de una democracia parlamentaria.

En cuanto al referéndum de autodeterminación, aunque no está explícitamente formulado, Puigdemont lo exige en el marco de ese acuerdo histórico y del derecho que se arroga a decidir unilateralmente el futuro de Cataluña. No hace falta ser catedrático de Derecho Político para afirmar que es algo totalmente inconstitucional.

Ambas condiciones se plantean antes de empezar una negociación en la que el independentismo va a exigir, como dice el programa de Junts, la transferencia de las competencias de la Justicia, de la caja de la Seguridad Social y de todas las infraestructuras del Estado en Cataluña. Dicho con otras palabras, el desmontaje del poder estatal en esa comunidad.

Confieso que no me sorprenden las condiciones de Puigdemont porque son lo que le pedía ANC y el sector más radical del independentismo. Y porque el líder de Junts esperaba esta ocasión para vengarse de lo que él considera un trato injusto y vejatorio del Estado. Su inquina por Sánchez es mayor que la que siente por Rajoy. La comparencia en Waterloo pone en evidencia la inútil y contraproducente visita de Yolanda Díaz, que sin duda ha servido de estímulo para incrementar la conciencia de Puigdemont de que el Gobierno está dispuesto a ir muy lejos para lograr su apoyo.

Y, sobre todo, demuestra que todo lo que asuma Sánchez será insuficiente para aplacar su ansia de revancha. El listón que ha puesto es tan alto que resulta inútil intentar saltarlo. Ni siquiera el presidente, que ya ha demostrado la flexibilidad de sus principios, puede negociar un disparate de este calibre.

Leía ayer un artículo de The Economist sobre lo que llamaba «el nacionalismo conspiranoico» y sus consecuencias fatales en todo el mundo. Puigdemont se ve a sí mismo como un cuerdo en un mundo de locos y ése es su mayor error porque sus exigencias demuestran que está fuera de la realidad. Vive en un multiuniverso ficticio y se cree Napoleón Bonaparte cuando es un pobre hombre que huyó en un maletero. Al exigirlo todo, el riesgo que corre es no obtener nada. Si las cosas no cambian mucho, vamos a unas elecciones en enero.

 

 

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