El infierno es el otro
La política está condicionada por un narcisismo que provoca una absoluta falta de empatía y comprensión hacia los demás
Diez personas que hablan hacen más ruido que 10.000 que callan. La frase es de Napoleón y sirve para contextualizar lo que está sucediendo en el Congreso: hay diputados que gritan e insultan mientras la mayoría de la sociedad contempla con perplejidad el espectáculo. No hace falta insistir en el daño que están causando a la institución y el descrédito en el que está cayendo la política. Ni tampoco en el peligro de avivar el odio en un país tan cainita como el nuestro. La cuestión es por qué se ha llegado a este punto y cuáles son las causas que provocan este ruido.
Como nada pasa por casualidad, hay motivos que explican este barullo permanente: la aparición de fuerzas radicales a uno y otro lado del espectro político, la irrupción del espectáculo en la vida parlamentaria, la estructura jerárquica de los partidos y el empeño de Sánchez de hacer oposición de la oposición, que también tiene alguna responsabilidad en lo que está sucediendo.
Pero nada de ello explica este fenómeno en el que se produce una mezcla de intolerancia, fanatismo y malos modos. Debe haber razones más profundas, vinculadas con el tipo de sociedad en el que vivimos y con una educación que ensalza la técnica y desprecia la ética.
Una de las cosas que más me sorprendían cuando iba al Congreso es que nunca escuché a un diputado rectificar y dar la razón a otro. O al líder de un partido diciendo que iba a cambiar su posición tras reflexionar sobre los argumentos del adversario. Ese afán obsesivo por tener siempre razón me parece enfermizo y, a la vez, infantil. Y ello me lleva a constatar que la política está condicionada por un narcisismo que provoca una absoluta falta de empatía y comprensión hacia los demás.
Cuando Irene Montero afirma que en el PP existe «una cultura de la violación» lo que está diciendo es que sus diputados son cómplices o promotores de las violaciones reales. Las palabras nunca son neutras. La intención de Montero es dividir la Cámara en buenos y malos, demonizar al contrincante. Que nadie te impida utilizar un eslogan para dañar al adversario, aunque sea una grosería o una caricatura. Esa es la lógica que impera.
Vuelvo a esa idea de narcisismo, que, según Freud, era la utilización del propio cuerpo para lograr placer, sin mediar la relación con el otro. Aquí hay una profunda verdad que explica el espectáculo del Congreso: los diputados que así se comportan, que son una minoría, son incapaces de mirar hacia afuera y sólo actúan en función de los deseos de su yo. Dicho con otras palabras, son autistas.
Lo que revelan es una concepción onanista de la política en la que nada importan los hechos y las razones del antagonista. Una regresión que supone una infantilización del Parlamento que resulta patética. Ya lo apuntaba Sartre: el infierno siempre es el otro.