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Una historia de Europa (XLIII)

Las cruzadas no cambiaron la historia de Europa ni la del mundo, pero durante dos siglos fueron una empresa aventurera, desordenada, caballeresca y sangrienta. Con ese nombre oficial hubo ocho, aunque ni siquiera los historiadores se ponen de acuerdo sobre su número exacto. Los turcos seljúcidas se habían apoderado de Tierra Santa, incordiando a los peregrinos que turisteaban por allí (eso es lo que dijo el papa Urbano II para calentar el ambiente), y en el año 1095 se hizo un llamamiento a la cristiandad para recuperar aquello. Un monje llamado Pedro el Ermitaño emprendió viaje arengando multitudes, y tras él fueron millares de hombres, mujeres y niños (la parte folklórica del asunto) y caballeros franceses, alemanes e italianos (la parte seria). A los primeros los hicieron picadillo los turcos apenas asomaron por allí, pero los segundos tomaron Jerusalén a sangre y fuego, haciendo una escabechina espantosa de mahometanos (y de paso, de cuanto judío encontraron por el camino). Aquella fue la Primera Cruzada, que creó pequeños estados o reinos cristianos en Palestina que no tardarían en volver a manos musulmanas. Eso dio lugar a otras cruzadas, de la que la más famosa y pinturera es la tercera (inmortalizada por Walter Scott en su novela El talismán). En ella participaron tres reyes: Ricardo de Inglaterra, Felipe de Francia y Federico de Alemania. El alemán se ahogó en el viaje y los otros se llevaron fatal, aunque el protagonismo fue del inglés, más conocido por Ricardo Corazón de León. Al uso caballeresco de la época, éste se hizo amiguete del rey musulmán de allí, un tal Saladino, con quien llegó a treguas y pactos que, eso sí, duraron poco tiempo. Hubo luego otras cruzadas, algunas más disparatadas que otras (incluso una de niños, lo juro, que acabaron todos esclavos de los piratas y los mahometanos), y otra en la que en vez de recuperar Jerusalén los cruzados saquearon Constantinopla, que era capital del imperio cristiano bizantino pero les quedaba más cerca. Resumiendo: aquella prolongada aventura (que duró de 1095 a 1291) fue un fracaso de campeonato. El espíritu caballeresco se diluyó en las ansias de botín y los intereses particulares de cada cual, y Europa no se benefició casi nada. Como todo se hizo a espadazo limpio, cortando cabezas, tampoco sirvió para que los reinos medievales obtuviesen conocimientos económicos ni científicos de Oriente, que por esa época llegaban sólo a través de Sicilia y España (aquí pasamos mucho de las cruzadas porque teníamos nuestra propia carnicería privada entre moros y cristianos). El caso es que esos dos siglos de sangre y barbarie en nombre de Dios no cristianizaron Palestina, ni domeñaron a los musulmanes, ni aseguraron Jerusalén para la cristiandad, ni garantizaron la supervivencia de Constantinopla, que siglo y medio después caería en manos turcas. En cuanto a lo positivo, y dentro de lo que cabe, aquella frustrada empresa alumbró el nacimiento de las órdenes de monjes-soldados hospitalarios y templarios (estos últimos darían pie a muchas leyendas y literatura) y, sobre todo, al exigir los establecimientos militares en Tierra Santa un importante apoyo logístico, hizo que la navegación cristiana se extendiera por el Mediterráneo, facilitando el enriquecimiento de las burguesías italianas con la expansión hacia Levante de los imperios comerciales de Venecia y Génova. Éstas fueron las auténticas beneficiarias de aquella peripecia, y también la única consecuencia positiva de las cruzadas en el futuro de Occidente, por la Italia estupenda que iban a poner a punto de caramelo. Sin embargo, como sombrío reverso de la moneda, el espíritu de cruzada, o sea, el concepto de Guerra Santa que tan ineficaz había sido frente al Islam, iba a volverse ahora contra los propios europeos, cual si la frustración religiosa por no haber conseguido Palestina se vengara en las disidencias y herejías locales. Hacían falta (y nunca mejor dicho) otras cabezas de turco. La cruzada interior es aún más justa y conforme a razón, escribió el Hostiense con un par de huevos. Y es que ya no se trataba de convertir al pagano, al cismático o al heterodoxo, sino de exterminarlos por la cara. Eso justificó las matanzas de cátaros, husitas, prusianos, vendos y lithanianos: todo se acabó planteando también como cruzada, pues todo cabía en tan fanático cajón de sastre. Y nada resume mejor la intransigencia ambiental que lo dicho por el abad del Císter Arnaldo Amalric (un verdadero hijo de puta con terraza y balcones a la calle) durante la guerra contra los albigenses, cuando al pasar a cuchillo a los 60.000 habitantes de Beziers le comentaron que había católicos entre ellos: Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos.

[Continuará].

 

 

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