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El lado B de la igualdad

No se puede ignorar la ineficiencia estatal cuando hablamos de desigualdad.

Ahora que, a raíz de lo que ha pasado en Chile, la erradicación de la desigualdad se ha vuelto una de esas ideas recibidas que nadie cuestiona, me parece oportuno recordar que para enfrentarla no existe un tratamiento sin contraindicaciones. Sobre todo entre nosotros. Procedo en cumplimiento de mi deber constitucional como columnista de llevar la contraria.

Para empezar, hay que señalar que la desigualdad no siempre es mala. Si un grupo de personas está pasándola bien en un bar y de repente entra Bill Gates, el coeficiente de Gini del establecimiento llegaría a las nubes, pero nadie (salvo los envidiosos) tendría por qué sentirse perjudicado.

O imaginemos un gobierno que, por medio de una varita mágica, ofreciera doblarle el ingreso a toda la población. La condición de los pobres mejoraría considerablemente, pero la brecha entre ellos y los millonarios se ensancharía aún más. ¿Rechazarían, por tanto, la oferta? No lo creo.

Esa varita mágica existe, por cierto. Se llama crecimiento económico. El crecimiento de China, como sabemos, ha sacado a cientos de millones de personas de la pobreza en las últimas décadas. En paralelo, sus indicadores de igualdad se han estropeado. ¿Pero están hoy peor que antes los chinos? Desde luego que no. Son un caso de estudio de desarrollo económico.

Preguntémonos si la desigualdad en nuestro país no es un problema de insolidaridad privada, sino de ineficiencia
y corrupción de las instituciones encargadas de reducirla

Para crear empleo y reducir la pobreza hay que crecer, pero lograr que los países crezcan sin aumentar la desigualdad es uno de los dilemas del desarrollo. El gran economista húngaro-británico Peter Bauer lo sintetizó perfectamente: “La promoción de la igualdad económica y el alivio de la pobreza son dos cosas distintas y muchas veces opuestas”. La razón es que las políticas que disminuyen la desigualdad, como el aumento de impuestos para financiar programas sociales, por ejemplo, reducen la disponibilidad de recursos del sector privado para inversión y consumo.

Lo que me lleva a mi segundo punto.

A los políticos les encanta que se hable de desigualdad. Los autoriza –moralmente, nada menos– a transferir dinero del ciudadano al Estado, que será quien decida qué hacer con él. Y eso, en la práctica, significa más poder para la clase política. Bajo la bandera de la equidad, se justifica la creación de todo tipo de entidades, programas, puestos, impuestos, etc.: burocracia que, como toda burocracia, se enquista y eterniza, sin que luego nadie verifique si funciona o no. Al político siempre le atraerá hablar de reducir la desigualdad, que lo empodera a él, más que luchar contra la pobreza, que empodera al ciudadano.

Luego, para colmo de males, está la corrupción. Ya sabemos qué pasa cuando el dinero ingresa a las arcas de un país como Colombia. Se le cobra peaje. Se pierde una parte. Se esfuma otra. Se usa para erigir albinos paquidermos. Se canaliza vía contratistas para, descaradamente, comprar votos con nuestros impuestos. Como en La vendedora de rosas, la plata nos la ‘mecateamos en cositas’.

Por eso no se puede ignorar la ineficiencia estatal cuando hablamos de desigualdad. Y el Estado colombiano no es precisamente una turbina de jet. Conservo una columna del año pasado de Esteban Piedrahíta en El País de Cali, en la que explica cómo, en principio, Colombia no es una sociedad mucho más desigual que Alemania o el Reino Unido. Pero allá la labor redistributiva del Estado baja significativamente el coeficiente de Gini, en tanto que aquí queda prácticamente igual.

Preguntémonos por qué. Preguntémonos si la desigualdad en nuestro país no es un problema de insolidaridad privada –noción con la que tanto nos gusta flagelarnos–, sino de ineficiencia y corrupción de las instituciones encargadas de reducirla. Porque si es así, entregarles más dinero, y, por tanto, más poder, puede que cueste mucho y no arregle nada.

 

 

 

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