El loco de la OPEP y el excremento del diablo
La bonanza petrolera de Venezuela alcanzó su plenitud en 1976 cuando nadie podría haber imaginado el gigantesco saqueo de recursos públicos ni la catástrofe humanitaria y migratoria de hoy
Cerca de la Navidad de 1975, Illich Ramírez Sánchez, (a) Carlos, comandó en Viena un sangriento ataque terrorista contra la sede de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Pocos días más tarde, el día de Año Nuevo de 1976, su compatriota, Carlos Andrés Pérez, nacionalizaba la industria petrolera venezolana.
Las semanas y meses que siguieron a la puesta en marcha de la estatal Petróleos de Venezuela y la aparición de un evasivo y sanguinario pistolero venezolano en un episodio de terrorismo árabe perduran en la memoria de mi generación como el prolongado big bang de un mito de orígenes.
Comenzaba la era primordial de “Venezuela saudita”: el disfuncional petroestado populista que hoy figura como arquetipo en toda bibliografía sobre el tema.
Todo esto ocurría en mitad del boom de precios, impensable hasta entonces, que siguió al embargo petrolero contra Occidente, acordado a fines de 1973 por las naciones árabes de la OPEP en represalia por el apoyo brindado a Israel durante la guerra del Yom Kippur.
El boom generó una colosal transferencia de riqueza nunca antes registrada en tiempos de paz: de la noche a la mañana, el precio de cada barril de la cesta de crudos venezolanos pasó de 2,70 dólares de la época por barril a 9,76 dólares. Para 1979 rondaba ya los 17 dólares.
Solamente en el primer año —de 1973 a 1974—, entraron al Tesoro venezolano 10.000 millones de dólares, suma entonces inconcebible para una nación de doce millones de habitantes.
Así, pues, la bonanza acompañó el primer Gobierno de Carlos Andrés Pérez (1973-78) desde su inauguración y alcanzó su plenitud en 1976 cuando nadie podría haber imaginado el gigantesco saqueo de recursos públicos— más de 800.000 millones de dólares entre 1998 y 2017— ni la catástrofe humanitaria y migratoria que hoy, casi medio siglo más tarde, se abate sobre Venezuela. Nadie, absolutamente nadie.
A excepción del doctor Juan Pablo Pérez Alfonzo, el llamado “padre de la OPEP”, a quien Terry Lynn Karl, joven estudiante de la maestría en Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford, visitó en Caracas a mediados de aquel año.
Conversaron una tarde en casa de Pérez Alfonzo, construida en una zona semiboscosa y umbría de las faldas del Ávila, el monte de 2000 metros de altura que separa el valle de Caracas del Mar Caribe. La carcasa de un automóvil descompuesto y herrumbroso destacaba en el jardín, embutida en un promontorio de bromelias, como en una instalación de arte conceptual a la intemperie.
El auto era un Singer, de fabricación inglesa, un modelo de los años 50, compacto, sólido. Pérez Alfonzo, abogado de brillantez excepcional, era famosamente austero, censuraba la “obsolescencia planificada” de Detroit y opinaba que un automóvil debería durarnos toda la vida. Por eso, pasados ya los setenta años, aún conservaba un Mercedes Benz adquirido en los años 30.
Había comprado el Singer con sus ahorros durante su exilio en México, en los años 50, y tras caer la dictadura del general Pérez Jiménez en 1958 y disponerse a regresar con su familia a Caracas, Pérez Alfonzo no quiso dejarlo atrás. A fines de aquel año, Rómulo Betancourt, su amigo íntimo desde hacía más de treinta años, ganó la presidencia de Venezuela en elecciones libres y lo nombró ministro de petróleos.
Durante parte de su exilio, transcurrido en Washington y dedicado al ejercicio privado, Pérez Alfonzo había estudiado a fondo las prácticas de un singular ente público estadounidense, único en su género: la Texas Railways Comission.
La doctrina regulatoria de la TRC permitió a las petroleras independientes texanas, organizadas desde los años 30 como un cártel de productores, acordar cuotas de producción y controlar el volumen de la oferta, sosteniendo los precios. La TRC pudo así enfrentar con éxito las prácticas monopolistas de la Standard Oil de John D. Rockefeller. La experiencia de la TRC, pasada por el excelso tamiz tributarista de Pérez Alfonzo, constituye lo esencial de la propuesta que el venezolano hizo en 1959 a su alma gemela, Abdullah Tariki, ministro de petróleos árabe saudita. Es mucho más complicado que todo esto, pero así es el cuento.
Los ires y venires de Pérez Alfonzo al Medio Oriente y otros países, las prolongadas reuniones con sus colaboradores, en vísperas de la creación de la OPEP, dificultaron durante muchos meses que las autoridades portuarias dieran aviso al ministro del arribo del Singer a comienzos de 1959. Cuando lo supo al fin, andaba ocupadísimo y, contra sus deseos, no tuvo más remedio que enviar por él a un chófer de confianza. En su premura, el chófer olvidó imperdonablemente comprobar los niveles de agua y aceite y fundió el motor, aunque no sin remedio, al parecer.
Sin embargo, todos los mecánicos, todos los importadores de refacciones a quienes acudió le decían lo mismo: “claro que tiene arreglo, claro que puede reconstruirse, los repuestos pueden pedirse a Inglaterra, pero ¿por qué mejor no se deshace de esa chatarra y se compra un carro nuevo, doctor? Un carro americano”. Finalmente, desistió de hacerlo reparar y puso el Singer a oxidarse en el jardín como alegoría de la indolencia y el manirrotismo de sus compatriotas.
Cuando llegaban a sus oídos los chistes que se hacían a costa de su proverbial frugalidad, el doctor, quien además era vegetariano, esbozaba una tolerante sonrisa. Uno de ellos lo regocijaba especialmente: se decía en Caracas que era tan “pichirre”— tacaño— que llevaba a sus hijos al parque a ver a los otros niños comer helados. “Sí, debo ser el único calvinista del país”, asintió una vez, ante un periodista extranjero.
El doctor se había apartado, hacía más de diez años, de toda función pública para dedicarse al estudio y a la promoción, en seminarios libres realizados en su casa en torno a una mesa de ping-pong, de las apocalípticas advertencias del Club de Roma vertidas en Los límites del crecimiento o la noción de “convivencialidad” puesta en boga por el austríaco Iván Illich. Un viaje a la China lo animó a patrocinar una comuna agraria en el oriente de Venezuela.
Sus detractores, y aun gente muy amiga suya, advirtieron unánimemente a Terry Karl de que el padre de la OPEP ya no era ni la sombra del pragmático y sagaz abogado cuyas ideas, corporeizadas en la OPEP, habían cambiado para siempre la economía mundial basada en combustibles fósiles. El pobre Pérez Alfonzo “estaba loco”, le insistieron.
Hacía tiempo que la clase política se había unido a la campaña detractora de las transnacionales en una conspiración de ninguneo intelectual que aún hoy lo señala como el iluso nacionalista a quien “le sonó la flauta” antes de hacerse hippy.
Terry Karl, la joven visitante gringa, trabajaba por entonces en una ardua tesis doctoral en torno al cartel productor de petróleo y hubo de sorprenderse cuando Pérez Alfonzo le dijo: “Olvídese de la OPEP, joven. Es un tema sumamente aburrido. Estudie mejor lo que el petróleo le hace a nuestros países. Lo que está haciéndonos. ¡Mire en torno suyo! Dentro de veinte años estaremos en la ruina”.
Karl aceptó la sugerencia, rehizo sus planes y acometió una investigación cuyo resultado, al cabo de pocos años, fue un libro fundamental, una imprescindible fisiología del petroestado, sin duda un clásico contemporáneo: The paradox of plenty: oil booms and petrostates. (University of California Press, 1998). Aún no hay traducción al español.
El doctor Pérez Alfonzo murió en 1979. En 1983 vino la primera gran devaluación. En 1989 estallaron los sangrientos motines y saqueos del Caracazo. En 1999 comenzó la era Chávez, cabalgando sobre el boom más prolongado en toda la historia de la “civilización” petrolera. A fines de septiembre pasado, un estudio de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) arrojó que la pobreza arropa ya al 94,5% de la población del país.
Las crónicas de Indias cuentan que los aborígenes venezolanos llamaba “mierda del diablo” a lo que fluía de los manaderos naturales de petróleo. “Hundiéndonos en el excremento del diablo”, (1976), tituló el loco de la OPEP su último libro.