El menosprecio del conocimiento científico
Rumores, falacias y simplificaciones
El miércoles 10 de abril de 2019, un grupo de científicos del proyecto Event Horizon Telescope (EHT) presentó, por primera vez, la imagen del horizonte de sucesos de un agujero negro supermasivo. Era un logro que había involucrado una red global de telescopios y el trabajo coordinado de más de doscientos investigadores. Generar aquella imagen había costado poco más de cincuenta millones de dólares. Y eso fue precisamente lo que destacaron algunos comentaristas de Facebook.
Para ciertos usuarios de la red social, el gasto en esta investigación (que había tardado dos décadas en concretarse desde su incipiente planteamiento) era altísimo frente a otras necesidades más urgentes, como la atención a desastres ambientales o el tratamiento de enfermedades crónicas. Era un cuestionamiento que en apariencia mostraba conciencia social, pero que en realidad revelaba ignorancia acerca de cómo funciona la ciencia: gracias a la astronomía es posible conocer, medir e implementar estrategias y programas de atención a los desastres que tanto les preocupaban a los comentaristas de redes sociales o las enfermedades que llamaban a atender. Por si fuera poco, el desarrollo de la astronomía también ha contribuido a que los opinadores posean un dispositivo móvil desde donde menospreciar el proyecto EHT. En lugar de intentar comprender cómo gracias a la investigación aeroespacial y en astrofísica hoy existen instrumentos que permiten mejorar diagnósticos y procedimientos médicos, para algunos usuarios de Facebook es más sencillo partir de un conocimiento convencional basado en la simplificación de los hechos. No se trata de un caso aislado, de una excepción en el vasto volumen de gente que deja comentarios al calce de las notas periodísticas. Representa, por el contrario, un caso típico.
Por los mismos días en los que la imagen del EHT se difundió, el alcalde de la ciudad de Nueva York, Bill de Blasio, declaró estado de emergencia sanitaria ante el brote de sarampión en esa ciudad, principalmente en el barrio de Williamsburg, en donde algunas familias de la comunidad judía ortodoxa se han resistido a vacunar a sus hijos. El rechazo a la inmunización ha surgido de versiones populares, difundidas a través de medios sociodigitales, y de un panfleto llamado Cuaderno de Vacunación Segura, en el que se asegura que las vacunas contienen ADN “de cerdo, mono y rata”. Sin contar con que se trata de una falsedad, apenas fue suficiente el rumor del ADN porcino para que entre los judíos ortodoxos se generara un rechazo a la vacuna, en vista de sus creencias religiosas. Rumores como el anterior –o aquel que relaciona las vacunas con el autismo- han influido en las decisiones de miles de padres en el mundo que se niegan a vacunar a sus hijos, lo que sumado al constante movimiento migratorio actual ha provocado brotes severos de sarampión, incluso con defunciones, en zonas donde la enfermedad estaba controlada.
Sin embargo, no toda la desinformación nace de los rincones de internet o los panfletos alarmistas. En 2014, una investigadora del Laboratorio de Ciencias de la Computación e Inteligencia Artificial del Instituto Tecnológico de Massachusetts, Stephanie Seneff, publicó un estudio en el que se establecía una correlación –que no una causalidad– entre el incremento en la detección de casos de autismo y el uso del herbicida glifosato. Seneff, sin experiencia ni conocimiento formal en el área de epidemiología, examinó datos sobre los elementos antes mencionados a través de un programa de cómputo que le llevó a hacer el pronóstico –basado únicamente en la correlación simple– de que para el año 2025 la mitad de los infantes en Estados Unidos tendrían algún espectro autista. Sus resultados eran oro para quienes ponen bajo sospecha la seguridad de los alimentos genéticamente modificados y que tomaron ese informe para confirmar sus suposiciones.
El procedimiento seguido por Seneff raya en un simplismo lejano de todo rigor. Ejemplos de la forma en la que obtuvo sus datos han sido ridiculizados a través del trabajo de Tyler Vigen, un fanático de las matemáticas y la estadística que a través del sitio web Spurious Correlations combina datos y establece correlaciones que no implican causalidad, pero que sí la aparentan. En una de sus publicaciones más populares relacionó el número de personas que fallecían ahogadas en albercas cada año en Estados Unidos con las actuaciones del actor Nicholas Cage, a lo largo de una década. De la misma forma que Seneff responsabiliza al glifosato de causar autismo, Vigen podría culpar a Cage de las muertes por ahogamiento en piscinas.
En la actualidad sobran los artículos académicos y las notas periodísticas que desmienten los rumores, como los citados, que se basan en la simplificación, la falta de precisión, las falacias y de plano la mentira. Sin embargo, eso no ha evitado que con el tiempo grandes o pequeñas comunidades los hayan aceptado como verdades, los consideren parte de su saber y los tengan en cuenta al momento de tomar decisiones.
La satisfacción y la necesidad de creer en grupo
Contrario a lo que podría pensarse frente al avance de las pseudociencias, los rumores y los procesos de desinformación, a la sociedad contemporánea le atrae el conocimiento. Saber las posibles causas y consecuencias, estar enterada del estado de las cosas, encontrar explicaciones a los hechos y fenómenos que nos rodean y de los que formamos parte. Saber y creer que tenemos la razón nos satisface. Y esta satisfacción no es ajena a la demanda social y la necesidad de creer en algo, de encontrar sentido a lo que ocurre, principalmente en una época en que los grandes volúmenes de información a los que tenemos acceso han derivado en escenarios de incertidumbre.
El problema es que esa atracción o interés está siendo satisfecha por saberes que no son necesariamente verdaderos, entendido este último concepto como aquello que se ajusta de forma racional a la realidad y que tiene correspondencia comprobada con alguna pregunta específica. Esta sabiduría popular o conocimiento convencional –como lo nombró John Kenneth Galbraith en The affluent society (1958)– se refiere a creencias comunes que son cómodas para la sociedad y que también se convierten en barreras ante la exposición de datos que podrían evidenciar su inexactitud o su llana falsedad. Dichas creencias forman parte de un cúmulo de elementos y experiencias que simplifican la explicación de un hecho, cosa o fenómeno y que pueden ser difundidos con mucha facilidad no solo por la sencillez de su composición, sino por su relación con los valores compartidos.
En su libro Denying to the grave. Why we ignore the facts that will save us, Jack y Sara Gorman, psiquiatra y especialista en salud pública respectivamente, exploran a través de diferentes investigaciones cómo las personas sentimos placer y satisfacción cuando procesamos información que coincide y reafirma conocimientos previos. Según ambos autores las personas podríamos incluso experimentar descargas de dopamina, un neurotransmisor relacionado con la motivación y la recompensa. Saber que otros están de acuerdo con algo que creemos verdadero produce satisfacción.
Por ende, compartir creencias que consideramos conocimiento, así sea del tipo convencional, refuerza nuestra pertenencia de grupo, un elemento que ha sido necesario a nivel evolutivo para el desarrollo de la humanidad. Estar de acuerdo nos concilia y nos acerca, lo mismo creer que sabemos algo en común y que lo aceptamos como verdadero, aunque no pueda ser comprobado. Para los Gorman, aferrarnos a pensamientos y creencias que podrían implicar severos daños a nosotros mismos en lo individual y lo colectivo –la resistencia a la vacunación, por ejemplo– podría ser parte de un proceso adaptativo y podría responder a esa necesidad humana de integrarnos a un grupo y poseer elementos y saberes en común.
Por irónico que parezca, esa capacidad de comunicarnos y compartir información entre individuos para generar seguridad entre nosotros y garantizar mayores posibilidades de supervivencia se ha convertido en años recientes en una amenaza para nuestras sociedades.
De 2010 a 2014, un equipo de investigadores del Laboratorio de Ciencias Sociales Computacionales del IMT de Lucca, Italia, estudió, bajo la dirección de Walter Quattrociocchi, la comunicación entre pares –entendidos como aquellas personas o grupos que participan de los mismos intereses y creencias– en medios sociodigitales. El equipo se enfocó en revisar 2.3 millones de cuentas de usuarios de Facebook durante las elecciones italianas de 2013. También analizó 67 fanpages relacionadas con teorías de conspiración e información sobre ciencia y tecnología.
La investigación permitió explorar cómo se generaban las cajas de resonancia entre usuarios a partir de los sesgos de confirmación. Ciertas creencias se veían reforzadas por las opiniones concordantes, pero también por la presencia de agentes externos que intentaban desacreditar los saberes compartidos, sin importar cuántos datos comprobables proporcionaran. Además, el estudio identificó los temas más discutidos en esas cajas de resonancia: medio ambiente, salud, alimentación y geopolítica. Cuatro grandes áreas de debate que casi siempre plantean algún tipo de amenaza para el usuario.
El uso de datos en los debates en las fanpages o cuentas individuales de poco sirvió para cambiar una creencia compartida. Muchos de esos usuarios que proporcionaban datos aislados o sin verificar, que a su vez provenían de otros usuarios, tendían también a buscar más información que confirmara sus creencias. Eso conducía a una exposición selectiva de los temas que consideraban importantes sin tomar en cuenta la calidad de la información utilizada.
Los riesgos de menospreciar el conocimiento formal
El problema no se ciñe, por supuesto, a debates en redes sociales o a las páginas de conspiraciones. Esta visión compartida, de grupo, no apegada a los hechos, se reproduce más allá de los grupos de discusión y llega con facilidad a las áreas en las que se toman decisiones políticas. Si bien que una comunidad se resista a vacunarse no es un asunto menor, el problema crece exponencialmente cuando quien se apega a esos saberes es un funcionario público o un jefe de Estado.
En noviembre del 2018, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, afirmó que “no creía” en el informe elaborado por la propia Casa Blanca sobre los riesgos que el cambio climático puede tener sobre la salud, el medio ambiente y la economía. Poco importó al presidente el trabajo de más de trescientos científicos de trece agencias federales que son parte del mismo gobierno que él encabeza.
Como ha señalado el periodista de ciencia Manuel Lino, un año antes, el premio Nobel de Física de 1997 y exsecretario de Energía de Estados Unidos, Steven Chu, había advertido del “peligro real de que la elevación del mar o el colapso de la agricultura debido al calor y las sequías ocasionen migraciones masivas debidas al clima”. Sin embargo, los señalamientos de Chu, y de otros especialistas pertenecientes a diversas instancias e instituciones, no han logrado que el presidente Trump gire instrucciones que permitan contener las causas del cambio climático. Debido al lugar que ocupa un país como Estados Unidos en el desarrollo mundial, sería ingenuo menospreciar el riesgo que representan para la sociedad actual y del futuro las creencias de una sola persona a la cabeza de la administración estadounidense.
Sin embargo, también hay que señalar que estas posturas desinformadas cuentan con amplio apoyo por parte de un sector que considera el fenómeno climático algo menos importante que las necesidades de industrialización de Estados Unidos. De acuerdo con una encuesta realizada por el Centro de Investigación para Asuntos Públicos NORC, en 2017 un 29% de la muestra respaldaba la decisión del presidente estadounidense de retirar a la nación del Acuerdo de París –un instrumento internacional para mitigar el cambio climático–, que según la visión presidencial afectaría el desarrollo económico del país.
En México el problema también es preocupante. Para estas fechas todavía se encuentra a discusión una nueva Ley de Ciencia y Tecnología, que rechaza por completo el cultivo de organismos genéticamente modificados, bajo argumentos poco rigurosos. En una entrevista de 2015, con el periódico La Jornada, María Elena Álvarez-Buylla –hoy directora del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), pero en ese momento ajena al cargo– citó la correlación de Seneff como una de las justificaciones para rechazar ese tipo de cultivos. La bióloga y maestra en ciencias afirmó que existían evidencias del peligro del glifosato en Estados Unidos, donde “sus ciudadanos han experimentado afectaciones, por ejemplo, el autismo ha aumentado considerablemente: en 1975 había un caso entre cada 5 mil individuos, en 2010 el índice es de uno entre cada 68”. Una afirmación sin sustento.
En su cruzada contra el cultivo de transgénicos, la directora del Conacyt ha difundido información imprecisa o falsa: ha dicho que México “no necesita” semillas modificadas genéticamente porque tiene “suficiente maíz”, lo cual es incorrecto.
Por otro lado, el informe que publicó en septiembre de 2017 la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad, de la que ella es parte, aseguraba que el 90.4% de la producción de tortilla en México provenía de maíz transgénico y que había presencia de glifosato, un probable cancerígeno de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS). Lo que este informe no esclarecía es que la toxicidad del glifosato está evidenciada en animales, pero no en seres humanos, donde es limitada. Además, el herbicida se encuentra en la categoría 2a de la clasificación de la OMS, en la que también se ubican el consumo de carnes rojas o el contacto con los químicos que se usan comúnmente en las peluquerías.
A la sazón de todo lo expuesto no deja de ser una ironía que en los tiempos de la llamada “sociedad del conocimiento” los valores, expectativas, creencias y opiniones personales y de grupo terminen por imponerse y generen una barrera para la socialización del conocimiento formal y científico. Así lo muestran los resultados de la Encuesta sobre la Percepción Pública de la Ciencia y la Tecnología dados a conocer en 2015. Según este estudio, el 49% de las personas en México considera que quienes se dedican a la investigación científica son “peligrosos” por el cúmulo de conocimientos que poseen.
De acuerdo con el artículo 15 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, la ONU reconoce el “derecho de toda persona a gozar de los beneficios del progreso científico y sus aplicaciones”, de modo que los países firmantes deben aplicar las medidas que se requieran para “la conservación, el desarrollo y la difusión de la ciencia”. Por ende, la participación del Estado no debe limitarse al subsidio a la investigación sino también debe abarcar los programas educativos en los que se privilegie el pensamiento crítico y la comprensión de la ciencia y la tecnología como bienes comunes y de uso cotidiano entre la población. El objetivo es generar una percepción de cercanía y no continuar con una visión de la investigación científica como una especie de entidad social aislada. En México se trata todavía de una asignatura pendiente.
Una de las consecuencias más graves que tienen los discursos que menosprecian el conocimiento científico o recurren a datos a modo es que sesgan elementos para el debate y se convierten en capital político. El uso de la desinformación como parte de la administración pública puede ahondar en la brecha entre el quehacer científico y la comunidad en general, y además justificar, sin el mínimo rigor, la toma de decisiones. No es difícil que los rumores y las falacias encuentren un amplio apoyo social porque recurren a preceptos fáciles de entender, accesibles y satisfactorios. Pero no se apegan a la evidencia y por eso resultan un peligro para todos. ~