El motín de los «pitufos»
Una de las características habituales de la vida colectiva en el país es que las dificultades estructurales recién son percibidas cuando producen un colapso. La grave situación de la policía bonaerense es un ejemplo de esa imprevisión. La tormenta que la sacude en estos días es el resultado de factores coyunturales, muchos de ellos relacionados con la pandemia. Pero para una comprensión correcta de la crisis hay que remontarse a decisiones muy desacertadas que se tomaron hace más de un lustro. Una clase política muchas veces incapaz para anticiparse a lo que está por estallar padece también una ceguera peligrosa para calcular las consecuencias mediatas de su acción. La historia se transforma en un presente eterno y doloroso. Eso es el subdesarrollo.
No se necesita ser clarividente para imaginar que las pésimas condiciones materiales en las que se desenvuelven los policías de la provincia estaban destinadas a generar tensiones. Sin embargo, la modalidad del reclamo esta vez se ha vuelto novedosa. La raíz del problema está en que esta bonaerense es otra bonaerense. En algún momento de 2013 se produjo una mutación. Obsesionado por convertirse en presidente, Daniel Scioli decidió responder a la demanda de seguridad que leía en las encuestas incorporando 50.000 nuevos policías. El ejecutor de esa ocurrencia fue Alejandro Granados.
Aquel ingreso masivo modela las protestas de estos días. No solo porque pasar de una planta de 40.000 efectivos a otra de 90.000 instalaría una exigencia presupuestaria de imposible solución. Es una restricción que no preocupa a los demagogos. Sergio Massa, subordinado a Néstor Kirchner y Alberto Fernández, convirtió las jubilaciones en un plan social, ocasionando, a fines de 2006, una fisura fiscal que el Tesoro arrastra hasta estos días. Scioli no se detuvo a pensar si no estaba inaugurando un malestar salarial crónico.
No fue la única derivación de esa expansión irresponsable. Desde entonces, la cultura corporativa de la policía bonaerense, que arrastraba miserias legendarias, aceleró su deterioro. Los directores de la escuela Vucetich fueron obligados a producir dos egresos por año. Es decir, a largar a la calle vigilantes con la mitad de la formación tradicional. El clima interno de los institutos de formación registró cambios inesperados. Los exámenes médicos para entrar a la carrera se reblandecieron. Sobre todo, los toxicológicos. En 2018 hubo que disimular que en la Vucetich había estallado un caso de tráfico de drogas. A esos jóvenes preparados a los apurones se les suministró un arma y se los mandó a integrar las policías municipales. Uniformados de azul Francia, no tardaron en recibir el apodo de «pitufos». María Eugenia Vidal los reabsorbió en la bonaerense.
Para muchos chicos del atormentado conurbano, convertirse en «pitufo» sería zafar de una vida miserable. La policía comenzó a nutrirse de la franja social más sumergida. No debería llamar la atención, por lo tanto, que el reclamo de estos días reproduzca los patrones de protesta de ese medio. La fuerza de seguridad adoptó una estrategia piquetera. Se notó cuando el jefe Daniel García se enfrentó a una especie de asamblea para dar explicaciones. Los mayores de 40 años lo escuchaban con circunspección. Los más jóvenes le faltaron el respeto. Uno de ellos le gritó: «¡Ey, gato, rescatate, ponete nuestra camiseta, defendenos!».
Ese déficit de sofisticación institucional se advierte en un detalle: la bonaerense se levantó contra Sergio Berni en el momento en que el ministro de Seguridad la estaba defendiendo de las turbias sospechas por el asesinato de Facundo Astudillo. Es como si la Gendarmería le hubiera hecho un paro a Patricia Bullrich en pleno caso Maldonado.
No es la primera vez que las autoridades reciben una demanda salarial de la policía. Pero hay un notable cambio de método. Lo habitual era que los reclamos se canalizaran a través de los jefes. Ellos negociaban y, al hacerlo, preservaban el principio de autoridad. Esto es lo que se ha quebrado. Por eso no hay una fuerza protestando. Hay cincuenta fuerzas. Con superiores desbordados por «las bases», organizadas en grupos de WhatsApp. Sobran señales de este descontrol. La de la manifestación frente a la residencia de Olivos, con agentes de uniforme batiendo el bombo, fue la más grave. Sobre todo, porque el secretario general de la Presidencia, Julio Vitobello, y el vocero Juan Pablo Biondi, en una escena capusottiana, pidieron negociar con ocho interlocutores, suponiendo que lo que tenían delante era un movimiento orgánico. Demostró que en el poder no tienen claro lo que ocurre. Es uno de los motivos por los cuales estos episodios comenzaron a causar preocupación en embajadas extranjeras. Cuando pase la tempestad, Axel Kicillof y Berni estarán ante el delicadísimo desafío de recomponer la cadena de mandos.
El motín de los «pitufos» se alimenta de innumerables razones objetivas. La escala salarial de la bonaerense es 35% inferior a la de la Policía de la Ciudad. Los porteños cubren su salud con OSDE. Los de la provincia, con IOMA. La pandemia deterioró los ingresos. Muchos contratos en la vigilancia privada quedaron suspendidos. Son actividades con las que los agentes compensan los sueldos oficiales. Las horas extras, paupérrimas, también se redujeron. Y se multiplicaron los casos de Covid. Hoy están afectados 7000 agentes. En las comisarías sobran presos y escasean los barbijos y el alcohol.
La rebelión se desató en el marco de dos noticias. Una es la toma de tierras. Según el secretario de Seguridad de un partido del conurbano, «de tres tomas en cuatro años pasamos a cinco tomas en un mes». La necesidad de contar con la policía ofreció una oportunidad invalorable para pedir más salarios. El otro dato de contexto fue el anuncio de una transferencia de $10.000 millones de Alberto Fernández a Kicillof para el área de Seguridad. Habría tanquetas, cámaras, pistolas, tal vez un helicóptero. ¿Sueldos? Ni una palabra.
Anoche, el Presidente habilitó el salariazo con la misma liviandad con que Scioli sumó 50.000 efectivos sin pensar en gastos. Anunció que quitaría a la Ciudad un punto de coparticipación, alrededor de 35.000 millones de pesos, para transferirlo a la provincia. Misión cumplida: hace dos fines de semana, Cristina Kirchner le había reclamado que rompiera relaciones con Horacio Rodríguez Larreta. Ella ve en Larreta al eventual aliado de Fernández para una irreverente emancipación. Ahora se sabrá de qué está hecho Larreta.
Fernández, que vino a cerrar la grieta, agita una nueva polarización: pobres del conurbano contra ricos de la Capital. La línea discursiva había sido ya fijada por Máximo Kirchner en un discurso de febrero en Almirante Brown. Fernández ayer repitió esos conceptos. Eso sí: tenía un problema, y ahora tiene dos. A la policía bonaerense agregó la Policía de la Ciudad.
Hay más razones por las que esa decisión es controvertida. Dejó la impresión de que la estrategia fiscal de su gobierno es fijada por los policías sublevados. Ratificó, además, una regla tradicional del kirchnerismo: «Si no me votaste, la vas a pasar mal». Hombre de diálogo, clavó una puñalada en quien fue su mejor aliado durante la pandemia. La clavó con placer, preocupándose de que los intendentes de Pro Jorge Macri y Néstor Grindetti aparecieran detrás de él en la pantalla. Larreta, según comentó anoche Martín Lousteau, se enteró del cambio por televisión. En rigor, fue cinco minutos antes, por un llamado de Eduardo «Wado» de Pedro. El interrogante ahora es qué viabilidad pueden tener las conversaciones de Fernández con Lousteau y Enrique Nosiglia, ambos porteños y aliados de Larreta. Ellos se habían acercado a Olivos de la mano de Eduardo Valdés. Ahora la jugada de Fernández tiene un beneficiario objetivo: Mauricio Macri. Quienes entendían que, para licuar el liderazgo de Macri en Juntos por el Cambio, podría generarse una agenda renovada con el Presidente, fueron condenados ayer a la intransigencia opositora. Fernández demostró que su única hoja de ruta son los conflictos de Cristina Kirchner.
Una incógnita adicional es si esta especie de impuesto a la riqueza a los vecinos de la Capital no podría ser reclamado, en nombre del federalismo de Fernández, por el resto de las provincias. Sobre todo de las que son gobernadas por la oposición. El artículo 75 de la Constitución dice en su inciso 3: «Corresponde al Congreso establecer y modificar asignaciones específicas de recursos coparticipables, por tiempo determinado, por ley especial aprobada por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara».
Al omitir en los anuncios del viernes pasado el drama salarial las autoridades desnudaron una inoperancia sorprendente. Berni se muestra hiperquinético. Difunde en las redes sociales videos con sus recorridos en moto manipulando una ametralladora. Vocifera arengas encendidas. Se filma haciendo mil abdominales. Y contrata spots en la agenda Vivalab. Cristina Kirchner, jefa última del coronel, karateca, abogado, médico y buzo táctico, confía en que con ese perfil podría competir con Juntos por el Cambio entre los votantes que piden orden, que en la provincia son la mayoría.
Pero ese culto a sí mismo, que puede ser una buena estrategia de marketing, irrita a los agentes policiales. Les hace suponer que se utiliza su trabajo como insumo de una carrera personal. Cuando en los muros de Lomas de Zamora comienzan a aparecer pintadas «Berni 2021», o trasciende que comenzaron las gestiones en la Justicia Electoral para el armado de un partido, esa presunción se ve confirmada. Llanero solitario en motocicleta, adicto a las apariciones televisivas, Berni estuvo tan encapsulado en sus ensoñaciones que la pueblada policial lo tomó por sorpresa.
Para Kicillof es un problema. Él confiaba en que la figura de un militar duro alinearía a la policía, que para él es un misterio amenazante. Pero descuidó un aspecto que el gobernador no suele descuidar: la administración. Berni tiene demoras importantes en ese campo. Hay policías que se quejan porque desde diciembre no les liquidan los adicionales del salario.
La altísima exposición de Berni creó también un cortocircuito con los intendentes. Ya debían soportar que Kicillof los tuviera a raya, casi siempre por razones excelentes. Con el desembarco del coronel apareció otro inconveniente. Un santacruceño -nacido, es cierto, en Capilla del Señor-, que aterriza con el madrinazgo de la vicepresidenta, y en cuatro meses se convierte en candidato a gobernador, es una agresión al aparato peronista. Además, Berni les recortó el contacto con la policía bonaerense.
¿Qué relación existe entre estos caudillejos y la protesta policial? No se puede asegurar que la hayan provocado. Pero sí, celebrado. Un grupo de intendentes se iba a reunir anteayer con el gobernador para pedir la cabeza de Berni. Kicillof desactivó el encuentro cuando se enteró de las intenciones. ¿Hasta dónde llega la avanzada de los jefes municipales? La respuesta depende del nivel de suspicacia de quien se formule la pregunta. Cristina Kirchner mira la escena con enorme preocupación. Le llaman la atención algunos pormenores. Por ejemplo, las reuniones de Oscar Pagano, el policía que se subió a una torre amenazando con suicidarse, con la vicegobernadora y exintendenta de La Matanza Verónica Magario. Y con el ministro de Infraestructura, Gabriel Katopodis. Como si además de uniformado fuera puntero. También resultó muy sospechosa la rebelión en Ezeiza, el feudo de Granados, de quien nadie supone que no pueda controlar la policía. De hecho, el segundo de la bonaerense tiene una excelente relación con él.
¿Dónde termina el plan para voltear a Berni? ¿Alguien sueña con arrebatarle a Cristina Kirchner el conurbano? La convulsión alimenta fantasías persecutorias. Las relaciones de Alberto Fernández con algunos intendentes serán puestas bajo la lupa desde ahora. A la cabeza de todos, Juan Zabaleta, que cometió el error de declararse albertista.
Una de las derivaciones del conflicto policial es un deterioro más marcado en el vínculo del Presidente con su vice. Ayer, Fernández intentó aventar este fantasma con la transferencia de coparticipación al distrito que es la base electoral de la señora de Kirchner. Es temprano todavía para saber si con esa resolución se desbarata la pesadilla del golpe. De ese golpe que ella siempre está esperando.