El mundo Mundial 25: Seguimos ganando
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La columna El mundo Mundial de Martín Caparrós comenta día tras día lo que sucede en Rusia 2018.
BUENOS AIRES — El 27 de mayo de 1982 la revista Gente publicó una de las tapas más famosas de la historia de los medios argentinos: “Seguimos ganando”, decía, en referencia a la guerra de las Malvinas. Dos semanas después, el ejército argentino se rendía en Puerto Stanley. Hoy, los dos equipos sudamericanos que quedaban en Rusia —sobre cuya semifinal deseada escribí ayer— se quedaron afuera: seguimos ganando, ellos y yo.
Las derrotas se parecen solo en su final: no hay nada más peculiar, más distinto a una derrota que otra derrota. Hoy hubo dos historias diferentes: a la mañana el retador, Uruguay, no consiguió estar a la altura; a la tarde el favorito, Brasil, se cayó de muy alto.
Uruguay venía complicada. Su equipo se basó en dos centrales mortales, un mediocampo mordedor y dos delanteros más mortales todavía. Pero la falta de uno de ellos —Cavani— volvió el trabajo del otro —Suárez— tan difícil: solo frente al mundo, el mundo, representado una vez más por Francia, le ganó sin gran esfuerzo. En ningún momento Uruguay fue una amenaza seria; pudo parecer que Francia no lo conseguiría, pero no que Uruguay sí.
Aunque en los primeros 45 minutos, Francia, que dominaba, que llegaba, tuvo la misma oportunidad de gol que Uruguay: el cabezazo de un defensor ante un centro de tiro libre. Solo que el francés Varane se lo metió al uruguayo Muslera y el francés Lloris se lo sacó al uruguayo Cáceres: ahí estuvo, al final del primer tiempo, la enorme diferencia.
En el segundo, Uruguay intentaba sin gran eficacia cuando le cayó el golpe final. ¿Ustedes se acuerdan de la época en que creíamos en los arqueros? ¿En que, cuando la pelota iba derecho hacia un arquero, sabíamos que la atajaba? Bueno, también esa época es pasado: lo prueban De Gea, Caballero y varios más. Los que saben nos explican que cada vez se hace más importante que los arqueros “jueguen bien con los pies”; nadie habla de jugar con las manos.
Así que cuando Muslera consiguió no agarrar esa pelota casi fácil de Griezmann, el partido quedó visto y listo y solo le faltaba esculpir sus dos efigies: José María Giménez, defensor uruguayo, que, a falta de unos minutos, lloraba mientras jugaba su impotencia, y Antoine Griezmann, delantero francés, que, tras su gol inverosímil, se negó a festejarlo por respeto.
Griezmann tiene muchos amigos uruguayos, toma mate, habla casi de bó, se siente cerca. En estos días, cuando lo dijo, uruguayos de pro salieron a decirle que no se lo creyera, que él “no sabe lo que es el sentimiento uruguayo” —Luis Suárez—. Me sentí solidario: yo, que quería que ganara Uruguay, me había preocupado leyendo una nota de La Nación de Buenos Aires que explicaba “por qué los argentinos amamos a Uruguay y ese amor no es correspondido”, y daba ejemplos. Citaba, entre otros, a unos que contaban que cuando la Argentina perdió la final del mundo en 2014 hubo festejos en Montevideo.
Francia, en cualquier caso, pasó. Su estrella de Belén, Mbappé, jugó increíble un cuarto de hora y se fue desinflando. Pogba y Griezmann, en cambio, se mantuvieron firmes. Francia rebosa de jugadores buenos y caros; tanto que, cuando faltaban tres minutos, su técnico Deschamps mandó al campo para hacer tiempo a un muchacho con cara de despistado que vale, según el Barcelona, 120 millones de dólares.
La otra caja fuerte era Brasil, en turno tarde. Neymar, Coutinho, Marcelo, Thiago Silva y compañía llegaban con etiqueta de impagables, aureola de campeones y una alegría vocinglera. Bélgica, en cambio, venía más callada pero había hecho doce goles en sus cuatro partidos. Tiene un gran arquero, una defensa sólida y recia, un medio campo peleador pero ordenado, un 7 rápido y disparador –De Bruyne–, un 9 enorme y hábil y potente —Lukaku— y un 10 que hoy dio un recital de toques y corridas y gambetas: Eden Hazard. Brasil llevaba diez partidos con un solo gol en contra: a los 31 minutos ya tenía dos más.
De ahí en más, el partido fue un ensayo sobre la impotencia. Los brasileños no podían creer que su arte y voluntad no fueran suficientes; no lo fueron, y se empecinaron. Coutinho se empecinaba en patear cada vez que tenía un belga encima; Neymar se empecinaba en quedarse con todas las pelotas y volar por los aires; Marcelo se empecinaba en echar centros para nadie; Gabriel Jesus se empecinaba en ser la nada.
Hacia el final, unos minutos, pareció posible: era espejismo y belgas muy cansados. Un viejo chascarrillo decía que Brasil debería llamarse Belindia porque es una mezcla de Bélgica y la India; hoy solo fue la India. Bélgica, en cambio, sí fue Bélgica: un país pequeño, dividido, rico, civilizado, gris, cerveza y cielos bajos, cuyo gran mérito es haberse pasado casi dos años sin gobierno y demostrado que hay tantas cosas peores. En Kazán, donde también quedaron fuera Alemania y Argentina, Bélgica mandó a Brasil a Brasil, / um país tropical, / abençoado por Deus y todas esas cosas.
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Muchos lloran, tantos otros festejan: los alemanes hablan de schadenfreude, el placer de ver que a otro le va mal —y uno se pregunta por qué son los únicos que tienen una palabra para eso—. Pero el que puede haber hecho un gran negocio es, como siempre, el Real Madrid: hoy Neymar le costaría muchos millones menos que anteayer. A menos que se decidan por Hazard, que ya debe costar tanto más que el mes pasado. Total que, más allá de fortunas y favoritismos, Brasil, la ¿gran potencia futbolística del mundo? va a cumplir dieciséis años sin acercarse a una final mundial. Y se viene el debate sobre por qué el fútbol latinoamericano ha perdido tanto espacio.
En los últimos tres torneos, el único sudaca que llegó a la final fue Argentina en 2014 —y este domingo 15 tampoco habrá uno—: serán cuatro finales con siete europeos y un solo sudamericano. Es posible que parte de la respuesta esté en esta división internacional del dinero futbolero que lo concentra todo en un rincón de Europa. Pero debe haber más: hace unos años Argentina, Brasil, Uruguay, Colombia ya mandaban a todos sus buenos a estos mercados y, sin embargo, cuando los reunían en sus selecciones, imponían y se imponían. Ya no. Ahora parece que solo nos quedan las glorias gastadas, las banderas raídas, la memoria. Algo pasa y, hasta ahora, no lo hemos mirado —o pensado— demasiado. Las buenas escuelas, los juveniles cuidados, los torneos bien organizados, la vida más fácil deben tener algo que ver: habrá que verlo.
Mientras tanto, nos quedan unos días para apasionarnos por países tan caros a nuestros corazones como Suecia y Rusia y Croacia y compañía limitada. Soy, cada vez más, un especialista en derrotas: de cómo contar cómo pierden los que yo querría que ganaran. No es el mejor trabajo, no es el que había imaginado. No, por lo menos, al hablar de fútbol. Seguimos ganando.