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El presidente sí tiene quien le cuente

Como ya no tengo abuelita que me elogie y Díaz-Canel sí la tiene (Granma quiere decir eso, «abuelita», en español), permítanme la inmodestia de autocitarme. El 6 de diciembre del año pasado, en un artículo titulado ¿Votar o no votar en Cuba?, escribí en estas páginas:

«Cualquiera que sea el sentido del voto que se emita el 24 de febrero, la aprobación mayoritaria está asegurada. Los mecanismos de control, el miedo interiorizado, la conveniencia social y, en algunos, la adhesión genuina al sistema, arrojarán un triunfo abrumador para el proyecto gubernamental».

«Las autoridades ni siquiera necesitarán manipular los resultados. Con toda probabilidad estos se alinearán con los obtenidos en las últimas ‘elecciones’ al Parlamento: participará el 90% del censo electoral y el 85% de los votantes dará el ‘sí, quiero’ a la nueva Ley de Leyes. En tiempos del extinto dictador, nada por debajo del 98% hubiera sido aceptable, pero ahora es preciso dejar un margen de pluralismo, para que nadie ponga en duda la limpieza del procedimiento».

El pasado viernes la prensa del régimen informaba de que en el referendo constitucional celebrado el domingo 24 de febrero la participación fue del 90,15%. y que el proyecto fue respaldado por el 86,85% de los votantes.

Vamos que, según la Abuelita, los resultados de febrero no estuvieron muy alejados del pronóstico de diciembre. Una aplastante mayoría de cubanos plebiscitó la nueva Constitución y a quienes la promovieron, empezando por Raúl Castro y Miguel Díaz-Canel.

Tener razón antes de tiempo es una manera muy triste de equivocarse.

Pero lo que interesa aquí no es la previsibilidad de las votaciones en Cuba, sino el grado de realidad de las cifras y el sentido que esta farsa puede tener para el porvenir del país. ¿Qué lectura cabe hacer de este simulacro? ¿Cuánta gente participó en el plebiscito constitucional, cuántos votaron a favor del proyecto del Partido Comunista y cuántos lo hicieron en contra o se abstuvieron? No se sabe y, probablemente, nunca se sabrá con certeza. Pero, a fin de cuentas, en este contexto el dato estadístico no es lo más importante. Porque el fraude no radica en que el gobierno falseara el escrutinio o modificara a capricho las estadísticas.

El fraude consistió en el proceso mismo. Todo el sainete estaba viciado de origen. La iniciativa de reforma constitucional, tutelada por el Partido Único; el anteproyecto espurio; el falso debate público, bajo la atenta mirada de los órganos represivos; la campaña gubernamental por el SÍ; la exclusión de cualquier postura discrepante; la marginación legal de los residentes en el extranjero; el monopolio de la información; la intimidación de destacados opositores; el censo electoral no verificable; la votación no verificada y los resultados preestablecidos.

Si nos atenemos a las cifras oficiales, hay que concluir que los habitantes de la Isla son una especie humana aparte: tras 60 años de gobierno monocolor responsable de crímenes, ruina económica, fractura social y vulneración de derechos y libertades, 9 de cada 10 cubanos ratifican una Constitución que les garantiza más de lo mismo. Pero el comportamiento real de la población contradice luego esa imagen de apoyo casi unánime al castrocanelismo. Jóvenes que huyen del país, artistas que protestan, empresarios que tratan de sustraerse al control gubernamental, “internacionalistas” que no regresan y opositores que ganan notoriedad y respaldo.

Eso es consecuencia del fenómeno que en otro lugar he denominado trizofrenia. En los sistemas totalitarios, la gente se acostumbra a pensar una cosa, decir otra y luego hacer una tercera que a menudo no tiene nada que ver con las dos anteriores. Es un mecanismo de supervivencia ante el poder absoluto del Estado. El voto del 24 de febrero está afectado por un alto coeficiente de trizofrenia, que lo invalida a priori. La mayoría de los sufragios logrados por el gobierno son insinceros, porque están condicionados por el temor, la presión social y la ausencia de alternativas.

Quizá el pueblo cubano sea tan normal como cualquier otro del planeta y, aunque amedrentado y saturado de propaganda, en comicios equitativos, sujetos a supervisión internacional, habría votado mayoritariamente en pro de un cambio de sentido democrático. Esta hipótesis me parece mucho más plausible que la versión oficial del 85 por ciento. Sobre todo porque el régimen realizó esfuerzos extraordinarios para inclinar la balanza a su favor. Podía permitirse un pequeño margen de rechazo, para consumo externo, pero tenía que mantener la aplastante mayoría que le permitiría seguir aplastando. Porque de eso se trata, de seguir aplastando al que piensa o siente de otra manera, para garantizar los privilegios de los generales y los jerarcas del Partido Comunista. Como demostró la historia del siglo XX, esa es la esencia de la dictadura del proletariado.

En tales circunstancias, la defensa del cambio pacífico carece de sentido; ni desde el punto de vista moral ni desde el práctico podría sostenerse. El apaciguamiento y el apego a la legalidad solo benefician al statu quo, en detrimento del ciudadano, prolongan la agonía del sistema y el sufrimiento de la mayoría de la población.

Con todo el optimismo del mundo, algunos analistas señalan que en los últimos 16 años —desde 2003—, la fracción del electorado que se abstiene, vota NO o vota en blanco ha pasado del 6 al 24 por ciento. El que no se consuela es porque no quiere.

Suponiendo que esa progresión se mantuviese, hacia el año 2059, cuando «la revolución» cumpla su primer centenario, los disidentes pacíficos podrían sumar el 65 por ciento del censo electoral. Es decir, aún no dispondrían de los sufragios necesarios ni para iniciar siquiera una reforma constitucional, que según el artículo 226 del nuevo código requiere los votos de dos tercios del Parlamento. Sin mencionar el hecho de que en los sistemas totalitarios basta con que una exigua fracción de leales conserve las armas y los instrumentos de control social para que el gobierno mantenga el dominio del país durante muchísimo tiempo. El mejor ejemplo es Venezuela, donde la oposición está en clara mayoría, la represión no llega ni de lejos al grado de eficacia del régimen castrista y Maduro se sostiene en el poder contra viento y marea, con el apoyo de la cúpula militar y la policía política cubana.

Como instrumento de cambio de régimen la legitimidad parece ser menos eficaz de lo que los politólogos suponen. Sobre todo cuando la opinión pública es débil, la sociedad civil es casi inexistente y el sistema dispone de todos los recursos para coaccionar al ciudadano y obligarlo a votar en contra de sus más íntimas convicciones.

El plebiscito constitucional ha dejado patente que si la sociedad cubana sigue evolucionando en el sentido actual y el régimen se empeña en aferrarse al poder de manera fraudulenta, el cambio solo vendrá mediante un golpe de Estado o una insurrección popular. Como dicen que dijo Marx (Karl, no Groucho): la violencia es la partera de la Historia.

Mientras, en La Habana cuentan los votos y luego la Abuelita nos cuenta un cuento soviético, para arrullar las orejas del general de mil batallas y el presidente subalterno.

 

 

 

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