El punto sin retorno en México: militarización o régimen civil
CIUDAD DE MÉXICO — En los próximos días se discutirá en el Senado la reforma constitucional que dará vida a la Guardia Nacional, un cuerpo de formación militar, dependiente de la Secretaría de la Defensa, encargado de tareas de seguridad pública tales como la prevención, persecución e investigación de los delitos.
Esta reforma es un punto sin retorno para México: si se aprueba, confirmaría la militarización de la vida pública mexicana, la renuncia a la construcción de instituciones civiles de seguridad y la constitucionalización de una estrategia de seguridad que ha exacerbado la violencia y contribuido al deterioro de las instituciones de seguridad pública civiles.
La Guardia Nacional da a los militares facultades inéditas para detener e investigar a civiles. Lo hace, además, sin prever controles externos serios —como un comité permanente del poder legislativo con facultades de investigación y para realizar visitas en el sitio—, mecanismos de rendición de cuentas u obligaciones de transparencia. Se trata de una fórmula que contradice la construcción de un Estado constitucional y que, en México como en otros países de la región, ha resultado en graves violaciones a los derechos humanos y en el debilitamiento de las instituciones democráticas.
La expansión de la presencia militar en México no es nueva. Durante los últimos doce años, el ejército se ha vuelto cada vez más presente. Hoy los militares hacen labores de seguridad nacional (que incluyen la vigilancia de las fronteras, de las carreteras y de infraestructura estratégica), auxilio a la población en desastres naturales (Plan DN-III-E), prevención de adicciones, construcción de obra pública (como pistas para el aeropuerto de Santa Lucía), desarrollo inmobiliario y seguridad pública. Desfilan en partidos de futbol y su publicidad aparece en los cines comerciales y en nuestros televisores. Hace unos días se inauguró en León, en el estado de Guanajuato, un nuevo bachillerato militarizado, una institución educativa a cargo de los gobiernos locales y que busca brindar una formación militarizada.
La normalización de la presencia militar ha venido acompañada de un presupuesto cada vez mayor para la Secretaría de la Defensa y, también, de mayor poder legal. La reciente aprobación en la Cámara de Diputados de la reforma constitucional para crear a la Guardia Nacional es muestra de ello. Es también la consolidación de un largo proceso que deteriora el régimen político civil mexicano y cuyo avance se acentuó en la última década.
A finales del año pasado, diez de los once ministros de la Suprema Corte mexicana declararon inconstitucional la Ley de Seguridad Interior: una norma que facultaba a las fuerzas armadas —incluido el ejército— a realizar tareas de seguridad pública, sin mecanismos de control civil o instrumentos de rendición de cuentas. Los ministros consideraban que la ley no solo ponía en peligro los derechos fundamentales, sino que también implicaba el uso permanente de las fuerzas armadas. Un gran número de organismos nacionales e internacionales, organizaciones de la sociedad civil, académicos, artistas y políticos se habían expresado en contra de la aprobación de la norma, señalando los riesgos probados de tener a los militares en tareas de seguridad pública. Pero a pesar de las protestas, la ley fue aprobada a finales de 2017.
La respuesta del nuevo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ante la resolución de la corte fue desconcertante. A pesar de haber criticado durante su campaña el uso del ejército en tareas de seguridad y de prometer un cambio profundo en la estrategia, planteó modificar la constitución para hacer legal lo que la corte declaró ilegal. En lugar de usar su histórica legitimidad política para hacer frente al avance militar, optar por el retiro gradual de los militares que sus antecesores habían puesto en las calles y por el fortalecimiento de las instituciones civiles; propuso la creación de la Guardia Nacional. Con un añadido: al quedar afianzada en la constitución, la participación militar en tareas de seguridad pública se convertirá en una política pública permanente muy difícil de revertir.
En el fondo, la Guardia cumple la misma función que la extinta Ley de Seguridad Interior: faculta a los militares para ser policías que detengan, investiguen y persigan a delincuentes del orden común, ya sea que se trate de un secuestrador, un par de jóvenes fumando marihuana o un marido violento. En otras palabras, desplaza a las instituciones civiles para dar un espacio más a los cuerpos castrenses. La Guardia es, en un sentido tangible, la renuncia más decisiva del modelo de seguridad civil.
Los riesgos para los derechos fundamentales que conlleva mantener a militares desplegados entre la población son grandes: el entrenamiento y armamento militar, junto con la falta de controles externos y de transparencia sobre su actuación, crean las condiciones para un uso excesivo y desproporcionado de la fuerza. Varios legisladores de Morena y el propio López Obrador han insistido en que los miembros de la Guardia Nacional no cometerán violaciones a los derechos humanos o represiones al pueblo, pues él comanda la institución. Sin embargo, las inercias institucionales van mucho más allá de la voluntad de un hombre y poco sabemos del uso que le den a este poder los próximos gobernantes.
Más aún: los últimos doce años han mostrado que se trata de una política que no sirve para reducir la violencia sino que tiene efectos contraproducentes. Como señaló el investigador Fernando Escalante en 2011, entre 1990 y 2007 la tasa nacional de homicidios había disminuido sistemáticamente hasta alcanzar una tasa de ocho homicidios por cada 100.000 habitantes. Este descenso se revirtió bruscamente a partir de 2007, especialmente en los estados en donde se desplegó el ejército para realizar tareas de seguridad pública. Los estudios de la economista e investigadora Laura Atuesta apuntan también a la presencia federal como catalizador de la violencia. Ella mostró que el aumento de la violencia se debe a los enfrentamientos entre las fuerzas federales y los grupos de delincuencia organizada que resultan del despliegue militar masivo.
Es aún posible revertir la militarización de la vida pública en México. Decir no a la Guardia Nacional es el primer paso. La reforma constitucional para crear la Guardia Nacional todavía debe aprobarse por el Senado y posteriormente por la mayoría de las legislaturas locales.
Antes de aprobarla, el Senado tendría que hacer lo que algunos legisladores han pedido: abrir audiencias en la Cámara Alta para escuchar a víctimas de las fuerzas armadas. Ello permitiría un proceso de reflexión sobre los efectos de largo plazo que tendría esta reforma. Otros legisladores se han pronunciado en contra de la reforma, defendiendo un proceso de desmilitarización gradual a la par de una profesionalización de los cuerpos civiles. Esta sería la mejor vía para revertir los niveles de violencia sin precedentes en la historia moderna que se han registrado en el país. Es también el camino para reestablecer el orden constitucional en México.
Es el momento en que, como nación, defendamos los compromisos constitucionales que han regido nuestra vida política desde hace más de cien años. Nuestros senadores deben usar el poder que conlleva su investidura para defender la vía civil.