El rápido declive de Macri
Las legislativas indicarán si el presidente puede superar el sino maldito de los mandatarios argentinos
La Argentina es un país poco hospitalario con sus presidentes. Los vota. Los aplaude. Y luego los deja a merced de los tiburones, que se empiezan a relamer apenas los divisan allá arriba, tan felices. Si uno mira hacia atrás, es difícil encontrar algún presidente argentino que haya terminado bien. Hay uno que gobernó entre 1922 y 1928: tan lejos hay que remontarse. Se llamaba Marcelo Torcuato de Alvear. Era un ricachón, un tanto conservador, casado con una cantante de ópera italiana de busto prominente. El señor Alvear gobernó sus seis años, sin grandes sobresaltos, y se volvió a su mansión con su voluptuosa señora. Desde entonces, el presidente que no fue derrocado por militares debió exiliarse, o renunciar antes de tiempo, o murió durante su gestión, o terminó preso, o todo eso junto. Comparado con el destino de los otros, los crecientes problemas de Cristina Fernández de Kirchner con la justicia parecen juegos de niños.
En pocas semanas, el 13 de agosto, se conocerá un indicio clave sobre si Mauricio Macri tiene una chance de superar ese sino maldito. Porque ese día es la primera parada de las elecciones legislativas de este año en la Argentina. Un traspié en ellas sería un mal augurio, un anuncio de que los dos años de mandato que le quedan serán aún más tortuosos que los que está recorriendo, o una mera cuenta regresiva, casi una tortura.
Macri nunca fue una persona muy popular en su país. Su triunfo, en ese sentido, es la victoria de alguien que venció sus evidentes limitaciones, especialmente su origen de clase. Macri fue tenaz, soportó desafíos de toda índole y se ubicó en el preciso lugar para que lo votara todo aquel que no quería la continuidad de Cristina Fernández de Kirchner, que era la mayoría. Esa distancia con la sociedad, sin embargo, se quebró en los primeros meses de su mandato. Los indicadores de confianza con el Gobierno volaron a un nivel inédito en la última década. El candidato impensado, el presidente inesperado, se transformó un líder querido.
Pero fue una ilusión.
En poco más de un año, la carroza se convirtió en calabaza, los corceles en ratones, y vaya uno a saber si queda algún pequeño zapato de cristal detrás de algún cortinado.
Los indicadores de confianza, mes a mes, buscan un nuevo piso, las encuestas a los consumidores se ubican en pisos históricos y en esas condiciones, el presidente argentino debe enfrentar la elección. El principal desafío que lo atormenta está en la provincia de Buenos Aires, la más habitada, la más pobre, la más rica, donde se concentran los cordones industriales, los barrios populares y el 40% de la población del país.
No la están pasando bien en esos lugares. Y allí juega como candidata su antecesora, Cristina Fernández. La señora no está en su mejor momento, pero mantiene el amor inalterable de un tercio de la población. El sentimiento que profesa por Macri es muy simple: lo odia. Si ella gana, encima con la fama de populistaahuyentainversiones que tiene, las cosas para el presidente se van a tornar espesas.
En la Argentina hay 1.000 respuestas a la pregunta sobre qué pasó con la popularidad presidencial. Pero hay algo que es ley de gravedad: si cae el poder adquisitivo de una sociedad, seguramente con él se desbarranque el cariño hacia sus dirigentes. Tal vez Macri no tenía alternativas, tal vez la culpa haya sido de la herencia recibida. O no. O en alguna medida. Pero ocurrió una cosa desde el comienzo y, con cierto retraso, sucedió la otra: primero cayó el consumo, luego el consenso.
El presidente, de todos modos, no tiene la batalla perdida. La democracia argentina está atomizada como nunca, y quien consigue poco más de un tercio de los votos —una miseria, en otros tiempos— puede ganar una elección. A ese módico resultado aspira el Gobierno. Y cree que si salta esa valla, todo será más sencillo, ya con el “monstruo populista” fuera de escena.
Es un escenario tipo Match Point, aquella película de Woody Allen. La pelotita está suspendida sobre el fleje de la red. Un vientito, un suspiro, un halo, la empujará hacia un lado o hacia el otro. Cae para acá, y el destino de Macri se acercará al abismo que deglutió a la mayoría de los presidentes argentinos. Cae para allá, y tal vez Macri termine como aquel ricachón de los años veinte, don Marcelo Torcuato, retirándose suavemente a sus aposentos en compañía de su mujer.
La gloria o Devoto, dicen en Buenos Aires, cuando quieren ilustrar que se acerca una opción dramática. “Devoto” es una referencia a una de las cárceles más conocidas del país: queda en un barrio llamado Villa Devoto. La “gloria”, como se sabe, es apenas una fantasía, una ilusión efímera.