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Un Republicano moderado que apoya a Trump

 

Ofrecemos esta nota aparecida en la revista norteamericana Politico, escrita por un militante del sector moderado del partido republicano norteamericano, y en la cual explica las razones por las cuales apoya a Donald Trump (!!), así como ofrece su versión de las luchas por casi medio siglo entre moderados y conservadores en el seno del Grand Old Party, el partido de Abraham Lincoln, Dwight Eisenhower y Ronald Reagan.

En primer lugar, la versión castellana. Luego el original en inglés.

América 2.1

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 moderate_republicans 

Solo Donald Trump puede devolver la sensatez al GOP, perdiendo por paliza con Hillary Clinton.

Siendo un Republicano moderado que votó por Obama, yo debería ser el enemigo natural de Donald Trump. Por el contrario, yo lo apoyo.

El establecimiento republicano prevé una derrota de proporciones similares a la de Barry Goldwater en el caso, improbable, de que Trump gane la nominación presidencial republicana. Su pánico crece al mismo tiempo que crece Trump en las encuestas. No obstante, para los republicanos moderados, una nominación de Trump no es algo que debe ser temido, sino bienvenido. Es sólo después de una derrota aplastante de Trump que el Grand Old Party (GOP) puede ganar la Casa Blanca de nuevo.

La nominación de Trump le daría a lo que queda del ala sensata del GOP una oportunidad de retomar el control a resultas de su derrota inevitable, porque probaría, más allá de toda duda, que la actual coalición conservadora no puede ganar la presidencia. Una paliza histórica recibida por estos ignorantes implicaría que el compromiso y la reforma son esenciales para recapturar la Casa Blanca y para atraer nuevos votantes, como los latinos, que hoy en día están alejados del partido republicano.

El mejor escenario posible sería ver a los demócratas perder el apoyo de la nación luego de tres victorias en fila, la mayor cantidad obtenida por un partido desde la post-guerra, y luego la elección de un republicano pragmático en 2020, sin las trabas de un bagaje de extrema derecha, esencial para ganar la nominación, que arrastró a la derrota a John McCain y Mitt Romney.

El fenómeno Trump representa a la perfección la culminación de un populismo y de un anti-intelectualismo que se han hecho predominantes en el partido republicano desde el auge del Tea Party. Creo que muchos dirigentes republicanos han tenido muchas reservas sobre el Tea Party desde sus comienzos, pero los beneficios a corto plazo fueron demasiado grandes para resistirse. Una derrota de Trump es el mejor chance de los republicanos moderados para retomar el control del GOP.

El partido republicano históricamente ha sido el partido de la élite económica. Hay mucha verdad en el viejo chiste de que los republicanos no podían entender por qué perdían una elección si todos sus amigos en el Country Club votaban por ellos. El movimiento conservador, en contraste, ha consistido en buena medida de pequeños empresarios y gente del campo, sospechosos de todo lo que proviniera de la gran ciudad. El GOP y el movimiento conservador han sido siempre aliados muy incómodos.

William F. Buckley, por largo tiempo editor de National Review, la revista conservadora más importante, era famoso por su vocabulario y el uso de palabras rimbombantes. Era una forma consciente de demostrar que los conservadores podían ser ingeniosos y urbanos, no simplemente una partida de palurdos ignorantes. En la década de los sesenta, él alejó a muchos palurdos de la coalición conservadora. Ciertamente desterró del movimiento a los anti-semitas, así como a los teóricos de supuestas conspiraciones de la Sociedad John Birch, y también logró distanciar a los libertarios de Ayn Rand e hizo la paz con el Movimiento de Derechos Civiles.

Estas acciones lograron que el GOP fuera más aceptable a los ojos de los judíos conservadores, y de otros que se oponían a los excesos del liberalismo como consecuencia del proyecto de la Gran Sociedad (N. del T.: Impulsado por los demócratas, a mediados de los sesenta), pero que asimismo rechazaban la carencia de educación y de sofisticación exhibidas por la mayoría de los conservadores. En los setenta, Irving Kristol creó el “Neoconservadurismo”, como una suerte de residencia intermedia para estas personas, con el fin de que pudieran abandonar el liberalismo sin arrojarlos junto a las masas conservadoras, llenas de patanes.

Los líderes republicanos no pudieron impedir que la extrema derecha controlara brevemente el partido, durante la convención de 1964, y que nominara a Barry Goldwater a la presidencia. Pero ello al final demostró ser beneficioso para el partido. Los extremistas tuvieron su oportunidad y la perdieron, en una de las grandes derrotas republicanas de la historia. Luego los líderes del partido retomaron el control y pudieron nominar a Richard Nixon en 1968, quien procedió a hacer que la Gran Sociedad funcionara más eficientemente, como había hecho Dwight Eisenhower con el New Deal.

Por varios años, esta versión tecnocrática del conservadurismo dominó al GOP. Quizá sin la renuncia de Nixon, y la derrota de Gerald Ford en 1976, los tecnócratas podrían haber mantenido el control del partido. Pero al igual que la derrota de Goldwater fue asumida como una derrota de las ideas conservadoras, el innoble fin de las administraciones de Nixon y Ford fue visto como una derrota de los republicanos moderados, que eran tolerados por las bases conservadoras en tanto en cuanto ganaban. En la derrota, la base del partido no tuvo paciencia con ellos.

De las cenizas de la derrota de Ford, un nuevo grupo de dirigentes republicanos personificados por Jack Kemp y Ronald Reagan, dieron nueva vida a un conservadurismo a pleno pulmón. Pero ellos no eran el tipo de conservadores que dominó en partido en 1964; habían aprendido, de la derrota de Goldwater, que un conservadurismo sin compromisos no lograría venderse como producto. De los neoconservadores habían aprendido mucho sobre políticas públicas, y comprendieron que no era suficiente mantener los principios; los conservadores necesitaban asimismo, para poder triunfar, un programa que funcionara, y que pudiera aprobarse en el congreso.

A fines de los setenta, el liberalismo estaba intelectualmente exhausto, y la inflación, que naturalmente tiende a beneficiar políticamente a los conservadores, parecía ser un problema insoluble. La inflación no sólo permitió que los ataques conservadores al déficit presupuestario y al gobierno sobredimensionado sonaran mejor, sino que empujó a los trabajadores a tramos impositivos más elevados, al recibir aumentos salariales ajustados al costo de la vida. Surgió entonces un tema de campaña muy potente en manos republicanas: la reducción de impuestos.

Aunque la mitología de extrema derecha pinta los años de la presidencia de Reagan como el triunfo de sus ideas, la verdad es que él gobernó siguiendo la tradición moderada de los presidentes republicanos de la postguerra. Reagan elevó los impuestos once veces, dio amnistía a extranjeros ilegales, trajo de vuelta tropas norteamericanas del Medio Oriente, apoyó regulaciones medioambientales, incrementó el límite de la deuda, y nombró a muchos moderados en posiciones clave, incluyendo la Corte Suprema. Pero él, con habilidad, mantuvo protegido su flanco derecho mediante una estruendosa retórica conservadora, incluso cuando él violaba sus principios, lo que hacía regularmente.

 

Bruce Bartlett  ha trabajado en los equipos parlamentarios de Ron Paul y Jack Kemp, y también para Ronald Reagan en la Casa Blanca, y en el Departamento del Tesoro en el gobierno de George H.W. Bush. 

 

Traducción: Marcos Villasmil

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LA VERSIÓN INGLESA: 

The Moderate Republican’s Case for Trump

Only Trump can make the GOP sane again—by losing in a landslide to Hillary Clinton.

As a moderate Republican who voted for Obama, I should be Donald Trump’s natural enemy. Instead, I’m rooting for him.

The Republican establishment foresees a defeat of Barry Goldwater proportions in the unlikely event Trump wins the Republican presidential nomination. As Trump’s lead in the polls grows, so too does their panic. Yet, for moderate Republicans, a Trump nomination is not something to be feared but welcomed. It is only after a landslide loss by Trump that the GOP can win the White House again.

Trump’s nomination would give what’s left of the sane wing of the GOP a chance to reassert control in the wake of his inevitable defeat, because it would prove beyond doubt that the existing conservative coalition cannot win the presidency. A historic thrashing of the know-nothings would verify that compromise and reform are essential to recapture the White House and attract new voters, such as Latinos, who are now alienated from the Republican Party.

 A best-case scenario would see the nation souring on the Democrats after three victories in a row, the most either party has achieved in the post-war era, and the election of a pragmatic Republican in 2020, unencumbered by the right-wing baggage essential for winning the nomination that dragged down John McCain and Mitt Romney.

The Trump phenomenon perfectly represents the culmination of populism and anti-intellectualism that became dominant in the Republican Party with the rise of the Tea Party. I think many Republican leaders have had deep misgivings about the Tea Party since the beginning, but the short-term benefits were too great to resist. A Trump rout is Republican moderates’ best chance to take back the GOP.

The Republican Party historically has been the party of the economic elite. There’s much truth in the old joke is that Republicans could never understand why they lost an election because all their friends at the country club voted Republican. The conservative movement, by contrast, largely consisted of small businessmen and country folk suspicious of anything that came out of the big city. The GOP and the conservative movement have always been uncomfortable allies.

William F. Buckley, long-time editor of National Review, the leading conservative journal, was famous for his vocabulary and use of big words. This was a conscious way of demonstrating that conservatives could be smart and urbane, not just a bunch of ignorant yahoos. In the 1960s, he cut many of the yahoos loose from the conservative coalition. He effectively banished the anti-Semites as well as the conspiracy theorists in the John Birch Society from the movement, distanced it from the extreme libertarianism of Ayn Rand and made peace with the Civil Rights Movement.

These actions made the GOP more palatable to conservative Jews and others who opposed the excesses of liberalism in the wake of the Great Society, but were repelled by the lack of education and sophistication exhibited by most conservatives. In the 1970s, Irving Kristol created “neoconservatism” as a sort of halfway house for such people, allowing them to abandon liberalism without throwing in with the uncouth conservative masses.

Republican leaders couldn’t stop the far right from briefly taking control of the 1964 convention and nominating Goldwater. But it ultimately proved beneficial to the party. The extremists had their chance and lost in one of the great blowouts in history. This chastened them and allowed regular party leaders to reassert control and nominate Richard Nixon in 1968, who proceeded to accommodate the Great Society by trying to make it work more efficiently, just as Dwight Eisenhower had done with the New Deal.

For a few years, this technocratic version of conservatism dominated the GOP. Perhaps without Nixon’s resignation and Gerald Ford’s defeat in 1976, the technocrats might have remained in control of the party. But just as Goldwater’s defeat was treated as a defeat for conservative ideas, the ignoble end to the Nixon and Ford administrations signaled a defeat for Republican moderates, who were tolerated by the conservative rank-and-file only as long as they won. In defeat, the party base had no patience for them.

From the ashes of the Ford defeat, a new group of Republican leaders epitomized by Jack Kemp and Ronald Reagan revived a more full-throated conservatism. But they were not the sort of conservatives who ruled the party in 1964; they had learned from Goldwater’s defeat that uncompromising conservatism would not sell. They had also learned a lot about public policy from the neoconservatives and understood that it was not enough to stand on principle; conservatives also needed a workable program that could pass Congress if they hoped to succeed.

By the late 1970s, liberalism was intellectually exhausted and inflation, which naturally tends to benefit conservatives politically, had proven to be an insoluble problem. Not only did inflation make conservative attacks on the budget deficit and Big Government resonate more strongly, but it pushed workers up into higher tax brackets when they got cost-of-living pay increases. This made tax cutting a highly potent campaign issue for Republicans.

Although the far right’s mythology paints the Reagan years as the triumph of their ideas, the truth is that he governed very much in the moderate tradition of postwar Republican presidents. Reagan raised taxes 11 times, gave amnesty to illegal aliens, pulled American troops out of the Middle East, supported environmental regulations, raised the debt limit and appointed many moderates to key positions, including on the Supreme Court. But he skillfully kept his right flank protected by using thundering conservative rhetoric, even as he violated his own stated principles on a regular basis.

 

Bruce Bartlett has been on the congressional staffs of Ron Paul and Jack Kemp, worked for Ronald Reagan in the White House and at the Treasury Department for George H.W. Bush.

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