El régimen cubano se ha venido resistiendo en los últimos años a caer en una dependencia de China como la que en su día tuvo de la URSS. Sin embargo, la urgencia de aliviar el colapso económico que sufre la isla, que a su vez impulsa las protestas callejeras, puede obligar a La Habana a un acercamiento a Pekín que, de entrada, encuentra reticencia en las dos partes e inquietud en Washington.
Desde 2014, cuando el hundimiento del precio del petróleo quitó valor al auxilio que la Venezuela chavista venía prestando a La Habana, el comercio de Cuba ha ido dependiendo cada vez más de las exportaciones a China, que hoy es el primer socio comercial de la
isla. En los últimos seis años, las exportaciones cubanas al gigante asiático (básicamente azúcar y níquel) han pasado del 18,9% de 2014 al 38,2% del total de exportaciones en 2019, mientras que las enviadas a España, su segundo destino, han fluctuado sin grandes variaciones en torno al 10%.
No obstante, el hecho de que las importaciones que Cuba realiza desde China permanezcan contenidas, indica que La Habana prefiere evitar una mayor dependencia. Si en 2015 llegaron a suponer el 26,8% del total de importaciones realizadas por Cuba, en 2019 cayeron al 15%, mientras que España ha sobrepasado a China como primer origen de los productos que Cuba compra (el 19,2% de las importaciones en 2019). Ese peso de España en el comercio de la isla, así como en su turismo (actividad que supone el 10% del PIB cubano y es fundamental fuente de divisas), explica el dilema que tiene Madrid a la hora de expresar firmeza frente a la dictadura castrista.
Cuba importa muchos más productos de los que exporta (entre cuatro y cinco veces más), lo que genera una deuda difícil de sostener. En 2020, en plena pandemia, Cuba tuvo que reducir cerca de un 40% sus importaciones, haciendo aún más acuciante la escasez interna de productos. A la vez forzó una negociación con los acreedores del Club de París (España, Francia y Japón son los países a los que más debe) que condujo en 2021 a un acuerdo para la moratoria de un año del pago de sus obligaciones, las cuales se vienen arrastrando desde hace tres décadas (desde la desaparición de la URSS). La deuda exterior cubana ronda los 18.200 millones de dólares (cifra de 2016).
Los créditos chinos
China puede desempeñar aquí un papel importante, si decidiera jugar a fondo la carta cubana. Cuba no forma parte del FMI ni del Banco Mundial, así que apenas tiene puertas a las que llamar. Y China se ha convertido en un gran prestamista. Sus bancos públicos han repartido cerca de 140.000 millones de dólares desde 2005 solo en Latinoamérica. Mientras el régimen castrista tenía como financiador a Venezuela, a través de su petróleo (era Venezuela entonces la que pedía los créditos a China, a cambio de petróleo a futuro, convirtiéndose en el mayor destino de los préstamos públicos chinos en Latinoamérica, con 66.200 millones de dólares), La Habana se mantuvo al margen de la influencia de Pekín. Pero con Venezuela ya colapsada, desde 2015 ha recibido 240 millones en créditos del Banco de Exportaciones e Importaciones de China (dos de 60 millones cada uno para proyectos de biomasa y energía solar y uno de 120 millones para la construcción de una terminal en el puerto de Santiago). Previamente, en 2011, China condonó 6.000 millones de dólares de la deuda cubana.
La evolución que experimente la cifra de los préstamos chinos puede ser el mejor indicador de si se produce o no una aproximación geopolítica entre Cuba y China del calibre de la que la isla tuvo con la URSS.
La Habana se acerca a Pekín con suspicacia, en parte por la llamada «trampa de la deuda» china, que hace temer llegar a una dependencia excesiva que pudiera obligar a ceder la soberanía nacional de alguna infraestructura importante (por ejemplo, que el puerto de Santiago tuviera que entregarse por 99 años como ha ocurrido con algún otro puerto del mundo).
Por su parte, Pekín no ha dado muestras de momento de un especial empeño en lograr una presencia decisiva en el lugar estratégico que geográficamente ocupa Cuba de cara a la rivalidad entre EE.UU. y China. Tal vez se deba a que, a diferencia de lo que ocurría con Moscú en la Guerra Fría, ahora Pekín tiene el pie en múltiples lugares del Caribe, incluso en tradicionales aliados de Washington, como es el caso del Canal de Panamá. Además, China elude cargas económicas (así, ya no está dando más créditos a Venezuela, que se ha demostrado muy mal pagadora).
Inquietud de Washington
De momento, el acercamiento tiene una concreción moderada. En 2017 se abrió en Cuba la primera planta de ensamblaje de ordenadores, de la empresa china Haier, y en 2019 comenzaron a llegar los primeros autos chinos, del fabricante Tangshan. También en 2019, Cuba se incorporó formalmente al proyecto de Nueva Ruta de la Seda, y se inauguró el terminal del puerto de Santiago, desarrollado por China Communications Construction Company (CCCC). Igualmente ha habido inversión de farmacéuticas y algunas empresas se han instalado en la zona económica especial de Mariel.
EE.UU. mira con inquietud la actividad de China en el Caribe, la actual daría un salto cualitativo de producirse una penetración sustancial en Cuba. Por tanto, se da la paradoja de que una especial presión sobre la isla por parte de Washington, en estos momentos tan críticos de quiebre económico y tensión social, puede empujar a La Habana hacia los brazos de su rival.