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El sobresaliente discurso de incorporación de Monseñor Pérez Morales a la Academia Internacional de Hagiografía

Ocupa el Sillón San Juan XXIII

 

 

Discurso de incorporación a la Academia Internacional de Hagiografía

Sillón San Juan XXIII

Caracas, 12 Junio 2024

JUAN XXIII DE TRANSICIÓN EPOCAL

Mons. R. Ovidio Pérez Morales

Grato deber al inicio de la presente exposición es manifestar mi agradecimiento a la Academia Internacional de Hagiografía por la distinción que sus Miembros de Número han querido hacerme para ocupar un sillón en esta prestigiosa institución y precisamente con el nombre de un Santo y Papa (1881-1963), que la Providencia eligió para servir a la Iglesia en una circunstancia histórica trascendental (1958-1963) y la cual para mí constituyó un escenario existencial privilegiado.

En Protagonistas de Iglesia y mundo[1]reproduje una Entrevista imaginaria del Papa Roncalli[2], de la cual me será grato aquí substraer algún dato y reflexión. Aparte de las obligantes referencias a sus documentos y mensajes, resulta fácil encontrar material de apoyo para hablar de Juan XXIII por la abundosa bibliografía sobre tan sorpresivo y original pastor.

Coincidencia existencial.

Me resulta sumamente familiar y grato hablar sobre nuestro personaje, a quien identifico como muy inserto en el tejido de mi vida en un capítulo particularmente significativo. Comenzaré describiendo el marco temporal de mi encuentro romano con el Papa Giovanni.

Cuando su antecesor en la sucesión de San Pedro, Pio XII, falleció (9. 10. 1958), me encontraba yo en Roma en el Pontificio Colegio Pio Latino Americano, haciendo los reglamentarios ejercicios espirituales en los días previos a mi ordenación sacerdotal (mejor, presbiteral). La estricta disciplina seminarística en ese tiempo no permitió que, encontrándome junto a un grupo de compañeros en esa inmediata preparación al sacramento del Orden, pudiese interrumpirla para estar presente en la solemne procesión de entrada a Roma del difunto Papa, procedente de la residencia pontificia veraniega de Castel Gandolfo, para la velación en la Basílica de San Pedro. Pude sí venerar luego en ésta sus despojos mortales y participar en la ceremonia de entierro.

Mi ordenación presbiteral, tuvo lugar junto a una veintena de compañeros piolatinos, en la sede misma del Seminario, el 26 de otubre -y esto es una de las curiosidades que suelo referir en conversas autobiográficas- en una Iglesia sin Papa. En efecto, Pío XII yacía en el sepulcro y para su sucesor no había salido todavía humo blanco de la Capilla Sixtina. La que se suele denominar como “primera misa”, la celebré, por cierto, el día siguiente temprano en la mañana en el altar de La Cátedra de la Basílica de San Pedro, bajo la Gloria del Bernini; fue la causa por qué -comprensiblemente- todos los asistentes al terminar la misa se quedaron en la Plaza de San Pedro (sin ir al protocolar desayuno, excepto mi persona, mamá y un sacerdote) para ver si salía el esperado humo informador de la elección del nuevo Papa. Fue el día siguiente (28) al caer la tarde cuando hubo conmoción en la muchedumbre agolpada frente a la Basílica, al oír la sensacional y feliz noticia de la elección del nuevo pontífice: “Habemus Papam”, seguida de un nombre, Angelo Giuseppe Roncalli, el cual no figuraba, por cierto, entre los más candidateados. El inicio de mi sacerdocio, felizmente, coincidió así con el del pontificado del “Papa bueno”.

Primeros y desconcertantes encuentros

El Colegio Pio Latinoamericano, de capital importancia para el catolicismo continental, fue fundado en Roma el 21 de noviembre de l858. Cuando el Papa Pío IX dio su bendición a ese seminario comenzó un instituto que en los cien años siguientes habría de fructificar en dos mil sacerdotes, entre los cuales siete cardenales y más de ciento sesenta obispos. En su sede se celebró en 1899 el Concilio Plenario de América Latina, de capital importancia para la evangelización del Continente, bajo el pontificado de León XIII.

Fui alumno de dicho colegio desde septiembre 1952, cuando inicié estudios de filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana. Mi tiempo piolatino en su mayor parte transcurrió entonces bajo el pontificado de Pío XII, quien guiara a la Iglesia universal desde 1939; fueron años de reconstrucción postbélica y de consolidación democrática en la Europa occidental.

La primera vez que vi a Pío XII fue en la en la Plaza de San Pedro, en la celebración del trigésimo aniversario de la fundación de la Unión de Hombres Católicos de Italia. Majestuosa solemnidad, que congregó una multitudinaria concentración católica entusiasta y disciplinadamente organizada, reunida en torno a un pontífice de imponente apariencia, gesto pausado y discurso denso y metódico. Firme adhesión y ferviente admiración se conjugaban en quienes participábamos en ese para mí primer encuentro con el Sucesor de Pedro. En forzado encierro dentro de totalitarismos circundantes y luego en marco de enfrentamientos desafiantes, Pío XII había abierto a la Iglesia una respetada presencia en ámbito internacional y un reconocido protagonismo en lo atinente a reconciliación y libertad, en un mundo que lamentablemente estaba pasando de un hirviente conflicto a una guerra fría.

Con ocasión del primer centenario de nuestro Colegio, Juan XXIII recibió en audiencia -una de sus primerísimas- a todos cuantos formábamos la amplia familia piolatina. Tenía yo pocas semanas de ordenado presbítero y, por tanto, al encuentro con el nuevo pontífice acudía con una buena dosis de curiosidad y talante comparativo. Sería insincero si no confesase que de esa audiencia salí con no escaso desconcierto. Al fondo de la amplia sala vaticana se había sentado un Papa bien entrado en años, regordete, de movimientos descompasados y abundosa gestualidad. Sin papel en mano nos habló con fresca espontaneidad sobre varios temas pastorales que juzgaba útiles al ministerio sacerdotal, mezclando doctrina y experiencia. Confieso que quedó indeleble en mi memoria, para permanente y pedagógico recuerdo, esta sencilla advertencia del nuevo Pontífice: hay sacerdotes que se quejan de que no pocos hombres cuando van a celebraciones en la Iglesia, si acaso entran, permanecen recostados en las paredes; ahora bien, yo les pregunto a ustedes ¿Qué es mejor? ¿Qué se queden fuera o que al menos entren? Para un estudiante de teología, acostumbrado a las magistrales exposiciones doctrinales, leídas, de Pío XII, esa exposición espontánea y asistemática de Juan XXIII resultaba patentemente disonante.  Sólo en el decurso de los acontecimientos que se fueron desarrollando entendí por dónde iban las cosas y qué hondo sentido tenían aquellos recuerdos y espontaneidades pastorales.

El discurso inicial del Concilio, anunciado en enero de 1959 e inaugurado en octubre de 1962, lo desarrolló el Papa precisamente en una línea de apertura, comprensión, creatividad, marcando el rumbo para una Iglesia en nuevos escenarios. En tan solemne oportunidad, refiriéndose a los errores de los seres humanos dijo:

Siempre la Iglesia se opuso a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que  remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos”.

Del Papa Giovanni se cuentan muchas anécdotas –se non é vero y ben trovato, dicen los italianos como justificación de cualquier cuento-. Yo me restringiré sólo a una, porque vivida personalmente, por cierto en la ocasión de la imposición del capello a nuestro primer cardenal (16.1.1961) el arzobispo de Caracas José Humberto Quintero.  En la audiencia concedida a la comitiva que acompañó a éste en tal ocasión -en ella pude participar por encontrarme todavía en la Ciudad Eterna- el Papa tuvo la deferencia de saludar e intercambiar con los presentes. Al encontrarse con el grupo de aeromozas, luego de saludarlas cariñosamente se detuvo a contarles algunas experiencias de sustos experimentados en vuelos, lo cual fue para todos motivo sorpresivo de alegría y admiración. El Papa mostraba así que infalibilidades y competencias supremas no lo despojaban de su condición de miembro de la familia humana, en la cual estaba llamado a compartir con fresco afecto.  Ese gesto venía a ser como un símbolo del cambio eclesial en profundidad que se estaba abriendo paso.

En cambio epocal

Después del Concilio Vaticano II (1962-1965) se suele hablar de dos tiempos de la Iglesia y no simplemente en sentido cronológico, sino en cuanto a actitud y significado de presencia: pre y postconciliar.  En cuanto a concilios universales se habían experimentado en los tiempos modernos dos saltos: el primero, de tres siglos, de Trento (1545-1563) al Vaticano I (1869-1870); el segundo, de un siglo, del Vaticano I al II. Objetivos conciliares:  de Trento fue enfrentar polémicamente al protestantismo, del Vaticano I encarar beligerantemente la modernidad. Característica del Vaticano II ha sido la de aggiornamento de la Iglesia en tiempos de cambio epocal. Sobre este escenario valgan algunas observaciones.

Partamos de una comprobación de Perogrullo: la historia es cambio. Hay cambios, sin embargo, que por su magnitud y efectos reclaman una atención y un calificativo especiales. Bastante conocida es la interpretación de Alvin Toffler al hablar de tres grandes olas históricas[3]. 1955 podría considerarse como indicador significativo del emerger de la tercera ola -en medio de la cual nos encontramos- caracterizada por un gigantesco salto científico-tecnológico con su correspondiente metamorfosis cultural. Lo cierto es que se ha hecho común hablar de cambio epocal, introduciéndose este adjetivo para designar la presente circunstancia histórica, que no es ya simplemente de multiplicación y aceleración de cambios, sino de otra cosa, para la cual se ha recurrido al mencionado calificativo. No es del caso entrar aquí a ilustrar esta afirmación con la mención de algunos ejemplos de un vastísimo inventario. Bastaría decir que es sobre todo en los campos de la comunicación y de la vida donde se destaca lo novedoso. Como concesión humorística respecto de nuevas tecnologías cabría observar que ahora son los niños los instructores de los adultos el manejo de invenciones. Con respecto a la comprobación y calificación del cambio contemporáneo, el Vaticano II dejó estampado lo siguiente en la Constitución Gaudium et Spes:

El género humano se halla en un nuevo período de su historia, caracterizado por cambio profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero (…) se puede ya hablar de una verdadera metamorfosis (vera transformatione) social y cultural, que redunda también en la vida religiosa (GS 4).

Por cierto que el primer documento conciliar aprobado y promulgado -junto al de la liturgia (4-12.1963), fue sobre la comunicación social y tiene por cierto, como título y primeras palabras, Inter Mirifica (Entre los maravillosos) seguidos por los vocablos “inventos de la técnica”, que abren el texto de dicho decreto (IM 1) ¡Ciertamente los padres conciliares que lo aprobaron no se imaginaban que sus sucesores podrían comunicarse en sus asambleas con videos, celulares y artefactos del género! Apenas tres años después de terminado el Concilio, la revolución del terrible `68 fue indicador de la magnitud de la sorprendente metamorfosis.

Es comprensible que en épocas tan agitadas como la postconciliar las actitudes y posiciones no registren siempre la configuración y la mesura necesarias o convenientes. Además, en el procedimiento humano la cizaña suele mezclarse con el trigo. El necesario aggiornamento se produce en coordenadas no siempre fáciles de establecer o manejar en tiempos turbulentos. Resulta así no razonable o justo achacarle al Vaticano II desviaciones y subproductos al margen de la renovación programada y deseada. Una pregunta, con todo, puede ayudarnos a configurar una respuesta sensata ¿Qué hubiera sido de la Iglesia si no se hubiese reunido el Vaticano II para responder a los desafíos planteados a la comunidad eclesial con el cambio epocal? Como ayuda a una respuesta se podría recordar lo sucedido a la armada napoleónica, desprovista de la motivación, indumentaria e implementos necesarios, ante la organizada y furiosa contraofensiva del ejército ruso y de su implacable aliado, el fantasmal invierno.

Cabe añadir que el cambio epocal no ha concluido, ni que el obligante aggiornamento eclesial, impulsado por Juan XXIII y concretado por el Vaticano II, pueden considerarse concluidos. A los desafíos conocidos se están agregando otros como el de una instrumentalizada globalización, una envolvente inteligencia artificial e ideologías desestructuradoras de lo humano. Queda un largo y exigente camino por andar, en una historia que estará, por lo demás, abriendo siempre nuevos capítulos. Traditio y creatio son dos tareas irrenunciables, que el Pueblo de Dios ha de acometer, con fidelidad e inventiva, en su peregrinar, hasta que el Señor regrese.

Bajo el impulso del Espíritu

El Diario del alma [4]permite adentrarnos en la intimidad espiritual del Papa Roncalli, para identificar la raíz profunda de su itinerario existencial y dentro de éste descubrir el hondo y sólido fundamento de su amable y atrayente personalidad. Su sencillez y espontaneidad, el condimento humorístico de su comunicación, la generosa escucha y la disposición  dialogal,  su apertura servicial,  no eran comportamientos ligeros y epidérmicos de su personalidad, sino que tenían un sólido fundamento teologal y manifestaban una contextura y constancia permanentes de espiritualidad conseguidas a través de un ejercicio continuo de disciplina, austeridad y entrega, que expresaban y secundaban diligentemente la gracia de Dios que copiosamente lo acompañaba. No era casual o sorpresivo en él lo que se había conquistado mediante una meditación y sacrificio permanentes.  Volaba alto porque se sumergía bien hondo. El reconocimiento oficial de su santidad por la Iglesia al proponerlo a la veneración y el culto públicos son definitivamente dicientes al respecto.

Desde su adolescencia seminarística (1895) hasta su ocaso vaticano preparando el Concilio (1962), el referido Diario va detallando pasos de su peregrinaje espiritual, que reflejan una oblación total a Dios, una imitación radical de Cristo y una disponibilidad entera al Espíritu Santo, que se expresaban también en una sencilla filiación mariana y un servicio sin reservas al prójimo y a la Iglesia. Su robusta espiritualidad, en medio de cambiantes lugares y misiones de diversa fisonomía religiosa y cultural, seguía un ritmo ordenado y sistemático, en permanente revisión. Sus ejercicios espirituales, individuales o comunitarios, regularmente realizados, conformaban conjuntos de días propicios para profundizar, revisar y programar su vida en relación con Dios y con el prójimo.

De particular significación en tal sentido son los apuntes hechos en su retiro espiritual en Castel Gandolfo, en tiempo preparatorio del Concilio, del lunes 10 al sábado 15 de septiembre de 1962. Al final compendia grandes gracias recibidas, que por su peculiar significación recogemos aquí:

PRIMERA GRACIA. Aceptar con sencillez el honor y el peso del pontificado, con la alegría de poder decir que no hizo nada para provocarlo, absolutamente nada (…) SEGUNDA GRACIA. Hacerme aparecer como sencillas y de inmediata ejecución algunas ideas nada complejas, sino sencillísimas, pero de vasto alcance y responsabilidad frente al porvenir, y con éxito inmediato (…). Sin haber pensado antes en ello, sacar a relucir en un primer diálogo con mi Secretario de Estado, el 20 de enero de l959, las palabras Concilio Ecuménico, Sínodo diocesano, revisión del Código de Derecho Canónico, en contra de toda suposición o imaginación mía en este punto. El primer sorprendido de esta propuesta mía fui yo mismo, sin que nadie me hiciera indicación al respecto. Y decir que todo me pareció tan natural en su inmediato y continuo desarrollo. Después de tres años de preparación, laboriosa ciertamente, pero también feliz y tranquila, aquí estoy ya a los pies de la santa montaña. Que el Señor me sostenga para llevar todo a buen término”[5]

Esta interpretación del lanzamiento de un Concilio la recogió el Papa en su discurso inaugural del acontecimiento, cuando habló de un “toque inesperado, un haz de luz de lo alto”. Idea que manifestaba una iniciativa del Espíritu Santo, fuente primera de vida y renovación del Pueblo de Dios (DI 7).

En ese mismo discurso Juan XXIII explica los aspectos fundamentales de lo que aspira sea el estilo (aire) y la finalidad (horizonte) del Concilio. Disiente de los “profetas de calamidades” para subrayar la acción de la Providencia en la historia presente; junto a la fidelidad al “sagrado depósito de la doctrina cristiana”, invita a “mirar al presente” y las “nuevas rutas” apostólicas que se abren; no actuar de modo repetitivo y condenatorio en la exposición de la doctrina, sino en forma renovada, misericordiosa, positiva; expresa a propósito de diversos temas lo que se sintetizaría comúnmente con el término aggiornamento. Recalca, ya para concluir, que el Concilio debe promover la unidad de la familia cristiana y humana. A más de medio siglo de distancia se evidencia, una invitación pontificia a un cambio de actitud eclesial con respecto a la modernidad, sin caer en el irenismo.

 Hacia la unidad 

La preocupación por la unidad en sus dos vertientes, la ecuménica (intracristiana) y la general (interreligiosa y humana abierta) fue expresamente planteada por el Papa Roncalli en su discurso de apertura conciliar.

  1. Unidad de la familia cristiana:

La Iglesia católica estima, por tanto, como un deber suyo el trabajar denodadamente a fin de que se realice el gran misterio de aquella unidad, que Jesucristo invocó con ardiente plegaria al Padre celeste en la inminencia de su sacrificio (DI 17).

Sobre la unidad intracristiana en 1960 constituyó el Secretariado para la unión de los cristianos; y el Concilio produjo el Decreto Unitatis Redintegratio sobre el ecumenismo. Con éste se conjuga bien la Declaración Nostra Aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Muy significativo es lo que ese decreto afirma en su proemio: “Promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los principales propósitos del Concilio Ecuménico Vaticano II” (UR 1). Vale la pena agregar que significativa en dicho sínodo fue la participación activa de otros organismos cristianos como observadores.

  1. Unidad del género humano:

(El Concilio ecuménico Vaticano II) mientras agrupa las mejores energías de la Iglesia y se esfuerza en hacer que los hombres acojan con mayor solicitud el anuncio de la salvación, prepara y consolida ese camino hacia la unidad del género humano, que constituye el fundamento necesario para que la ciudad terrena se organice a semejanza de la ciudad celeste, en la que, según San Agustín, reina la verdad, dicta a ley la caridad y cuyas fronteras son la eternidad (DI 18).

Este tema de la unidad humana lo desarrolla con amplitud la Gaudium et Spes especialmente en su capítulo II en el que afirma: “Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos” (GS 24).

Documento central y eje del Vaticano es la constitución Lumen Gentium -documento íntimamente asociada con la Gaudium et Spes-, la cual tiene un número clave en esta materia y es justo el primero. En él la Iglesia se define en sentido unificante como signo e instrumento, en Cristo, de la unidad humano-divina e interhumana, la cual constituye el sentido del plan divino creativo-salvífico. Fuente y razón de esta unidad es Dios Unitrino, comunión divina trinitaria (ver LG 4). Aquí encontramos la razón y el fundamento de la línea teológico pastoral de comunión, o sea el eje articulador doctrinal y práctico cristiano, formulada (descubierta) por la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla (1979) y asumida posteriormente para el Concilio Plenario de Venezuela (2000-2006), como lo declaró previamente el Episcopado nacional, el cual agregó algo muy importante como fue la definición de lo que es una línea teológico-pastoral[6].

Resulta así que Dios comunión, crea y salva por la comunión en y por Cristo y, unida a él, la Iglesia como sacramento; ello explica el sentido de la evangelización y la substancia del mandamiento máximo, así como la índole y telos del conjunto de lo real. En ese marco se entiende la direccionalidad de la historia querida por Dios y la fisonomía de lo definitivo.

En paz hacia la unidad

Dos obras podrían considerarse como estelares en el pontificado del Papa Roncalli: sus ocho grandes encíclicas y el XXI Concilio Ecuménico. De aquéllas sobresalen la Mater et Magistra sobre el reciente desarrollo de la cuestión social a la luz de la doctrina cristiana (15 de mayo 1961, en el 70º aniversario de la Rerum Novarum), y, particularmente, la Pacem in Terris sobre la paz entre todos los pueblos, que ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad (11 de abril, Jueves Santo 1963)Ambas recogen, como es costumbre, enseñanzas anteriores de la Iglesia en la materia, buscando actualizarlas en nuevos contextos Sobre la última valgan aquí algunos comentarios.

Juan XXIII entregó a la Iglesia y al mundo la Pacem in Terris poco antes de su muerte el 3 de junio de 1963. Un bello regalo-recuerdo de despedida. El destinatario fue -algo novedoso- junto al acostumbrado y jerarquizado conjunto eclesial, “y a todos los hombres de buena voluntad”. La Pacem in Terris, ahondando en la reflexión de Mater et Magistra refleja un nuevo aire y ángulo de orientación, que responde a una nueva interpretación de la relación Iglesia-mundo, como la dibujó la Gaudium et Spes, ya desde su proemio mismo. La Iglesia no se interpreta frente o al lado del mundo, sino al interior del mismo y a su servicio, en compartir y solidaridad, continuando “bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido” (GS 3). Una actitud que corresponde a la autoidentificación sacramental unificante de Lumen Gentium (No. 1). Podría decirse que se actúa un giro copernicano en autocomprensión:  de un eclesiocetrismo a un “antropocentrismo”, de una actitud autoritativa a otro dialogal, servicial. No se diluye la misión evangelizadora, pero se la reinterpreta sacramentalmente, en apertura a pueblos, culturas, religiones. Se reconoce a Dios como fundamento, fin y garantía del ordenamiento humano, en el cual se destaca la dignidad humana, la índole natural de los derechos-deberes humanos y el horizonte del bien común; se pone atención a la interdependencia e interrelación de los estados y al establecimiento de una comunidad internacional. Son razones por las cuales la Pacem in Terris fue un documento papal que, como nunca antes, tuvo un excepcional eco en instituciones internacionales.

La vida y actuación del Papa buono y la fuerte emoción de cariño, admiración y agradecimiento que produjo a nivel universal, es consecuencia de la novedad que él existencialmente introdujo en la Iglesia y en el mundo.

Conclusión

Elegido Sucesor de Pedro a los 77 años se podía pensar en él como un papa de transición, pero resultó ser en cinco años un arriesgado y apropiado timonel en el mar revuelto del cambio epocal, con una brújula enderezada al aggiornamento eclesial y abriendo ventanas a nuevos aires de paz universal.

Fue el Papa escogido por el Espíritu Santo para relanzar la Iglesia con nuevos bríos hacia nuevos horizontes de humanidad, enfrentando inéditos y serios desafíos, con alma de explorador y pionero.

El “Papa bueno” rebosaba de amabilidad y espontaneidad, que no eran expresión de una simple disposición caracterológica, sino, en mayor hondura, fruto de una espiritualidad profunda y sistemáticamente labrada en seria disciplina y abonada conciencia. En él la auctoritas se entretejía con la benevolentia en un conjunto de pastor bonus.

El Vaticano II fue su privilegiado legado, que entregó para ser concluido y entrar en una praxis de renovación eclesial con patentes frutos positivos. Éstos continúan desarrollándose, aunque acompañados también -nada extraño en lo histórico humano- de radicalizaciones y extralimitaciones, “no precisamente por, sino a pesar de”.

A Juan XXIII, que Dios envió a su Iglesia en el momento justo, lo veneramos como santo. Para nuestra Academia es motivo de alegría, honor y animación, contar con un sillón a su nombre.

 

Caracas, 12 de junio de 2024

Mons. R. Ovidio Pérez Morales

[1] Ovidio Pérez Morales, Ediciones Paulinas 1990.

[2] Publicada originalmente en el Suplemento cultura del diario Últimas Noticias, Caracas, 29-4-79.

[3] Alvin Toffler, La tercera ola, Barcelona, Plaza & Janes, S. A., 1980.

[4] Ediciones Cristiandad, Madrid 1964.

[5] Ibid. 406 y sig.

[6] CONFERENCIA EPISCOPAL VENEZOLANA, Carta Pastoral Colectiva Con Cristo hacia la comunión y la solidaridad, 10 enero 2000.La definición es: “la noción o categoría, interpretativa y valorativa, que constituye el principio o eje unificador de lo que teológicamente se afirma y pastoralmente se propone” (18).

 

 

 

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