El susurro del dragón
En el examen de la literatura actual no se puede hacer a un lado a Tolkien, Rowling o Martin. Sus complejos universos literarios examinan el drama del poder y rescatan los mitos para explicar el presente.
Alok Ranjan Art, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons
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Cualquier docente de literatura que haya dado clases en distintos países sabe que se repite la misma situación de desconocimiento de las literaturas nacionales y del canon, en agudo contraste con la presencia de Star Wars, el universo Marvel, la obra de J. R. R. Tolkien y, desde luego, la apoteósica serie Juego de tronos, basada en la saga Canción de hielo y fuego, de George R. R. Martin. No podemos deshacernos de Martin y de Tolkien, como tampoco de J. K. Rowling, con el fácil expediente de la literatura para jóvenes e infantes, al estilo de las exitosas sagas de vampiros y hombres lobos. Se trata de universos literarios de gran complejidad que exceden ampliamente la facilidad de bestsellers al estilo del otrora exitoso Código Da Vinci, de Dan Brown. En Tolkien, Rowling y Martin, el gran drama de fondo es el problema del poder, desde una mirada que rescata los mitos para explicar el presente y prefigurar una esperanza futura.
Tolkien y Martin rescatan el género épico, sobre todo en la vasta escala de representación que incluye grandes enfrentamientos entre pueblos y culturas, por no hablar de la existencia de héroes y de la supeditación de la vida personal al devenir colectivo. Ambos abominan de la modernidad industrial y se interesan en el manejo político, dejando a un lado a ese diabólico producto ilustrado llamado democracia liberal. Prefieren que el rey sea no el líder más popular, sino el más justo, el predestinado cuyo sentido de vida es descubrir su condición, como en el caso de Jon Snow, o aceptarla, en el de Aragorn. Tienen en común su interés por el universo simbólico y cultural de ese período curiosamente inagotable conocido, sin entrar en detalles, como la Edad Media.
Tolkien apenas roza la presencia de las mujeres en El señor de los anillos, verdadera epopeya homosocial, un entramado de lealtades masculinas que se prolonga por tres tomos y cuenta con millones y millones de lectores en el mundo. Sea por las películas o por el lento hacer de las afinidades literarias, Tolkien sigue vivo con su amor inveterado por el hombre común, capaz de la verdadera bondad. La inteligencia, la magia y el talento militar son apenas el instrumento del destino para que el pequeño hobbit, proveniente de una idílica comunidad rural, salve a la humanidad de sí misma. Una serie de televisión de próximo estreno volverá a llevarnos a ese universo antimoderno en el que el sentido de la existencia pasa por el valor y el heroísmo. La fanaticada tiene la última palabra, los simples lectores y los tantos y tantas escritores de fanfiction, así como los espectadores de las películas.
En cuanto a Canción de hielo y fuego, podría comenzar con las mismas advertencias de la exitosa serie a que dio pie: mucho sexo, violencia extrema, sangre a borbotones. Por sobre todo, un sinfín de traiciones y deslealtades, con el condimento picantísimo de una gran historia de amor que no es otra cosa que un incesto convicto y confeso entre dos de los Lannister, una de las familias que se enfanga en guerras por el trono de hierro. A diferencia de Tolkien y de Rowling, Martin concede un gran espacio a la sexualidad y su universo no hace concesiones respecto a la condición humana, como sí lo hacen la creadora de Harry Potter y el de El señor de los anillos. Aunque estamos hablando de mundos de ficción paganos que rehúyen el cristianismo, al menos Tolkien y Rowling se inclinan ante las virtudes de la bondad, reminiscencia de un mundo de mitologías inglesas tocadas por la literatura de caballería. Martin es mucho más escéptico al respecto, convencido de que su obra está dirigida a personas adultas, lo más alejadas que se pueda de cualquier puritanismo o ánimo de defensa.
Las mujeres que cruzan los sucesivos tomos se convirtieron en las féminas míticas de nuestro tiempo. Gracias a la serie de televisión, Cersei Lannister, Arya Stark y Daenerys Targaryen establecen una mirada sobre el poder y la construcción de la feminidad que a veces tensa de modo extremo la imaginería medieval europea y su absoluto predominio masculino y otras veces repite las viejas representaciones de mujeres con poder político y militar presentes en diversas mitologías. La comprensión de las oscuras motivaciones de los personajes, de las que no se salva nadie, ni siquiera Jon Snow y Sam, interpela las comedidas sensibilidades de una época entre puritana en nombre del progreso y reaccionaria en nombre del orden.
Aunque la serie y las novelas no siguen idénticas trayectorias, las une su objetivo no logrado de evidenciar que la tierra está amenazada por una catástrofe ambiental, intención resumida en la frase “winter is coming”. Nada más alejado de la literatura que las finalidades didácticas. A quien esto escribe le interesaba de la serie televisiva que me llevó a las novelas de Martin la devastadora perspectiva sobre el ser humano como una criatura que necesita matar para no morir, además del disfrute de la maravillosa catarsis producida por las sucesivas muertes de personajes infames o imbéciles. Las actuaciones soberbias, la puesta en escena de un mundo cuyas coordenadas históricas y geográficas inexistentes recuperan el afán milenario de huir de la realidad para verla mejor, la música maravillosa de Ramin Djawadi y el encanto de las narraciones de acción, me hicieron pasar por alto las temporadas francamente mediocres de la serie para fijar la atención en sus virtudes.
Termino la serie “La literatura no es lo que era” con una reflexión sobre este afán planetario por crear narrativas transmedia ambientadas en épocas inexistentes, aunque ubicables por su potencia imaginaria basada en el pasado. La épica sigue viva en las narrativas transmedia como la poesía lírica sigue viva en la canción; la novela moderna, aquella que se entregó a indagar sobre la vida de los hombres y mujeres contemporáneos en espacios contemporáneos, se dirige a minorías cultivadas cada vez más pequeñas, al igual que el cine de dramas adultos que maravilló a nuestros padres, por no hablar de la poesía.
No deja de ser una ironía que las políticas culturales y educativas de los Estados en el siglo XX hayan fracasado en su intento de masificar prácticas culturales consideradas elitistas, mientras que las narrativas audiovisuales para todo público se refinaron hasta llegar a éxitos mundiales como Juego de tronos. Esta ironía es aun mayor cuando se comprueba la fortaleza de los mitos heroicos frente a la férrea voluntad de historia de la literatura y el arte de los dos últimos siglos. No hay duda de que la historia susurra en el vuelo de los dragones de la Khaleesi, Daenerys Targaryen, pero lo que susurra suena más a El cuento de la criada, de Margaret Atwood, que a las prédicas bien intencionadas de tanta narrativa transmedia que se corta las venas por amor a la inclusión.