Lo de hoy es decir que se han desdibujado las líneas divisorias entre la izquierda y la derecha. Este es el mensaje que escuchamos desde la izquierda y la derecha, como si ambos lados del espectro político se hubieran puesto de acuerdo para anunciar el fin de sus desencuentros.
Lo que corresponde a los analistas no es tanto respaldar el decreto del fin de las ideologías como desenmarañar las formas en las que los discursos de derecha e izquierda se polinizan entre sí y se decantan en proyectos y plataformas políticos. Recordar, por ejemplo, cómo en los años sesenta y setenta los discursos de izquierda sobre la emancipación social revolucionaron la hermenéutica del catolicismo y resultaron en la Teología de la Liberación. Y señalar también que, en la última década, el conservadurismo social, con su oposición al derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo, ha colonizado espacios nominalmente de izquierda, disfrazado como compromiso con la “consulta popular”.
Muchos de estos giros y pasos al costado no son más que reacomodos pragmáticos u oportunistas, por supuesto, pero el trasvase de ideas es real. Uno de los ejemplos más interesantes es el discurso y la propuesta de Ricardo Anaya sobre el ingreso básico universal y su optimismo desbordado ante lo que llama “innovación” y “disrupción” tecnológicas.
Aunque la propuesta del ingreso básico universal tiene una larga historia, su popularización en años recientes es parte de la indiscutible victoria cultural de la oleada de movilización social iniciada con las protestas contra la austeridad en Grecia, el movimiento Occupy Wall Street, los Indignados de España y otros momentos similares. Desde entonces, ha sido imposible para las élites financieras y empresariales eludir el legado de enorme desigualdad social que han dejado décadas de desregulación, desmantelamiento del estado de bienestar y fe ciega en el mercado. El combate a la desigualdad es quizás uno de los mayores puntos de convergencia política en la actualidad.
La propuesta del ingreso único universal llega a México precedida de un largo e intenso debate en Europa y Estados Unidos. Entre los muchos ángulos de la discusión destacan la viabilidad financiera de la propuesta a largo plazo, sus efectos sobre las instituciones y mecanismos existentes para la redistribución de la riqueza, como la negociación colectiva y la seguridad social, así como la naturaleza misma del ingreso básico universal: ¿es un paso hacia la emancipación de la tiranía del mercado laboral o un retroceso hacia una mayor dependencia de los trabajadores con respecto al estado?
Muchos medios de izquierda en el mundo han promovido ese debate y se han ido decantando en una postura más crítica que entusiasta hacia la propuesta. Por ejemplo, una revisión de los artículos publicados por la revista Jacobin, baluarte de la izquierda radical estadounidense, en los últimos dos años, revela un claro escepticismo frente a la medida. Algo similar se aprecia en Dissent.
Muchas de las reservas de la izquierda son técnicas, relativas al nivel exacto en el que se tendría que establecer el ingreso básico universal para cumplir con sus funciones de reducción de la pobreza o para establecer un piso mínimo de ingreso que permita absorber los shocks de la automatización de la producción y los cambios radicales en la organización del trabajo. Otras de las críticas destacan que estas propuestas no representan tanto la liberación de los trabajadores con respecto a los vaivenes del mercado laboral como la liberación de los empleadores con respecto a la negociación colectiva.
Buena parte de la explicación de la tibia reacción en la izquierda hacia el ingreso básico universal se halla, por supuesto, en algunos de sus patrocinadores. Mark Zuckerberg (el mismo que sabe a quién han estado espiando en Facebook, queridos lectores) es la figura más representativa del grupo de jóvenes príncipes de Silicon Valley que se han convertido en portavoces de esta propuesta. La utopía de Zuckerberg, Ellon Musk (quien pronto llegará a Marte en su propia nave), et al consiste en emplear el ingreso básico universal como una especie de póliza de seguridad. De esta forma, las “innovaciones” y “disrupciones” que pregonan como motores del cambio tecnológico y social no derivarían en desestabilizantes situaciones de pobreza y marginación económica para las comunidades de las regiones “perdedoras” del proceso de cambio, ya que todos los trabajadores estarían de alguna forma “nivelados” por un ingreso garantizado financiado por los mayores retornos al capital.
Esta es la utopía tecnosocialista que ha adoptado Ricardo Anaya como su principal propuesta de desarrollo social. Los diez puntos con los que la describe son una clásica mezcla de optimismo neoliberal y preocupación social: reducción de la pobreza y la desigualdad, protección de los trabajadores no solo frente a la incertidumbre económica, sino también contra la tutela del estado y las redes clientelares. Asimismo, eficiencia en el uso de los recursos, mayor poder adquisitivo de los sectores más desfavorecidos, incremento en el consumo, estímulo a jóvenes emprendedores, etcétera.
Para los promotores del tecnosocialismo, como Ricardo Anaya, el factor verdaderamente revolucionario en las sociedades es el cambio tecnológico, el cual procede “exponencialmente” y condena a la obsolescencia a los actores económicos que no estén a la vanguardia. Para que los beneficios del progreso tecnológico se repartan entre la sociedad se requieren medidas como el ingreso único universal. La idea de que el progreso tecnológico y el aumento de la productividad pueden influir positivamente en la reducción de la desigualdad, a través de políticas públicas diseñadas para tal efecto, y no de la “mano invisible del mercado”, es una premisa común en la socialdemocracia contemporánea, lo que coloca a Anaya y los que piensan como él dentro de las coordenadas de la centroizquierda.
Por supuesto, todas estos supuestos y propuestas son muy debatibles, y en esto radica el mérito de la iniciativa del ingreso básico universal: abre un espacio de discusión en el que la izquierda mexicana puede intervenir no solo con sus viejas certezas, sino con las dudas que estas ideas generan, como ya lo hemos visto con sus camaradas estadounidenses y europeos. A partir de las coincidencias en el sombrío diagnóstico del presente, este ciclo electoral debería alentarnos a debatir el futuro.