EL CUENTO DEL MES: Edgar Allan Poe: El tonel de amontillado
El tonel de amontillado
[Cuento. Texto completo.]
Edgar Allan Poe
Había yo soportado hasta donde me era posible las mil ofensas de que Fortunato me hacía objeto, pero cuando se atrevió a insultarme juré que me vengaría. Vosotros, sin embargo, que conocéis harto bien mi alma, no pensaréis que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto quedaba definitivamente decidido, pero, por lo mismo que era definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco es reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha ofendido.
Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras había yo dado motivo a Fortunato para dudar de mi buena disposición. Tal como me lo había propuesto, seguí sonriente ante él, sin que se diera cuenta de que mi sonrisa procedía, ahora, de la idea de su inmolación.
Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos era hombre de respetar y aun de temer. Enorgullecíase de ser un connaisseur en materia de vinos. Pocos italianos poseen la capacidad del verdadero virtuoso. En su mayor parte, el entusiasmo que fingen se adapta al momento y a la oportunidad, a fin de engañar a los millonarios ingleses y austriacos. En pintura y en alhajas Fortunato era un impostor, como todos sus compatriotas; pero en lo referente a vinos añejos procedía con sinceridad. No era yo diferente de él en este sentido; experto en vendimias italianas, compraba con largueza todos los vinos que podía.
Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura más extrema, cuando encontré a mi amigo. Acercóseme con excesiva cordialidad, pues había estado bebiendo en demasía. Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico gorro de cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me pareció que no terminaría nunca de estrechar su mano.
-Mi querido Fortunato -le dije-, ¡qué suerte haberte encontrado! ¡Qué buen semblante tienes! Figúrate que acabo de recibir un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas.
-¿Cómo?,-exclamó Fortunato-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mitad de carnaval…!
-Tengo mis dudas -insistí-, pero he sido lo bastante tonto como para pagar su precio sin consultarte antes. No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio.
-¡Amontillado!
-Tengo mis dudas.
-¡Amontillado!
-Y quiero salir de ellas.
-¡Amontillado!
-Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con sentido crítico, es él. Me dirá que…
-Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.
-Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable al tuyo.
-¡Ven! ¡Vamos!
-¿Adónde?
-A tu bodega.
-No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás ocupado, y Lucresi…
-No tengo nada que hacer; vamos.
-No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un fuerte catarro. Las criptas son terriblemente húmedas y están cubiertas de salitre.
-Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado engañar. En cuanto a Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y amontillado.
Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome una roquelaure, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo.
No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse escapado para festejar alegremente el carnaval. Como les había dicho que no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes expresas de no moverse de casa, estaba bien seguro de que todos ellos se habían marchado de inmediato apenas les hube vuelto la espalda.
Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, le conduje a través de múltiples habitaciones hasta la arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos una larga escalera de caracol, mientras yo recomendaba a mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo y pisamos juntos el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors.
Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon los cascabeles de su gorro.
-El tonel -dijo,
-Está más delante -contesté-, pero observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas.
Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de su embriaguez.
-¿Salitre? -preguntó, después de un momento.
-Salitre -repuse-. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme durante varios minutos.
-No es nada -dijo por fin.
-Vamos -declaré con decisión-. Volvámonos; tu salud es preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición sería lamentada, cosa que no ocurriría en mi caso. Volvamos, pues, de lo contrario, te enfermarás y no quiero tener esa responsabilidad. Además está Lucresi, que…
-¡Basta! -dijo Fortunato-. Esta tos no es nada y no me matará. No voy a morir de un acceso de tos.
-Ciertamente que no -repuse-. No quería alarmarte innecesariamente. Un trago de este Medoc nos protegerá de la humedad.
Rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga hilera de la misma clase colocada en el suelo.
-Bebe -agregué, presentándole el vino.
Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Detúvose y me hizo un gesto familiar, mientras tintineaban sus cascabeles.
-Brindo -dijo- por los enterrados que reposan en torno de nosotros.
-Y yo brindo por que tengas una larga vida.
Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.
-Estas criptas son enormes -observó Fortunato.
-Los Montresors -repliqué- fueron una distinguida y numerosa familia.
-He olvidado vuestras armas.
-Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.
-¿Y el lema?
-Nemo me impune lacessit.
-¡Muy bien! -dijo Fortunato.
Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había estimulado también mi fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales aparecían también toneles y pipas, hasta llegar a la parte más recóndita de las catacumbas. Me detuve otra vez, atreviéndome ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo.
-¡Mira cómo el salitre va en aumento! -dije-. Abunda como el moho en las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos… Ven, volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos…
-No es nada -dijo Fortunato-. Sigamos adelante, pero bebamos antes otro trago de Medoc.
Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciólo de un trago y sus ojos se llenaron de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulando en una forma que no entendí.
Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
-¿No comprendes?
-No -repuse.
-Entonces no eres de la hermandad.
-¿Cómo?
-No eres un masón.
-¡Oh, sí! -exclamé-. ¡Sí lo soy!
-¿Tú, un masón? ¡Imposible!
-Un masón -insistí.
-Haz un signo -dijo él-. Un signo.
-Mira -repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi roquelaure una pala de albañil.
-Te estás burlando -exclamó Fortunato, retrocediendo algunos pasos-. Pero vamos a ver ese amontillado.
-Puesto que lo quieres -dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato, que se apoyó pesadamente. Continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una hilera de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez, llegamos a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que nuestras antorchas dejaron de llamear y apenas alumbraban.
En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra sus paredes se habían apilado restos humanos que subían hasta la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de esa cripta interior aparecían ornamentados de esta manera. En el cuarto, los huesos se habían desplomado y yacían dispersos en el suelo, formando en una parte un amontonamiento bastante grande. Dentro del muro así expuesto por la caída de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería de unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto de seis o siete. Parecía haber sido construida sin ningún propósito especial, ya que sólo constituía el intervalo entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y formaba su parte posterior la pared, de sólido granito, que las limitaba.
Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de ver en lo hondo del nicho. La débil luz no permitía adivinar dónde terminaba.
-Continúa -dije-. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi…
-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, mientras avanzaba tambaleándose y yo le seguía pegado a sus talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver que la roca interrumpía su marcha, se detuvo como atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente por unos dos pies. De una de ellas colgaba una cadena corta; de la otra, un candado. Pasándole la cadena alrededor de la cintura, me bastaron apenas unos segundos para aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.
-Pasa tu mano por la pared -dije- y sentirás el salitre. Te aseguro que hay mucha humedad. Una vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendré que dejarte. Pero antes he de ofrecerte todos mis servicios.
-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su estupefacción.
-Es cierto -repliqué-. El amontillado.
Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de huesos de que ya he hablado. Echándolos a un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de mortero. Con estos materiales y con ayuda de mi pala de albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho.
Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la embriaguez de Fortunato se había disipado en buena parte. La primera indicación nació de un quejido profundo que venía de lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho. Siguió un largo y obstinado silencio. Puse la segunda hilera, la tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la cadena. El ruido duró varios minutos, durante los cuales, y para poder escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la antorcha sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la figura allí encerrada.
Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la garganta de aquella forma encadenada, me hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y temblé. Desenvainando mi espada, me puse a tantear con ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida reflexión para tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en volumen y en fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron por cesar.
Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminé una parte de la undécima y última; sólo quedaba por colocar y fijar una sola piedra. Luché con su peso y la coloqué parcialmente en posición. Pero entonces brotó desde el nicho una risa apagada que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que me costó reconocer la del noble Fortunato.
-¡Ja, ja… ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto… una excelente broma…! ¡Cómo vamos a reírnos en el palazzo… ja, ja… mientras bebamos… ja, ja!
-¡El amontillado! -dije.
-¡Ja, ja…! ¡Sí… el amontillado…! Pero… ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estarán esperando en elpalazzo… mi esposa y los demás? ¡Vámonos!
-Sí-dije-. Vámonos.
-¡Por el amor de Dios, Montresor!
-Sí -dije-. Por el amor de Dios.
Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta:
-¡Fortunato!
Silencio. Llamé otra vez.
-¡Fortunato!
No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Requiescat in pace!
FIN
Traducción de Julio Cortázar
EL ORIGINAL EN INGLÉS:
THE CASK OF AMONTILLADO
by Edgar Allan Poe
(1846) THE thousand injuries of Fortunato I had borne as I best could, but when he ventured upon insult I vowed revenge. You, who so well know the nature of my soul, will not suppose, however, that gave utterance to a threat. At length I would be avenged; this was a point definitely, settled –but the very definitiveness with which it was resolved precluded the idea of risk. I must not only punish but punish with impunity. A wrong is unredressed when retribution overtakes its redresser. It is equally unredressed when the avenger fails to make himself felt as such to him who has done the wrong.
It must be understood that neither by word nor deed had I given Fortunato cause to doubt my good will. I continued, as was my in to smile in his face, and he did not perceive that my to smile now was at the thought of his immolation.
He had a weak point –this Fortunato –although in other regards he was a man to be respected and even feared. He prided himself on his connoisseurship in wine. Few Italians have the true virtuoso spirit. For the most part their enthusiasm is adopted to suit the time and opportunity, to practise imposture upon the British and Austrian millionaires. In painting and gemmary, Fortunato, like his countrymen, was a quack, but in the matter of old wines he was sincere. In this respect I did not differ from him materially; –I was skilful in the Italian vintages myself, and bought largely whenever I could.
It was about dusk, one evening during the supreme madness of the carnival season, that I encountered my friend. He accosted me with excessive warmth, for he had been drinking much. The man wore motley. He had on a tight-fitting parti-striped dress, and his head was surmounted by the conical cap and bells. I was so pleased to see him that I thought I should never have done wringing his hand.
I said to him –«My dear Fortunato, you are luckily met. How remarkably well you are looking to-day. But I have received a pipe of what passes for Amontillado, and I have my doubts.»
«How?» said he. «Amontillado, A pipe? Impossible! And in the middle of the carnival!»
«I have my doubts,» I replied; «and I was silly enough to pay the full Amontillado price without consulting you in the matter. You were not to be found, and I was fearful of losing a bargain.»
«Amontillado!»
«I have my doubts.»
«Amontillado!»
«And I must satisfy them.»
«Amontillado!»
«As you are engaged, I am on my way to Luchresi. If any one has a critical turn it is he. He will tell me –«
«Luchresi cannot tell Amontillado from Sherry.»
«And yet some fools will have it that his taste is a match for your own.
«Come, let us go.»
«Whither?»
«To your vaults.»
«My friend, no; I will not impose upon your good nature. I perceive you have an engagement. Luchresi–«
«I have no engagement; –come.»
«My friend, no. It is not the engagement, but the severe cold with which I perceive you are afflicted. The vaults are insufferably damp. They are encrusted with nitre.»
«Let us go, nevertheless. The cold is merely nothing. Amontillado! You have been imposed upon. And as for Luchresi, he cannot distinguish Sherry from Amontillado.»
Thus speaking, Fortunato possessed himself of my arm; and putting on a mask of black silk and drawing a roquelaire closely about my person, I suffered him to hurry me to my palazzo.
There were no attendants at home; they had absconded to make merry in honour of the time. I had told them that I should not return until the morning, and had given them explicit orders not to stir from the house. These orders were sufficient, I well knew, to insure their immediate disappearance, one and all, as soon as my back was turned.
I took from their sconces two flambeaux, and giving one to Fortunato, bowed him through several suites of rooms to the archway that led into the vaults. I passed down a long and winding staircase, requesting him to be cautious as he followed. We came at length to the foot of the descent, and stood together upon the damp ground of the catacombs of the Montresors.
The gait of my friend was unsteady, and the bells upon his cap jingled as he strode.
«The pipe,» he said.
«It is farther on,» said I; «but observe the white web-work which gleams from these cavern walls.»
He turned towards me, and looked into my eves with two filmy orbs that distilled the rheum of intoxication.
«Nitre?» he asked, at length.
«Nitre,» I replied. «How long have you had that cough?»
«Ugh! ugh! ugh! –ugh! ugh! ugh! –ugh! ugh! ugh! –ugh! ugh! ugh! –ugh! ugh! ugh!»
My poor friend found it impossible to reply for many minutes.
«It is nothing,» he said, at last.
«Come,» I said, with decision, «we will go back; your health is precious. You are rich, respected, admired, beloved; you are happy, as once I was. You are a man to be missed. For me it is no matter. We will go back; you will be ill, and I cannot be responsible. Besides, there is Luchresi –«
«Enough,» he said; «the cough’s a mere nothing; it will not kill me. I shall not die of a cough.»
«True –true,» I replied; «and, indeed, I had no intention of alarming you unnecessarily –but you should use all proper caution. A draught of this Medoc will defend us from the damps.
Here I knocked off the neck of a bottle which I drew from a long row of its fellows that lay upon the mould.
«Drink,» I said, presenting him the wine.
He raised it to his lips with a leer. He paused and nodded to me familiarly, while his bells jingled.
«I drink,» he said, «to the buried that repose around us.»
«And I to your long life.»
He again took my arm, and we proceeded.
«These vaults,» he said, «are extensive.»
«The Montresors,» I replied, «were a great and numerous family.»
«I forget your arms.»
«A huge human foot d’or, in a field azure; the foot crushes a serpent rampant whose fangs are imbedded in the heel.»
«And the motto?»
«Nemo me impune lacessit.»
«Good!» he said.
The wine sparkled in his eyes and the bells jingled. My own fancy grew warm with the Medoc. We had passed through long walls of piled skeletons, with casks and puncheons intermingling, into the inmost recesses of the catacombs. I paused again, and this time I made bold to seize Fortunato by an arm above the elbow.
«The nitre!» I said; «see, it increases. It hangs like moss upon the vaults. We are below the river’s bed. The drops of moisture trickle among the bones. Come, we will go back ere it is too late. Your cough –«
«It is nothing,» he said; «let us go on. But first, another draught of the Medoc.»
I broke and reached him a flagon of De Grave. He emptied it at a breath. His eyes flashed with a fierce light. He laughed and threw the bottle upwards with a gesticulation I did not understand.
I looked at him in surprise. He repeated the movement –a grotesque one.
«You do not comprehend?» he said.
«Not I,» I replied.
«Then you are not of the brotherhood.»
«How?»
«You are not of the masons.»
«Yes, yes,» I said; «yes, yes.»
«You? Impossible! A mason?»
«A mason,» I replied.
«A sign,» he said, «a sign.»
«It is this,» I answered, producing from beneath the folds of my roquelaire a trowel.
«You jest,» he exclaimed, recoiling a few paces. «But let us proceed to the Amontillado.»
«Be it so,» I said, replacing the tool beneath the cloak and again offering him my arm. He leaned upon it heavily. We continued our route in search of the Amontillado. We passed through a range of low arches, descended, passed on, and descending again, arrived at a deep crypt, in which the foulness of the air caused our flambeaux rather to glow than flame.
At the most remote end of the crypt there appeared another less spacious. Its walls had been lined with human remains, piled to the vault overhead, in the fashion of the great catacombs of Paris. Three sides of this interior crypt were still ornamented in this manner. From the fourth side the bones had been thrown down, and lay promiscuously upon the earth, forming at one point a mound of some size. Within the wall thus exposed by the displacing of the bones, we perceived a still interior crypt or recess, in depth about four feet, in width three, in height six or seven. It seemed to have been constructed for no especial use within itself, but formed merely the interval between two of the colossal supports of the roof of the catacombs, and was backed by one of their circumscribing walls of solid granite.
It was in vain that Fortunato, uplifting his dull torch, endeavoured to pry into the depth of the recess. Its termination the feeble light did not enable us to see.
«Proceed,» I said; «herein is the Amontillado. As for Luchresi –«
«He is an ignoramus,» interrupted my friend, as he stepped unsteadily forward, while I followed immediately at his heels. In niche, and finding an instant he had reached the extremity of the niche, and finding his progress arrested by the rock, stood stupidly bewildered. A moment more and I had fettered him to the granite. In its surface were two iron staples, distant from each other about two feet, horizontally. From one of these depended a short chain, from the other a padlock. Throwing the links about his waist, it was but the work of a few seconds to secure it. He was too much astounded to resist. Withdrawing the key I stepped back from the recess.
«Pass your hand,» I said, «over the wall; you cannot help feeling the nitre. Indeed, it is very damp. Once more let me implore you to return. No? Then I must positively leave you. But I must first render you all the little attentions in my power.»
«The Amontillado!» ejaculated my friend, not yet recovered from his astonishment.
«True,» I replied; «the Amontillado.»
As I said these words I busied myself among the pile of bones of which I have before spoken. Throwing them aside, I soon uncovered a quantity of building stone and mortar. With these materials and with the aid of my trowel, I began vigorously to wall up the entrance of the niche.
I had scarcely laid the first tier of the masonry when I discovered that the intoxication of Fortunato had in a great measure worn off. The earliest indication I had of this was a low moaning cry from the depth of the recess. It was not the cry of a drunken man. There was then a long and obstinate silence. I laid the second tier, and the third, and the fourth; and then I heard the furious vibrations of the chain. The noise lasted for several minutes, during which, that I might hearken to it with the more satisfaction, I ceased my labours and sat down upon the bones. When at last the clanking subsided, I resumed the trowel, and finished without interruption the fifth, the sixth, and the seventh tier. The wall was now nearly upon a level with my breast. I again paused, and holding the flambeaux over the mason-work, threw a few feeble rays upon the figure within.
A succession of loud and shrill screams, bursting suddenly from the throat of the chained form, seemed to thrust me violently back. For a brief moment I hesitated, I trembled. Unsheathing my rapier, I began to grope with it about the recess; but the thought of an instant reassured me. I placed my hand upon the solid fabric of the catacombs, and felt satisfied. I reapproached the wall; I replied to the yells of him who clamoured. I re-echoed, I aided, I surpassed them in volume and in strength. I did this, and the clamourer grew still.
It was now midnight, and my task was drawing to a close. I had completed the eighth, the ninth and the tenth tier. I had finished a portion of the last and the eleventh; there remained but a single stone to be fitted and plastered in. I struggled with its weight; I placed it partially in its destined position. But now there came from out the niche a low laugh that erected the hairs upon my head. It was succeeded by a sad voice, which I had difficulty in recognizing as that of the noble Fortunato. The voice said–
«Ha! ha! ha! –he! he! he! –a very good joke, indeed –an excellent jest. We will have many a rich laugh about it at the palazzo –he! he! he! –over our wine –he! he! he!»
«The Amontillado!» I said.
«He! he! he! –he! he! he! –yes, the Amontillado. But is it not getting late? Will not they be awaiting us at the palazzo, the Lady Fortunato and the rest? Let us be gone.»
«Yes,» I said, «let us be gone.»
«For the love of God, Montresor!»
«Yes,» I said, «for the love of God!»
But to these words I hearkened in vain for a reply. I grew impatient. I called aloud —
«Fortunato!»
No answer. I called again —
«Fortunato!»
No answer still. I thrust a torch through the remaining aperture and let it fall within. There came forth in return only a jingling of the bells. My heart grew sick; it was the dampness of the catacombs that made it so. I hastened to make an end of my labour. I forced the last stone into its position; I plastered it up. Against the new masonry I re-erected the old rampart of bones. For the half of a century no mortal has disturbed them. In pace requiescat!
EXCELENTE NARRACION