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El vendedor de silencio

Figura oscura del periodismo en México y cercano al poder, Carlos Denegri ha sido uno de los líderes de opinión más influyentes de la historia reciente. La nueva novela de Enrique Serna entrelaza su vida con el retrato de un país bajo la sombra del PRI.

Con traje primaveral de lino crudo, sombrero fedora y bostonianos marrones recién boleados, Denegri llegó al zaguán de la Quinta Margarita, la enorme fortaleza donde vivía Maximino desde su mudanza a la capital, cuando lo nombraron secretario de Comunicaciones y Obras Públicas. Vigilada día y noche por efectivos de la policía militar, ocupaba toda una manzana en San Jerónimo, un pueblo suburbano donde las clases pudientes gozaban lo mejor de dos mundos: un ambiente campirano sin apartarse mucho de la ciudad. Después de revisar con lupa su licencia de manejo, el jefe de la escolta lo pasó a la báscula, entre dos hileras de soldados con los rifles en bandolera. ¿Para qué me habrá mandado llamar?, pensó al jalar el cordón de la campana. En los tres años transcurridos desde que sus matones le dispararon en Puebla había tomado un curso intensivo de relativismo moral y apenas quedaban escombros de su vocación justiciera. Los benditos sobres de a mil pesos mensuales que le mandaba Daniel Morales, el jefe de prensa de Los Pinos, y el contacto diario con políticos de baja o mediana categoría, gente simpática y obsequiosa, con enorme talento para ganarse voluntades y ennoblecer cohechos, lo habían predispuesto a favor de una autoridad que halagaba a los periodistas al imbuirles una idea exagerada de su importancia.

Para disipar cualquier predicamento moral empleaba un lema acuñado por los decanos del oficio: embute que no te corrompa, tómalo. No era todavía un copartícipe del poder y, sin embargo, ya lo embriagaban sus ondas magnéticas. Si Maximino lo introducía en el círculo dorado de los voceros incondicionales, se cotizaría más alto en la estimación de la clase política. Temía, sin embargo, que un hombre con tan pocas pulgas no le hubiera perdonado el reportaje en su contra. Pero los hombres como él no se cobraban ofensas a toro pasado, y si tuviera intenciones aviesas, ¿para qué lo había citado en su propia casa?

Un caballerango alto y moreno, ancho de espaldas, con un mechón blanco en la cabellera negra, abrió el portón de madera y lo invitó a pasar. Ca- minaron por un andador adoquinado que dividía el enorme jardín, entre sauces llorones y laureles de la India. Dos perros labradores de lustroso pelaje correteaban entre los macizos de violetas y gardenias. Una parvada de tordos se echó a volar cuando pasaron a su lado. En el potrero, un diestro jinete con sombrero cordobés montaba una yegua blanca. La hizo remolinear a punta de fuetazos y cuando ya sacaba espuma por los belfos le ordenó alzar las patas.

–¿Es el general? –preguntó al caballerango.

–Sí, diario sale a montar. Me encargó que lo pase a su estudio, en lo que termina la práctica.

Su guía lo introdujo en una elegante mansión estilo art decó, de mármol crema veteado de marrón, con una columnata en la veranda y candiles de hierro en forma de campana. Cruzaron la sala, recargada de gobelinos, tibores chinos y trofeos de caza y luego subieron por una fastuosa escalera en espiral. Un busto en bronce de Maximino daba la bienvenida al estudio, una especie de capilla consagrada a su ego militar. Conducido a una salita con mullidos sillones de cuero, Denegri contempló las fotos expuestas en la mesa de centro, en las que Maximino departía con Carranza, Obregón, Calles y Cárdenas. Quiere la gloria, pensó, no le basta con la riqueza y el poder. Se levantó a curiosear en las vitrinas de trofeos: una exhibía sus condecoraciones internacionales, otorgadas todas por gorilatos militares de Latinoamérica, y otra los estandartes que le arrebató a los cristeros. Detrás del escritorio colgaba el retrato de su hermano, el presidente Manuel Ávila Camacho, en uniforme militar, la banda tricolor cruzada en el pecho, y en la pared de enfrente, una foto enmarcada de Benito Mussolini haciendo el saludo fascista.

Era inaudito que en plena Guerra Mundial, mientras el gobierno de México cerraba filas con los aliados, y de un momento a otro podía declarar la guerra a las potencias del Eje, el hermano mayor del presidente no tuviera empacho en proclamar su admiración al Duce. Imaginó el sensacional encabezado en Excélsior: “Maximino toma partido por el fascismo”. Sería un campanazo informativo, pero no andaba a la caza de noticias escandalosas, ni el periódico se arriesgaría a publicarla. Refrenó las ganas de husmear en los libreros y en los cajones del escritorio por temor a que un mayordomo apareciera de pronto. Cuando ya llevaba un cuarto de hora esperando, Maximino entró al despacho con paso marcial, el traje campero manchado de polvo. Colgó el sombrero cordobés en un perchero pero conservó la fusta en el puño. Bajo de estatura y recio de cuerpo, sin una gota de grasa, su porte erguido denotaba un orgullo férreo y, al mismo tiempo, cierta vanidad donjuanesca. Parecía temer que una mala postura pudiera debilitarlo a los ojos del pueblo, como si el poder emanara del lenguaje corporal. O tal vez creyera que una espalda recta lo autorizaba a ser chueco en todo lo demás.

–Buenos días, joven –lo saludó de mano con un vigor casi juvenil–. Tuve el gusto de conocer a su señor padre cuando era secretario de Agricultura. Andaba por Teziutlán repartiendo tierras, vino a mi rancho y lo invité a colear unas reses. Buen charro y mejor tirador. Lamento que lo hayan congelado en el servicio diplomático. Conmigo siempre ha sido una finísima persona. Con tan buena cuna, ¿cómo fue que usted acabó de periodista?

–Por vocación. Desde niño me gustaba escribir.

Maximino subió los pies en la mesa de centro. Con la fusta se daba golpecitos en la palma de la mano izquierda, en un tic de capataz acostumbrado a imponer temor. Apretaba el mango con tal fuerza que se le marcaban las venas del antebrazo. Según las malas lenguas, Maximino castigaba a sus subalternos a punta de fuetazos y temió que pretendiera darle el mismo trato.

–Sé que escribió un reportaje en mi contra lleno de mentiras y quiso publicarlo pese a la advertencia de mis muchachos –soltó un bufido amenazador–. No tiraron a matar, nomás querían espantarlo. Respeto los actos de valor, pero si ese libelo se publica usted estaría empujando malvas en el panteón. A su edad yo también hice tarugadas. Me rebelé contra el gobierno de Madero cuando creí que había traicionado la Revolución y tuve que andar a salto de mata en la sierra de Puebla, imagínese nomás. Pero veo que lo tarado ya se le está quitando. Me gustó su crónica de la rechifla que los ferrocarrileros le dieron a Lombardo. Lo exhibió como lo que es: un falso profeta.

Líder máximo del sindicalismo, Vicente Lombardo Toledano comandaba el ala izquierda del partido gobernante. Experto en derecho laboral, su gran capacidad oratoria le había permitido sobresalir en un medio plagado de líderes zafios y propensos a las componendas con los patrones. Era una lumbrera académica y escribía tratados con vuelos filosóficos que le habían valido invitaciones a dar conferencias en varios países. Desde los periódicos llevaba una década predicando el advenimiento de una sociedad sin clases, pero al mismo tiempo se oponía al Partido Comunista y lo acusaba de recibir consignas de Moscú. Era, pues, un marxista no alineado con la Unión Soviética. Había tenido un gran poder en el sexenio de Lázaro Cárdenas, cuando se rumoraba que era un ministro sin cartera. Con la bendición presidencial o sin ella, Lombardo emplazó a huelga a centenares de empresas y obtuvo importantes victorias que reavivaron el espíritu combativo de la clase trabajadora. Pero desde la llegada al poder de Manuel Ávila Camacho había perdido popularidad entre sus huestes, por respaldar el viraje a la derecha del nuevo gobierno. Político equilibrista, obligado a fluctuar entre la revolución proletaria y el régimen corporativo, empezaba a resultarle difícil caminar por el alambre. Denegri lo atacaba, sobre todo, por fidelidad a la línea editorial de Excélsior, dictada por los empresarios y la clase media conservadora, que habían convertido a Lombardo en la bête noire de la arena política. A título personal, él estaba a favor de las luchas obreras, pero desde que entró al juego de los embutes y las igualas tenía dos conciencias: la propia, enmohecida por falta de uso, y otra de alquiler, sujeta a los vaivenes de la política cortesana. ~

Fragmento de la novela El vendedor de silencio, que Alfaguara puso recientemente en circulación.

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