El zar Putin y el monaguillo Rajoy
La carambola de utilizar Cataluña para sabotear la UE requiere una respuesta clara del Gobierno español
Como quiera que la única política exterior del Gobierno ha sido y es Cataluña, nuestra precaria e indolente diplomacia carece de oficio y de valentía para acusar a Putin de haber organizado una campaña de sabotaje a la unidad territorial de España. Y no porque al zar le incumba o le interese la pintoresca ambición libertaria del poble català sino porque le conviene conspirar contra la estabilidad de la Unión Europea, exponiéndola a los vaivenes del nacionalismo y del populismo.
Rajoy no quiere meterse en “esos líos” que tanto le desconciertan. Y sus ministros pretendían mimetizarse en la pasividad y el perfil bajo, hasta el extremo de que Cospedal (Defensa) y Dastis (Exteriores) se recrearon en el eufemismo y en el circunloquio para eludir la alusión directa a Vladímir. Llegó a concederse, como máximo, que la campaña de propaganda en las redes sociales y en las cañerías de la posverdad procedía de “territorio ruso”. Una abstracción que pretendía encubrir la autoría intelectual de Putin. Y que ni siquiera ha satisfecho al Kremlin, cuyos voceadores consideran intolerables las mojigatas insinuaciones del Ejecutivo marianista.
Obsesionada en Cataluña y escondida en la proa de Francia y Alemania, ocurre que España carece de la menor relevancia geopolítica. Ha perdido su antiguo predicamento de ultramar y ha evitado significarse en las grandes crisis, muchas de ellas, como la siria o la ucrania, vinculadas al papel agitador y protagonista que ha desempeñado el instinto depredador de Vladímir Putin.
El hiperpresidente ruso ha agitado los conflictos territoriales que rodean su imperio —Abjasia, Crimea, Osetia del Sur, Lugansk…— y ha descubierto que el avispero de Cataluña representa la mejor coartada para corromper la Unión Europea en sus dudas e incertidumbres. Se explica así la ferocidad y obstinación de la campaña, inoculando por añadidura el veneno antidemocrático en las susceptibles redes sociales. Que son inmediatas pero no espontáneas en su naturaleza reactiva. Y que han logrado incorporar al independentismo catalán la simpatía de la opinión pública internacional, arraigándose incluso la impresión de una patria oprimida.
No puede esconderse Mariano Rajoy en el burladero de su prosaica inhibición. Denunciar a Putin, llevar la ciberguerra rusa al escrutinio del Parlamento, significa estimular la represalia del gran ogro postsoviético, pero no hacerlo equivale a transigir con la nebulosa carambola que aspira a cuestionar la unidad territorial de España como pretexto para terminar balcanizando la Unión Europea. La paradoja consiste en que Madrid y Moscú estaban —y están— de acuerdo en no reconocer la independencia de Kosovo. El antecedente de una región que culminaba en Estado significaba un transgresión de la soberanía serbia —nación hermana de Rusia— y era un argumento precursor de la reivindicación catalana, pero el consenso de antaño no contradice la incongruencia contemporánea del zar. Kosovo es una anécdota en el esquema de su megalomanía imperial, un accidente de amnesia en el plan de arrodillar a Europa.