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Elecciones EEUU: Los «no tan super» delegados

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Los delegados a la Convención Nacional Demócrata de 1968. Crédito NBC / NBC Newswire, a través de Getty Images

La paradoja de un sólido sistema de superdelegados en las elecciones primarias norteamericanas de 2016 es que una parte importante del Partido Demócrata, que lo tiene, desearía no tenerlo, mientras que la dirección del Partido Republicano, que no dispone de ellos, bien podría desear lo contrario.

La izquierda del partido demócrata ha argumentado desde hace tiempo que el sistema de superdelegados de su partido es injusto, porque da demasiado peso a las élites gobernantes, privando de sus derechos a los votantes de base. La ventaja de Hillary Clinton en el conteo de delegados – incluso mientras su rival, el senador Bernie Sanders, logra victoria tras victoria en las primarias y asambleas estatales (caucuses) – ha ciertamente avivado el debate.

Al mismo tiempo, ante el fracaso de que un candidato aceptable para el establishment pudiese detener la insurgencia populista de Donald J. Trump, el Partido Republicano también parece atado a reglas que le disgustan. En su caso, sin embargo, los líderes del partido desearían poseer un método similar al de sus rivales demócratas.

Donde los sistemas de ambas organizaciones son similares es en el mecanismo básico de elección de delegados: Tanto para los republicanos como para los demócratas los miembros del partido compiten en sus estados para convertirse en delegados “comprometidos” a la convención nacional del partido. Tales delegados están obligados a votar por el ganador en la elección primaria o caucus de su estado.

Los superdelegados son preeminentemente una institución del partido demócrata: un grupo de más de 700 oficiales electos y funcionarios del partido de alto nivel que quedan incluidos automáticamente en las delegaciones a la convención en virtud de su posición. Ellos representan aproximadamente el 15 por ciento del total de votos de cada convención. Fundamentalmente, estos super-delegados no están «comprometidos», lo cual significa que pueden individualmente cambiar de opinión sobre a cuál de los candidatos van a apoyar en la Convención Nacional Demócrata en julio. En otras palabras, los votantes de las primarias no tienen influencia directa sobre los superdelegados. (En la actualidad -antes del supermartes del día 26 de abril- , de los 2.383 delegados necesarios para asegurarse la nominación demócrata, Clinton tiene 1.756, de los cuales 469 son superdelegados, mientras que a Sanders, con un total de 1.037, lo apoyan 31 superdelegados.)

Robert Shrum, un experimentado consultor demócrata y profesor de ciencias políticas en la Universidad del Sur de California, ha afirmado que los superdelegados son «un mecenazgo clientelar cómodo para los funcionarios del partido y dirigentes políticos del pasado.»

«Son fundamentalmente un hecho antidemocrático», recalcó. «No deberían existir, y sería maravilloso si nos deshiciéramos de ellos. Los superdelegados son una píldora envenenada que el Partido Demócrata nunca ha tragado, en el sentido de que nunca han sido determinantes en la victoria de un candidato en contra de la voluntad de los electores «.

La historia comienza en 1968, cuando el Partido Demócrata hizo un esfuerzo concertado con el fin de cambiar el balance de poder sobre el proceso de designación del candidato, trasladándolo de los jefes locales del partido a los votantes en las primarias. Cuatro años más tarde la estrategia lució contraproducente cuando el partido escogió como candidato al senador George S. McGovern, un candidato pacifista, que perdió 49 de los 50 estados con el presidente en busca de reelección, Richard M. Nixon. En 1976, Jimmy Carter ganó siendo otro candidato anti-establishment, sólo para perder la Casa Blanca en 1980, después de un solo periodo presidencial, con Ronald Reagan, sufriendo una verdadera paliza y perdiendo en 44 estados.

«El sistema, como fue construido en ese momento – sin superdelegados – permitía a los candidatos insurgentes adquirir un impulso fundamental en las primarias iniciales y ganar la nominación«, afirma Joshua Putnam, un politólogo de la Universidad de Georgia. «Y esos candidatos insurgentes no eran necesariamente muy idóneos para la elección general.»

Esa es la razón de que, en 1981, el Partido Demócrata le pidió a James B. Hunt, gobernador de Carolina del Norte, que dirigiera una comisión con el fin de averiguar cómo el partido podría recuperar algo de control sobre el proceso de nominación. En 1982, la Comisión Hunt propuso el sistema de superdelegados como un respaldo institucional contra candidatos díscolos o heterodoxos.

El sistema Hunt todavía predomina en gran parte, a pesar de diversos intentos subsiguientes para desmantelarlo. En 2009, después de una primaria muy conflictiva entre los senadores Barack Obama y Hillary Clinton, en la que una competencia muy cerrada y prolongada se decidió sólo cuando una oleada de superdelegados inclinó la balanza a favor de Obama, el Comité Nacional Demócrata convocó a una nueva comisión para examinar el tema. Sin embargo, cuando la misma inició conversaciones con los líderes de dicho Comité Nacional, que obtienen automáticamente el estatuto de superdelegados con el sistema actual, los esfuerzos reformadores chocaron con un muro de ladrillos.

El estratega demócrata Bill Carrick, que sirvió en ambas comisiones, en 1982 y 2009, se ha opuesto siempre, desde su creación, a la idea de los superdelegados; incluso ha presionado para que el partido se deshaga de al menos algunos de ellos, comenzando con los miembros del Comité Nacional.

«Por supuesto, esa es la Trampa-22», dijo. «Hagas lo que hagas tiene que ser aprobado por el Comité Nacional Demócrata, cuyos miembros obviamente no son muy entusiastas acerca de la posibilidad de eliminar su status como delegados automáticos.»

A primera vista, deshacerse de los superdelegados parece una solución fácil para hacer, digamos, la primaria demócrata más democrática. Pero no es tan simple. El partido no puede sencillamente eliminar a los superdelegados deshaciéndose de los derechos otorgados: las élites simplemente competirían para convertirse en delegados por sus estados, haciendo que la convención fuera menos representativa de la diversidad de la base partidista. Estos funcionarios «tendrían que competir por el puesto de delegados  contra sus propios electores», destaca Carrick. Hay quienes sostienen que la inclusión de muchos funcionarios elegidos en realidad asegura la diversidad y mejora la calidad democrática del proceso.

El Partido Republicano ya tiene algunos superdelegados, compuesto por tres miembros del comité nacional del partido en cada estado. Sin embargo, ellos constituyen sólo el 7 por ciento del total de las delegaciones, y están obligados a votar por el candidato que ganó la primaria o el caucus de su estado. Las reglas se complican, como es natural, en el caso de una convención nacional abierta.

La llamada “ley de las consecuencias no deseadas” también se aplica a cualquier reforma. Entre 2012 y 2016, el Comité Nacional Republicano realizó varios cambios en las reglas que estaban destinados a consolidar el campo republicano de precandidatos más rápidamente, con unas primarias al mismo tiempo más competitivas. El partido adelantó la fecha de su convención, decidió que un mayor número de primarias fueran del tipo “el ganador se lo lleva todo” (winner takes all), y por tanto menos proporcionales en la distribución de los delegados, y determinó que los superdelegados estarían obligados a votar por el ganador de la contienda en su estado. Sin embargo, las nuevas normas no han hecho sino facilitar el camino hacia la nominación del señor Trump, mientras que los candidatos más moderados o del establishment han sido eliminados.

“El caso Trump se ha convertido en una suerte de adquisición hostil de uno de los partidos políticos nacionales”, afirma Carrick, quien predice asimismo que los funcionarios del partido tendrán que realizar «un análisis minucioso sobre cómo pueden obtener un mayor control del proceso.»

Dan Schnur trabajó en la campaña presidencial del año 2000 con el senador John McCain y es ahora el director del Instituto de Políticas Jesse M. Unruh en la Universidad del Sur de California. El concepto mismo de superdelegado va en contra del enfoque federalista y ascendente del partido en la política, pero después de este ciclo electoral los republicanos tradicionales “podrían entusiasmarse con el concepto de la superdelegación», señaló.

No obstante hay un gran obstáculo. «La única forma en que podría ocurrir es que un presidente republicano elegido con un fuerte apoyo popular conservador encontrara una manera de promoverlo». Pero es difícil ver a cualquier actual dirigente republicano electo, o funcionario del partido, que tuvieran la influencia o el coraje para intentarlo.»

Otros republicanos experimentados se sienten incómodos ante la perspectiva de un sistema de delegados no comprometidos.

«Creo que el candidato debe ser elegido por los delegados seleccionados en cada estado – no por un superdelegado que es solamente un delegado a causa de su posición», afirmó el ex candidato presidencial Bob Dole en un correo electrónico.

Es poco probable que el liderazgo del Partido Demócrata revise su sistema. Como el Sr. Putnam, el ya mencionado politólogo de la Universidad de Georgia destacara: «El objetivo de ellos no es la democracia propiamente dicha. Es tener un sistema que produzca un candidato que pueda ganar una elección general. A veces esas cosas no se alinean perfectamente «.

Mientras que Bernie Sanders ha convertido la idea de una «revolución política» en un tema central de su campaña, sin embargo ha sido notablemente reticente acerca del papel excesivo que los superdelegados desempeñan en el proceso de nominación. No es difícil entender por qué: Su campaña todavía mantiene la esperanza de que pueda arrebatarle algunos superdelegados a la señora Clinton, siempre y cuando él siga ganando primarias.

«Sanders realmente no puede atacar a los superdelegados mientras él mantenga esperanzas de poder ganar su apoyo», dijo Schnur. «En el momento preciso en que él determine que no van a cambiar de postura, es cuando se irá a la ofensiva.»

Emma Roller, ex-reportera de National Journal, es una periodista contribuyente de nuestra página de opinión.

Traducción: Marcos Villasmil

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The Not So Super Delegates

Emma Roller – New York Times

The paradox of a strong system of superdelegates in the 2016 primary season is that a significant section of the Democratic Party, which has them, wishes it didn’t, while the leadership of the Republican Party, which doesn’t have them, may well wish it did.

Left-wing Democrats have long argued that their party’s system of superdelegates is unfair because it gives too much weight to ruling elites, disenfranchising ordinary voters. Hillary Clinton’s lead in the delegate count — even as her rival, Senator Bernie Sanders, racks up win after win in state primaries and caucuses — has only sharpened the debate.

At the same time, with the failure of any establishment candidate to stop the populist insurgency of Donald J. Trump, the Republican Party also seems saddled with rules it doesn’t like. In its case, though, party leaders may wish they had something more like the Democratic approach.

Where the two parties’ systems are similar is the basic delegate mechanism: For both Republicans and Democrats, party members run in their home state to become “pledged” delegates at the party’s national convention. Pledged delegates are bound by the parties’ rules to vote for the winner in their state’s primary contest (or caucus).

Superdelegates are pre-eminently a Democratic institution: a group of more than 700 elected officials and senior party officers who are automatically entered into the delegation by virtue of their position. They account for about 15 percent of the convention’s total votes. Crucially, these superdelegates are “unpledged” or “unbound,” meaning they can change their mind about which candidate they will vote for at the Democratic National Convention in July. In other words, primary voters have no direct bearing on whom superdelegates choose to support. (Currently, of the 2,383 delegates needed to secure the Democratic nomination, Mrs. Clinton has 1,756, of which 469 are superdelegates, to Mr. Sanders’s total of 1,037, which includes 31 superdelegates.)

Robert Shrum, a veteran Democratic consultant and a politics professor at the University of Southern California, said superdelegates are “cushy patronage for party officials and past political officeholders.”

“They’re fundamentally undemocratic,” he said. “They shouldn’t exist, and it would be wonderful if we got rid of them. Superdelegates are a poison pill that the Democratic Party has never swallowed, in the sense that they have never determined a nominee against the will of the voters.”

The story starts in 1968, when the Democratic Party made a concerted effort to shift power over the nomination process from party bosses to primary voters. Four years later, that strategy appeared to backfire when the party nominated Senator George S. McGovern, an antiwar candidate, who proceeded to lose 49 states to President Richard M. Nixon. In 1976, Jimmy Carter won as another outsider candidate, only to lose the White House after a single term to Ronald Reagan in 1980’s 44-state landslide.

“The system as it was constructed at the time — with no superdelegates — allowed for insurgent candidates to gather momentum early and win the nomination,” said Joshua Putnam, a political scientist at the University of Georgia. “But those insurgent types of candidates were not necessarily well suited for the general election.”

That’s why, in 1981, the Democratic Party asked James B. Hunt, the governor of North Carolina, to lead an inquiry to figure out how the party could regain some control over the nominating process. In 1982, the Hunt Commission proposed the superdelegates system as an institutional backstop against maverick candidates.

The Hunt system is still largely in place today, despite subsequent attempts to dismantle it. In 2009, after a bruising primary between then Senators Barack Obama and Hillary Clinton in which an extremely tight and drawn-out contest was decided only when a surge of superdelegate endorsements tipped the balance in Mr. Obama’s favor, the Democratic National Committee convened a new group to look at the issue. But in talks with committee leaders, who are granted automatic superdelegate status under the current system, the reformers’ efforts ran into a brick wall.

Delegates at the 1968 Democratic National Convention. CreditNBC/NBC NewsWire, via Getty Images

The Democratic strategist Bill Carrick, who served on both the 1982 and 2009 commissions, has opposed the idea of superdelegates since its inception. He lobbied to get rid of at least some superdelegates, starting with members of the national committee.

“Of course, that’s the Catch-22,” he said. “Whatever you do has to be approved by the D.N.C., who obviously are not very enthusiastic about voting away their automatic delegate status.”

On the surface, getting rid of superdelegates seems an easy fix to make the Democratic primary more, well, democratic. But it’s not that simple. The party can’t simply get rid of superdelegates by dispensing with the title: The elites would simply run to become delegates from their states, and might end up making the convention less representative of the party’s more diverse grass roots. These officials “would have to run for a delegate slot by competing against their own constituents,” Mr. Carrick said. There are those who argue that including many elected officials actually ensures diversity and enhances the democracy of the process.

The Republican Party already has some superdelegates, made up of three members from each state’s national party committee. However, they comprise only 7 percent of the total delegation, and are required to cast their ballots for the candidate who won their state’s primary or caucus. The rules get more complicated, naturally, in the case of a brokered convention.

The law of unintended consequences also applies to any reform. Between 2012 and 2016, the Republican National Committee made several rule changes that were meant to consolidate the Republican primary field more quickly and produce a competitive nominee. The party moved its convention earlier, made more primaries winner take all and mandated that superdelegates must vote for whichever candidate won their home state’s contest. Yet the new rules have merely smoothed Mr. Trump’s path to the nomination, while more moderate or establishment candidates have been shut out.

“The Trump thing is like a hostile takeover of one of the national political parties,” Mr. Carrick said. He predicts that party officials will have to take “a hard look at how they can get more control over the process.”

Dan Schnur worked on Senator John McCain’s 2000 presidential campaign and is now the director of the Jesse M. Unruh Institute of Politics at the University of Southern California. The very concept of superdelegates goes against the party’s federalist, bottom-up approach to politics, but after this cycle, traditional Republicans could be “very excited about the concept of superdelegates,” he said.

But there’s a big obstacle. “The only way it could possibly happen is for a Republican president elected with strong grass-roots conservative support to find a way to pitch it,” he said. “But it’s difficult to see any current elected Republican or party official who’d have the clout or the nerve to try it.”

Other Republican veterans remain uneasy at the prospect of a system of unpledged delegates.

“I believe the nominee should be chosen by delegates selected in each state — not some superdelegate who is only a delegate because of his or her status,” the former presidential candidate Bob Dole said in an email.

Democratic Party leaders will also be unlikely to revise their system. As Mr. Putnam, the political scientist from the University of Georgia, said: “Their goal is not democracy, per se. It’s a system that produces a candidate who can win a general election. Sometimes those things don’t align perfectly.”

While Mr. Sanders has made the idea of a “political revolution” central to his campaign, he has been notably reticent about the outsize role that superdelegates play in the nominating process. It’s not hard to figure out why: His campaign still holds out hope that he can peel superdelegates away from Mrs. Clinton as long as he keeps winning states.

“Sanders really can’t be attacking the superdelegates as long as he still hopes to win their support,” Mr. Schnur said. “At the precise moment that he determines that they’re not switching is when he goes on the attack.”

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