Cultura y Artes

Emmanuel Carrère y el maldito punto de vista

Emmanuel Carrère – Credit Gueorgui Pinkhassov/Magnum para The New York Times

En el discurso de aceptación del Premio FIL en Lenguas Romances del pasado 25 de noviembre, Emmanuel Carrère reutilizó algunos pasajes de su artículo “Capote, Romand y yo”, publicado en Télérama en marzo de 2006 (y ahora parte de la antología de crónicas y ensayos Conviene tener un sitio adonde ir). No fue la segunda ni será la última vez que cuenta la historia, porque tiene exoesqueleto de mito de origen.

Tras mucho leer y analizar A sangre fría y los años de la biografía de Truman Capote que solo cobraron sentido alrededor de ese libro difícil, perfecto y pantanoso, Carrère intentaba dar forma a su propio relato de un asesinato múltiple “desde afuera”, sin recurrir a la primera persona. Pero estaba atascado y decidió abandonar el proyecto. Hasta que un día tomó una decisión cuanto menos extraña: “Escribir para mi uso personal, sin ninguna perspectiva de publicación, una especie de informe sobre lo que había representado para mí aquel caso”.

Entonces cogió sus cuadernos y brotó la primera frase de El adversario: “La mañana del sábado 9 de enero de 1993, mientras Jean-Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asistía con los míos a una reunión pedagógica en la escuela de Gabriel, nuestro hijo primogénito”. La rara decisión se reveló acertada. Había nacido un yo o como quien dice: había nacido una estrella. Desde aquel momento no volvió a escribir ficción.

El nuevo título de Carrère en español se puede leer como una selección de sus textos breves de no ficción —entre 1990 y 2015— y como la radiografía de un taller. Un taller de lecturas fundamentales (Daniel Defoe, Honoré de Balzac, Philip K. Dick, Orlando Figes, Janet Malcolm); de esbozos de proyectos (no solo se puede rastrear el origen de El adversario, sino también de los libros que le siguieron); y de configuración de una primera persona del singular. En quince de los treinta y tres textos en la primera oración ya encontramos alguna alusión a sí mismo.

Pero solamente el título de uno de ellos está escrito en primera persona: “Cómo eché a perder por completo mi entrevista con Catherine Deneuve”. Ejercicio de homenaje al Nuevo Periodismo, en un tono de autoflagelación muy propio de Carrère, consiste en la reconstrucción de una oportunidad perdida: la de convertir una conversación con la estrella del cine francés en un gran perfil, por culpa de haber confiado demasiado en sus dotes de improvisación y por haberse considerado un igual ante la entrevistada.

“Ya no soy periodista”, escribe, en el sentido de que ya no escribe regularmente para un medio ni hace el trabajo de campo que esa regularidad requiere. Me interesa esa afirmación, porque permite preguntarnos: si no es el del periodismo, ¿cuál es el lugar de enunciación de los libros de Carrère?

Carrère en París, en enero de 2017 – Credit Gueorgui Pinkhassov/Magnum para The New York Times

Diré de antemano que he leído con admiración todos sus libros de no ficción y que solo uno me parece fallido. Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos es una apasionada y documentada biografía de Philip K.Dick de principios de los años noventa, cuando todavía era eminentemente novelista; El adversario es una crónica clásica y perfecta, uno de esos libros que se convierten en parteaguas de la trayectoria de un autor; Una novela rusa es un precioso y valiente libro de exploración del eros y el tánatos de las relaciones de pareja; De vidas ajenas crea a dos personajes memorables y consigue explicar con elocuencia los intrincados entresijos del mundo judicial; y Limónov es una obra maestra (sin más).

Si esos cinco títulos tienen claro su foco, su centro de interés (un escritor excéntrico, un asesino, el erotismo autobiográfico, una pareja de jueces cojos y otro escritor excéntrico), El Reino —en cambio—, que es su libro más extenso hasta la fecha, parte de una apuesta no simple sino triple. O, tal vez, de una confusión. Porque el libro narra, por un lado, la estrambótica crisis religiosa que vivió en carne propia Carrère en una época alcohólica; y, por el otro, las vidas, obras y milagros de Pablo el Converso y Lucas el Evangelista.

Esos dos niveles temporales están trenzados con gran habilidad. Pero lo que se narra en el presente carece de interés: no es una historia extraordinaria o inquietante como las de sus otros libros. Sus flirteos con el cristianismo no tienen potencia narrativa. Y en el pasado, la historia del Nuevo Testamento, de los evangelistas como primeros cronistas, aunque endiabladamente bien contada, no aporta nada nuevo y —además— marea con el doble foco (de hecho, Pablo y Lucas quedan finalmente desenfocados).

La confusión, según nos revela el propio autor, es más profunda y eminentemente literaria: “Como buen moderno, prefiero el boceto al gran cuadro, lo cual debería servirme de advertencia, a mí que solo puedo planear mi propio libro como una de esas amplias composiciones ultraequilibradas y arquitectónicas, la obra maestra de un artesano”. En las ciento veinticinco páginas en que El Reino supera a Limónov no solo se echa en falta un mayor trabajo de edición, sino que se adivina la pretensión de culminar la obra total. Un gran ensayo autobiográfico sobre la fe en el siglo XXI y, en paralelo, una reescritura contemporánea de las Santas Escrituras. Ni más ni menos. Pero no solo eso: también se habla en él de todos sus libros anteriores. Una auténtica summa. Prefiere el boceto menor, pero intenta el mural épico y mayor. Y, por una vez, se equivoca.

Leyendo a Carrère me pregunto: ¿cuánto yo cabe en un libro escrito en primera persona?

Mario Vargas Llosa ha reflexionado toda su vida sobre el problema narrativo de la cantidad: ¿cuántos personajes, datos, tiempos o espacios caben en una novela? Leyendo a Carrère me pregunto: ¿cuánto yo cabe en un libro escrito en primera persona? Intuyo que la respuesta no existe, porque el punto de equilibrio cambia en cada proyecto, pero sí tengo claro que incluso en las poéticas del yo la primera persona tiene que ser un punto de partida, no de llegada.

Y lo que permite que El adversarioDe vidas ajenas y Limónov (Una novela rusa es otra cosa: un maravilloso relato porno) sean libros equilibrados y efectivos es que Carrère no pierde nunca de vista que lo que importa es el tú. Ya sea mediante la investigación periodística o mediante la paráfrasis (Limónov es un ejemplo perfecto de la importancia de saber leer y resumir: la mayor parte del material biográfico está extraído de la propia obra del escritor ruso): el yo es el vehículo para llegar al otro. La literatura de no ficción es de naturaleza generosa. No se trata de proscribir la primera persona, inevitable en la crónica y el ensayo: se trata de calibrarla.

Mientras lucha por encontrar un nuevo proyecto de libro en que embarcarse, el autor de El bigote está escribiendo crónicas extensas para revistas francesas como XXI, donde publicó la “Lettre à une Calaisienne que ahora se ha convertido en un cuaderno Anagrama titulado Calais.

No puede ser casual que se trate de un reportaje escrito en forma de carta. Dirigido a un tú. Un tú que interpela al autor, que lo pone en jaque: “¿Qué viene a hacer aquí usted? ¿Quince días entre El Reino y su próxima obra para dormir en el Meurice, escribir unas cuantas páginas para la revista XXI y contar su versión sobre nuestra ciudad?”.

Eso va a hacer, en efecto, pero de un modo brillante y justo, en forma de una carta que —precisamente— convierte en tema lo difícil que es encontrar el maldito punto de vista.

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