En China saben algo
Mientras el mundo está prácticamente abierto, China vive escenas propias de una película distópica.
Quitaron la obligación de usar tapabocas en espacios cerrados, al menos en la ley, porque en términos prácticos ya muchos habíamos prescindido de tal cosa. El primer año de pandemia no salí de casa ni vi a nadie, ni siquiera a mi madre. Volvimos a encontrarnos luego de ocho meses y es como si fuese otra persona; ella debió de sentir lo mismo conmigo. Luego llegó 2021 y se vino el descontrol, salí y fiesteé como nunca, y ya a comienzos de este año, chao, tapabocas. Digo, ¿qué sentido tenía ponérselo en la puerta del restaurante y quitárselo al sentarse a la mesa? Hace meses no utilizo uno en ningún lugar, por lo que el anuncio oficial no cambió mayor cosa.
Sin embargo, aún vemos personas que lo llevan, y seguiremos así hasta que ellas mismas se sientan inadecuadas y obsoletas. Es como si estuvieran usando una cobija que les da la sensación de seguridad, pero a estas alturas ya deberíamos saber que nada en esta vida puede hacernos sentir seguros. Así algunos se resistan, la edad de oro para los fabricantes de tapabocas ha llegado a su fin, al menos hasta la próxima pandemia; la cual llegará más pronto de lo que pensamos, según Bill Gates. Y sí, usar tapabocas sirvió no solo para mantener el COVID a raya, sino para disminuir los índices de enfermedades respiratorias, pero, salvo que el aire del planeta se vuelva irrespirable, andar con mascarilla como si siguiéramos en estado de alerta resulta ilógico.
Barbijos y vacunas a un lado, el virus podrá haberse ido, pero se llevó una parte de nuestras vidas y casi nadie puede decir que sea el mismo que era antes de la pandemia. No sé cómo ponerlo, pero quedamos heridos, como incompletos. Volveremos a ser los de otros tiempos, pero nos tomará un rato. Mientras esa normalidad llega, andamos por ahí como si las cosas fueran como antes. No lo son, no todavía.
En China surgió el virus mientras el mundo estaba de fiesta, y ahora que la fiesta ha vuelto, otra vez China anda como si esto se fuera a acabar.
El coronavirus afectó todo, no solo la economía, sino que nos dejó también menos y peores horas de sueño, disparó la violencia contra mujeres y niños, afectó la salud mental de las personas y, lo más importante, se llevó gente. Las muertes estimadas oscilan entre seis y quince millones, y aunque el margen es demasiado amplio, a la larga son pocos fallecidos.
Lo que quiero decir es que cada muerte es una tragedia familiar y una pérdida irreparable, pero en un planeta de ocho mil millones de habitantes, el COVID fue apenas un rasguño y no la tragedia que en algún momento se vio venir. Ese cuento de que íbamos a salir mejores hubiera sido real si toda nuestra civilización hubiese estado amenazada, pero tal cosa no ocurrió. Más que un ataque contra toda la especie, esto se sintió como un ajuste del sistema. De acuerdo con expertos, entre 2011 y 2018 surgieron en el mundo casi mil quinientos brotes epidémicos, así que alguno tenía que reventar; estadística pura.
Aunque eso de que el virus se haya ido depende de quién cuente la historia. Mientras el mundo está prácticamente abierto, China vive escenas propias de una película distópica, todas narradas entre la información y el mito: escasez de alimentos, suspensión del transporte público, padres separados de sus hijos, gente encerrada a la fuerza que desde los balcones de sus apartamentos pide que la dejen salir, empleados obligados a dormir en su lugar de trabajo, cierre de locales comerciales con los clientes adentro, drones y robots que supervisan que los habitantes cumplan las reglas.
Pese a que los reportes oficiales indican una subida del número de casos de COVID, la gente parece temerle más a su gobierno que a la enfermedad misma. En China surgió el virus mientras el mundo estaba de fiesta, y ahora que la fiesta ha vuelto, otra vez China anda como si esto se fuera a acabar. Esa gente sabe algo que no nos ha querido contar.