Entre narcotráfico y dictaduras
Nada puede garantizar los derechos de cada hombre, de todos los hombres, sino un sistema regulado por el imperio de la ley, y la separación e independencia de los poderes públicos.
El bus de se detuvo enfrente, solo había que pasar la calle de cuatro carriles, isla de por medio, para llegar al templo de San Judas, administrado por sacerdotes católicos del rito oriental malakita. Todos los miércoles al mediodía ofrecen una misa en español y al final, la unción en la frente y en las cuencas de las manos, primero la izquierda y luego la derecha. Quizá por ello el templo de modesta dimensión, de estructura románica y numerosos vitrales e iconos bizantinos acoge feligreses, casi todos de origen latinoamericano, que se sienten atraídos por su silencio, media luz y la antigua manera de oficiar la misa de espalda al pueblo, lectura de la Palabra centrada en Jesús el nazareno, mucho incienso y la comunión en especie.
Y así funciona mucho antes que Francisco llegara para recordarnos a los cristianos que la esencia del cristianismo es la propia palabra de Cristo recogida en los Evangelios; lo demás es ritualismo, sustitución del contenido por el continente y desviaciones de la Palabra, por debilidades e ignorancia del hombre, y mucho más, pero que no viene al caso que nos ocupa.
El hecho es que al detenerse el bus, una señora de más edad que la mía, baja con lentitud y temor los tres escalones que nos separan de la acera; le ofrezco la mano que acepta con complacencia y pasamos con cuidado la ancha y circulada calle. Su rostro aceitunado y su encanecido pelo me llevan a pensar en su origen que sitúo en Perú o quizá el Ecuador, pero me aclara que es mexicana, a la vez que pregunta por el mío, y le digo con cierta pena que soy venezolano; pero de los de antes, agrego. Se sonríe y afirma con esa insustituible sabiduría popular: “¡Ah, Venezuela, qué país tan bello y alegre, y ahora se acabó todo! No salimos de abajo, cuando no es el narcotráfico es la dictadura”. Me dejó sin palabras. Una frase espontánea pronunciada por una persona sencilla, había resumido en menos de cien letras el drama y la desolación espiritual de nuestra América: el péndulo de las montoneras, el rebaño sin dueño, el inmenso Macondo de la arbitrariedad.
No puedo dejar de pensar el resto del día en El Salvador, Nicaragua, Venezuela, tres países que me son tan caros de afectos y vivencias; porque Paraguay es otra cosa, es un país que ha sabido ser feliz, a pesar de los políticos codiciosos y pícaros, y los intentos de los marxistas de Argentina, Venezuela y de las FARC por sembrar la violencia, la lucha de clases y la inestabilidad. Entre tanto, El Salvador es una nación de gente sencilla, afable, llena de poesía y notas musicales acompañadas de arpas y guitarras, tejedoras de encajes de algodón, pintores y escritores; aquí, en el San Salvador, reposa el corazón de Mangoré con cientos de pequeños seguidores que rasgan las cuerdas de sus guitarras, observados por el maestro desde el cielo.
De repente perdimos la memoria cultural, a lo menos en Venezuela, y al perderla se pierde la identidad. Dejamos de ser pueblo, para convertirnos en una masa maleable por una banda de forajidos sin valores, militantes de una ideología amoral como es el marxismo; el marxismo tropical dirigido por los hermanos Castro, que incluye la perversión del uso indiscriminado de los dineros públicos, de las leyes y las riquezas de la nación.
Tal como muy bien dejó asentado el Papa Francisco en su discurso final en Bolivia: las ideologías matan el alma, idiotizan al pueblo, le roban su libertad. Nada puede garantizar los derechos de cada hombre, de todos los hombres, sino un sistema regulado por el imperio de la ley, y el principio de la separación e independencia de los poderes públicos; solo la democracia garantiza la posibilidad del Bien Común, una economía y una cultura al servicio de cada hombre, de todos los hombres. Cada hombre, todos los hombres sustentando su bienestar en el techo, el trabajo y la tierra.