Cultura y ArtesEntrevistasLibrosLiteratura y Lengua

Entrevista a Ricardo Bada: «La poesía es un aleteo en el corazón»

 

Foto: Manolo Muguruza

Una conversación con el escritor español que sirvió como difusor en Alemania a varias de las voces más importantes de la literatura hispanoamericana.

Malpensante habló con Ricardo Bada. Columnista, traductor, versificador –no le gusta llamarse a sí mismo poeta, aunque lo es–, erudito, políglota, lector incansable y gran conversador. Gracias a su trabajo de tantos años en la emisora internacional alemana, la radio Deutsche Welle, le fue dado conocer a las figuras más importantes del panorama cultural de Hispanoamérica y Europa.

Era una tarde de julio y la canícula apenas si dejaba respirar. El día anterior yo había llegado a esa Colonia de la que el propio Ricardo Bada nos ha hablado tanto en sus columnas de El Espectador y en su diario público. Nos conocíamos de una correspondencia que para entonces era ya considerable, pero no habíamos tenido ocasión de encontrarnos. Coordinamos una cita para el día siguiente. Me dio las indicaciones para llegar a la parada del autobús que, junto con su esposa Diny, tomaríamos para ir a almorzar a La Modicana, el restaurante que frecuentan los domingos. En un patio recogido y silencioso, bajo la sombra bienhechora de los árboles frutales, comenzamos a hablar de su trayectoria, sus recuerdos y sus amigos; de la vida, para decirlo en una sola palabra. Ya en su casa, saqué la grabadora y comenzamos la entrevista, que eventualmente derivaría hacia su colección de cuentos La bufanda de Cambridge, publicada en 2017 por Libros Malpensante.

¿Cuál es el primer recuerdo que tiene de la palabra escrita o hablada?, ¿qué se le viene a la memoria?

Los primeros recuerdos que tengo de la palabra literaria están relacionados fundamentalmente con un libro que creo que se titula Las mil mejores poesías de la lengua castellana. Mi tía Joaquina, que vivía en nuestra casa en Huelva, tenía un ejemplar y le gustaba leernos en voz alta poemas de ese libro. Había uno que se lo sabía casi de memoria, no necesitaba leerlo; era el romance “Un castellano leal”, del duque de Ri- vas. Incluso creo que me lo aprendí de tanto escucharlo.

Luego en casa había más libros; “literatura de viaje”, como yo la llamo. Mi padre tenía una fábrica de calzado de la que a su vez era el propio viajante: salía con su muestrario a vender en Andalucía y en las librerías de las estaciones compraba

novelas que luego, claro, terminaban en casa. No eran novelas de muy alto nivel literario; eran de las que hoy en día llamaríamos “rosa” o “triviales”. Lo que pasa es que la calidad de la novela trivial en lengua española –en España– en los años cincuenta era muy superior a la bazo a que vino después con Corín Tellado y la mercantilización de ese sector de la literatura.

Curiosamente había un libro que nadie supo nunca explicarme cómo apareció en casa y que en inglés se titula Juan in America. Es de un escocés, Eric Linklater. He descubierto muchos años más tarde, casi sesenta (casi no, sin casi, sesenta años más tarde), que era uno de los autores favoritos de Bioy Casares y Borges. Yo no lo sabía en ese momento, ni siquiera sabía quiénes eran Borges y Bioy Casares. Esa novela me estimuló muchísimo a pensar en la posibilidad de relatar historias. Pero antes de ponerme a contarlas –es decir, a escribir cuentos– descubrí algo positivo en el sentido de mi vocación, y es que se me daba muy bien versificar: yo no me las doy de poeta, no soy poeta en absoluto, pero creo que versifico muy bien, se me da fácil.

¿De dónde viene esa facilidad para versificar? ¿Quizá de esa lengua viva que es la que aún oímos en Andalucía?

En el pueblo andaluz es innata la facilidad del verso. Eso se nota mucho, por ejemplo, en el cante flamenco, que prácticamente es anónimo; ha salido del pueblo casi todo lo que hay. El palo propio de la provincia de Huelva –el flamenco se articula en palos– es el fandango, de tal manera que si en España tú dices “fandango” estás pensando en el de Huelva. En la Noche de San Juan en el pueblo de Alosno, que es la noche de ronda –estoy hablando de la Huelva que yo conocí, antes de autoexiliarme en 1963; espero que eso no se haya perdido–,los jóvenes salían a rondar e improvisaban fandangos.

De una de esas improvisaciones, por ejemplo, sale esta maravilla: “Yo le pedí tiempo al tiempo, / y el tiempo me contestó / que con el tiempo tendría / tiempo, lugar y ocasión”. Eso es Heidegger en estado puro y se lo inventó alguien del pueblo de Alosno en una noche de ronda. Ahora, la distancia que va del buen versificador al poeta no es cuantificable, creo que ni explicable tampoco, pero si te doy a leer un buen soneto mío y uno de León de Greiff sin decirte cuál es de quién enseguida dices: “Esto es de un poeta y esto no”.

Diferencia usted la versificación de la poesía. ¿Qué tiene de más la poesía?

Los poetas realmente son testigos de la divinidad, y yo no lo soy, para empezar por ahí. No sé cómo decirlo. Hay quienes han versificado con facilidad y no han sido malos poetas. Estoy pensando en Zorrilla, aunque su poesía es demasiado sonora, demasiado hueca, retumba mucho y debajo casi nunca hay nada. Hay otros poetas que con
la décima parte de lo que nos legó Zorrilla han hecho una obra perdurable, como por ejemplo Gustavo Adolfo Bécquer. Es una poesía casi destilada, en estado puro. Hay grandes poetas, inmensos, que han escrito muchísimo, y prácticamente todo es bueno. Pienso en vuestro León de Greiff o en nuestro Juan Ramón Jiménez, que también es vuestro; dejaron una obra inmensa los dos y ambas obras son como el chancho: no tienen presa mala.

Hay poetas que han tenido y tienen una gran celebridad, y de seguro son tan buenos como generalmente se dice, pero que a mí me rompen los huevos y no me gustan. Por ejemplo, Pablo Neruda. No soporto a Neruda porque es gárrulo, lo cual no molesta cuando es la palabra de León de Greiff o es la de Juan Ramón Jiménez. Además, Neruda como ser humano era impresentable, pero eso es al margen: se puede ser un ser humano impresentable y al mismo tiempo ser un gran poeta.

Ese salto cualitativo de la poesía a la versificación, ¿en qué podemos cifrarlo?

La verdad es que no lo sé, es inefable. Casi siempre, cuando leo a un gran poeta, si puedo en el original –lamentablemente, mi conocimiento de idiomas no da más que para cuatro–… si leo por ejemplo a Szymborska, a quien no tengo más remedio que leerla en español o en alemán, siento un aleteo en el corazón, en la mente: ese aleteo es la poesía.

Hablando de lenguas, ¿cómo es su relación con el español, que es su lengua materna, después de tantos años de vivir en el extranjero? ¿Cómo es su relación con el alemán, que es el idioma con el cual convive?

El alemán hablado es un idioma de comunicación con el medio en el que vivo y las personas con las cuales me relaciono. Para mí, es un idioma utilitario. Luego está, por supuesto, el alemán escrito, que es una de mis pasiones. Es un idioma maravilloso, con el cual he padecido porque he traducido mucho del alemán. Al mismo tiempo, ese sufrimiento es una adquisición de conocimiento muy grande de tu propio idioma, porque si traduces del alemán tal como está, prima facie, te das cuenta de que falta algo y ese algo lo tienes que poner de tu propio idioma; para acercarlo más al original la búsqueda ya no es dentro del alemán, sino dentro de tu idioma.

Hace un tiempo publiqué en La Jornada Semanal de México un pequeño poema de Rilke. Lo traduje cuando ya sabía alemán, en 1964 o 1965. Ese poema lo había leído la primera vez en español, sin saber todavía una palabra de alemán. Me cautivó, pero al mismo tiempo me dije: “Si Rilke es el gran poeta que dicen que es, no puede ser que haya escrito esto así: el poema tiene que ser distinto”. Y así fue. Cuando leí el original me di cuenta de que Rilke había escrito otra cosa. Entonces hice una traducción que me dejó bastante contento, no en el sentido de que la diese por definitiva, sino porque era una traducción buena, pero no rimada. El original es rimado, de manera que me tomé el trabajo de hacerla de nuevo y con la misma rima de Rilke, en el mismo orden; esa segunda versión también me dejó muy contento. El problema era que ya no me podía decidir sobre cuál debía publicar: cada una tenía sus virtudes. Cincuenta años después publiqué las dos; dejo que el público decida la que más quiere.

Por lo que respecta al español, además de mi lengua materna –estoy condenado a que lo sea–, es una herramienta de trabajo con la cual he alimentado a mi familia desde que salí de España.

¿Cómo comienza su relación con Colombia?

En abril del año 1964 en Berlín, donde alquilamos un piso inmenso dos colombianos y yo. Pocos meses después, a esos dos colombianos se les unió un tercero, un paisa que traía casi por todo equipaje los mamotretos completos de León de Greiff, poeta a quien yo gloriosamente desconocía y que él gloriosamente me hizo conocer. Quedé tan fascinado con León de Greiff que cada vez que iba a España solo hablaba de él, pero allá na- die sabía quién era. Fuera de Colombia se le ha conocido poco. Antes lo único que yo sabía de la literatura colombiana era lo que había estudiado en el bachillerato: María de Isaacs, la poesía de José Asunción Silva y algún soneto perdido de Piedra y Cielo; ah, bueno, y La vorágine, pero esa la descubrí ya en Alemania.

¿Y cuándo comienza su relación con los medios colombianos?

Alguien me dijo hace muchos años que El Espectador estaba planificando sacar una nueva sección que se iba a titular “El cuento bien contado”. Me pareció tan lindo
el título que sin conocer a nadie, escribí a la redacción enviando un cuento mío; fue el primer cuento que se publicó en la nueva sección. Sin embargo, mi relación profesional más larga con Colombia empezó en 1970, que creo que fue el año en que conocí a Álvaro Castaño Castillo, cuando pasó por la Deutsche Welle y me “ fichó” como corresponsal para la hjck, donde trabajé hasta 2003, nada menos que treinta y tantos años.

En 1998 fui por primera vez a Colombia y me alojé en la casa de Gloria Valencia y Álvaro Castaño Castillo. Ahí conocí El Malpensante. En mi habitación, sobre un bargueño, estaba la colección completa de los números que habían aparecido hasta entonces. La revista me encantó. Así es que, apenas regresé a Alemania, le escribí a Andrés Hoyos, le mandé un texto sobre el lenguaje taurino pasado por el tamiz de Hemingway, y me lo publicó. Luego nos conocimos personalmente aquí en Colonia y nos hicimos amigos. Continué, y continúo, publicando en su revista.

Años después, cuando El Espectador reanudó su aparición diaria, Héctor Abad Faciolince, un entrañable amigo, me dijo que quería que fuera uno de los columnistas.

A quien más recuerdo y más quiero es a Julio Cortázar, con quien mantuve una relación epistolar bastante larga, y me honra poder decir que yo fui la persona que le encargó el único radioteatro que escribió en su vida

Gracias a su trabajo en la Deutsche Welle usted entró en contacto con la que posteriormente fue conocida como la genera- ción del Boom. De esa pléyade impresionante, ¿qué textos, que libros y, sobre todo, qué personas recuerda especialmente?

Por razones personales, a quien más recuerdo y más quiero es a Julio Cortázar, con quien mantuve una relación epistolar bastante larga, y me honra poder decir que yo fui la persona que le encargó el único radioteatro que escribió en su vida, para la Deutsche Welle. La serie trataba de seis lugares que se hicieron famosos por cuenta de la literatura mundial: La Mancha, con Camilo José Cela; Colonia, con Heinrich Böll; Danzig, con Günter Grass; el barrio de Pelourinho en Salvador de Bahía, con Jorge Amado; Trinidad, con Vidiadhar Surajprasad Naipaul; y el archipiélago de Juan Fernández, el escenario de Robinson Crusoe, traducida al español por Cortázar.

Presenté el proyecto a la Deutsche Welle. En aquel momento a Cortázar y a Amado no los conocía casi nadie, a Cela tampoco y a Naipaul ni el putas. Conocían solo a Böll y a Grass. Pero me aceptaron el proyecto y hoy puedo decir con mucho orgullo que en esa serie tuve como autores a cuatro Premios Nobel. Entonces solo había uno, Böll; hoy son cuatro. Que no se lo diesen a Amado y a Cortázar no es culpa mía. Además, la relación con Cortázar era muy cordial. Como persona era real- mente encantador.

¿Qué nos puede decir de Jun Rulfo?

Rulfo es… bueno, Rulfo es rancho aparte. Tú has visto que en esta biblioteca, aquí en mi sala, tengo dos arma- rios con los libros que me han dedicado los autores. Te he mostrado un par de tesoros, pero quiero mostrarte el mayor tesoro que hay.

[Se acerca a la estantería, de donde saca un ejemplar de Pedro Páramo y me lo pasa. Leo la dedicatoria: “Para Ricardo Bada, con todo el afecto y la sincera simpatía de su amigo, J. Rulfo. En Berlín el 6 de junio de 1982”.]

Que Rulfo escriba “a su amigo”, eso sí es un tesoro. Era una persona realmente excepcional, con la cual se podía conversar; además, te daba claves para leer su obra que nunca se te hubiesen ocurrido. Por ejemplo, alguna vez me preguntó: “¿Usted ha leído a Ramuz?”. “Sí, sí lo he leído, pero hace no sé cuánto tiempo”, le contesté. “Yo lo leí con mucho más aprovechamiento que usted. Lea bien Pedro Páramo y lea luego a Ramuz. El autor que más me ha influido a mí es un suizo, el mundo de las montañas, ese mundo cerrado”. Nunca se me hubiera ocurrido.

Usted también tuvo relación con Mutis…

La relación con Mutis fue distinta. Curiosamente, yo tendría que haberme encontrado con Mutis, y con seguridad lo vi, en el año 1982 en la entrega del Nobel a García Márquez, pero en esa ocasión Álvaro Castaño Castillo me tenía prácticamente copado. Exceptuando el rato que estuve en Radio Suecia Internacional, el resto del tiempo fui su rehén. Tanto así que ni siquiera llegué a conocer a Gloria, su esposa; pasé todo el tiempo hablando con él.

Luego, en 1986 hubo en Hamburgo un congreso de escritores portugueses, brasileños, españoles y latinoamericanos, en ese orden. Yo fui a la última parte, la de los latinoamericanos, que coincidía con el último día de los españoles, y el Senado de Hamburgo puso su barcaza –su buque insignia, por así decirlo– a disposición de los congresistas y los periodistas que estábamos acreditados para que visitáramos el puerto.

Ahí estaba Mutis con su gorra marinera. En un mo- mento empieza a llover y todos como un solo hombre, cobardes, se meten a cubierta, menos Mutis y yo. Mutis, con su gorra y su chaqueta bien impermeable, príncipe Enrique, y yo, que por precaución llevaba siempre el impermeable y la boina vasca. Nos quedamos ahí solos, en la cubierta, y me fui derecho a él y le dije:

–Usted es Álvaro Mutis.
–Sí, ¿y usted?
–Soy Ricardo Bada, soy periodista, me gustaría hacerle una entrevista para mi radio, para la Deutsche Welle. –Ajá. ¿Trabaja usted aquí en Hamburgo?

–No, no, en Colonia, mi emisora está en Colonia. –Ah, en Colonia. Pues me ha dicho Álvaro Castaño Castillo que si voy allí tengo que llamar a un amigo suyo –y buscó afanosamente en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó un papelito donde estaba garabateado mi nombre.

“Soy yo”, le dije, y nos volvimos inseparables. Esa amistad duró hasta su muerte. Gonzalo Rojas también estaba con su esposa en ese congreso y, después de Hamburgo, él y Mutis tenían dos lecturas acá en Colonia. Entonces nos vinimos juntos en el mismo tren, Gonzalo con su esposa, Álvaro y yo. No sé si has visto, pero aquí en Alemania casi todos los trenes, los grandes expresos, tienen un nombre. Pues bien, aquel era el Hölderlin, y Gonzalo dijo: “Esto está muy claro, ¿no? Este es el tren para los poetas”. Álvaro vino a comer aquí a casa la primera noche en Colonia.

¿Prefiere usted al Mutis poeta o al Mutis novelista?

Al Mutis poeta, sin duda. Las novelas me gustan por la poesía que tienen. Hay una novela suya encantadora, que me parece la mejor y es la que más me gusta, en la cual Maqroll no tiene sino un papel mínimo: La última escala del Tramp Steamer. Pertenece a la familia de El coronel no tiene quien le escriba, Muerte en Venecia... esas obras maestras que son así, muy breves.

¿Y La muerte del estratega?

Por la poesía que tiene, digamos. Hay un texto poético en prosa de Mutis, que se titula “El tren”, no sé si lo recuerdas. Yo se lo decía mucho: “¿Tú has visto los daditos de caldo de carne Maggi? Pues ‘El tren’ es el caldito del cual salió Cien años de soledad; es página y media, pero ahí está Cien años de soledad completa”. Él se reía, pero ese es el poder que tiene la poesía; tremendo, ¿no?

Cambiando de tema, en la Deutsche Welle tuvo mucho contacto con el mundo cultural alemán y también entabló relaciones personales muy entrañables con autores como Heinrich Böll o Günter Grass. ¿Cómo los conoció? ¿Cuáles de sus obras rescataría?

De Günter Grass lo que más me gusta es la poesía, es muy buena; y de prosa, El tambor de hojalata, una obra maestra por la cual hay que pasar. De la obra posterior hay poco que me entusiasme, exceptuando la novela Es cuento largo (que no le gustó a casi nadie, yo soy uno de los pocos a quienes sí les gustó), y un libro que para mí es fundamental y maravilloso, que se titula Mi siglo. Ese sí me parece un libro admirable. Y Pelando la cebolla también, por supuesto.

Como persona, Grass era un tipo fabuloso, conversador de primera categoría, lleno de gracia y de anécdotas. Hay una que contó por escrito: cuando se indignó con Europa y se fue a vivir a Calcuta. Está con su esposa un día, sentados en un banco frente a una avenida, y pasa un indio que se le queda mirando muy fijamente; retrocede unos pasos y le pregunta en inglés:

–¿No es usted es un famoso escritor?
–Sí, soy un escritor famoso.
–¿No es usted el autor de El tambor de hojalata?

–Sí, soy el autor de El tambor de hojalata. –Ah, ¡entonces usted es Graham Greene!

Böll es un autor que leo muy seguido y que amo. Además, es tan colonés… Leer a Böll es otra manera de estar en Colonia. Ahora, si yo tuviera que recomendar sus lecturas a alguien que no lo ha leído nunca, por supuesto empezaría con Opiniones de un payaso, de la cual escribí una continuación en un cuento que apareció en El Mal- pensante. La novela termina en el momento en que Hans Schnier se sienta en las gradas de acceso a la estación de ferrocarril de Bonn, empieza a tocar su guitarra e inicia su vida como un mendigo musical o como músico mendicante –no sé cómo decirlo–; en ese momento comienza mi cuento y sigue hasta la muerte de Hans. Ese es uno de los cuatro cuentos del volumen que publiqué con Libros Malpensante.

También me gustan mucho Billar a las nueve y media, Retrato de grupo con señora, Los silencios del Dr. Murke –que me parece una de sus obras más perfectas– y, por sobre todas, la que tengo en mi corazón (y que pertenece a la estirpe de El coronel no tiene quien le escriba, La última escala del Tramp Steamer o Muerte en Venecia) es El honor perdido de Katharina Blum, una obra fulminante. Esas son las obras que yo recomendaría.

Saliéndonos un poco del ámbito de Colonia y con respecto a toda la tradición germana, desde Goethe, Hölderlin, Schiller, hasta autores importantes del siglo xx como Thomas Mann, Hermann Hesse, ¿con cuál de ellos encuentra mayor afinidad?

A Hesse no lo soporto, me parece literatura de consumo, apta para gente que… Mira, yo le tengo una especie de antipatía personal muy fuerte a todo lo que es el Oriente. Del Oriente nos han llegado las tres religiones monoteístas –a cual más espantosa– y todo ese misticismo: la cosa del zen, el budismo, me provocan casi náuseas. Entonces es muy difícil que Hesse me guste; además porque aunque lo sintiera sinceramente, es impostado, no responde a su verdadero ser, pienso yo.

Mann sí. A Mann lo admiro y hay un libro suyo al que vuelvo constantemente, que es Buddenbrooks, cuyo título está mal traducido al español como Los Buddenbrook. Thomas Mann declaró en 1950: “Mi novela juvenil se titula Buddenbrooks y no Los Buddenbrook. Ese artículo solo se lo antepondría a un apellido noble, no a uno burgués”. Así hilaba de fino don Thomas. Una vez me pidieron que lo capitulase como novela radiofónica para una radio española. Cuando iba por la mitad, el proyecto se murió y lo tuve que dejar, pero me permitió conocer mucho más a fondo sus mecanismos narrativos. Y si piensas en que eso lo escribió un muchacho de veinte años… ¡carajo!

Y de la tradición de los clásicos anteriores al siglo xx: Goethe, Hölderlin, toda esta pléyade de escritores…

Hölderlin es uno de los poetas del estrato más alto, es el colmo de la poesía. Kleist me encanta. En especial El terremoto en Chile. Una visita obligada para mí cuando voy a Berlín es ir a visitar la tumba de Kleist. Siempre. Y otro gran autor alemán clásico que mencionaría es Lichtenberg.

Ahora, de Schiller me gustan las obras de teatro, incluso cuando desbarra (pensemos que él era historiador). Por ejemplo, en La Doncella de Orleans, ¿sabes cómo muere la Juana de Arco de Schiller? Se escapa de la hoguera y va a morir en los brazos del rey de Francia. ¡Absurdo! O las conversaciones de María Estuardo con su prima Isabel, dos mujeres que no se llegaron a encontrar nunca. Schiller era historiador, pero cuando escribía teatro se pasaba todo eso por el arco del triunfo, le interesaba otra cosa.

¿Qué opinión le merecen el Fausto de Goethe y el Fausto de Thomas Mann?

El de Goethe, afortunadamente, por fin se puede leer en español de una manera honesta, completa, yo diría que casi perfecta. La traducción de Helena Cortés Gabaudán, que ha salido hace unos años, es una auténtica maravilla. Además, es una edición bilingüe, puedes chequear la traducción todo el tiempo que se te dé la gana, es perfecta.

En cuanto al original, es una de las grandes hazañas literarias, diría yo, porque creo que hay muy pocos autores en la historia de la literatura universal que puedan preciarse de haber creado arquetipos. Es decir, si piensas en términos de literatura universal, ¿cuáles son los arquetipos? Edipo, Antígona, don Quijote, Hamlet, Fausto, la Celestina, don Juan. Son muy pocos, si acaso completan la decena o la docena. Y realmente crear un arquetipo universal es algo grande.

El Fausto de Thomas Mann es otra cosa, un ajuste de cuentas terrible con los nazis y con la Alemania de la cual se tuvo que ir. Ese ajuste de cuentas no existe en Goethe; en Goethe está la creación pura. Hay que decir que el Fausto de Goethe es en realidad dos obras, y con eso que a mí la que me gusta es la primera y no la grande, la segunda.

Hablaba usted de Lichtenberg, que es un prodigio del aforismo. Últimamente usted dedica muchas horas del día a hacer compilaciones de aforismos y las distribuye entre sus amigos, a veces en Alemania, a veces en el mundo hispanoamericano. ¿Cómo es su relación con el aforismo?

En realidad, yo no conozco tanto de epigramática, pero dediqué mucho tiempo a conocer la literatura alemana y a poder leerla en el idioma original, y el descubr miento de Lichtenberg me dejó deslumbrado. Hay por supuesto grandes epigramáticos, escritores que se han dedicado al aforismo, no ya de una manera profesional, sino vocacional. La Rochefoucauld, por ejemplo, o el esloveno Žarko Petan.

Usted diferencia entonces entre un tuit y el aforismo. ¿Cómo definiría el tuit y cómo el aforismo?

Yo no soy bueno para definiciones, pero diría que un buen tuit es un rasgo de ingenio verbal o humorístico; en un aforismo hay más, no necesita ser ingenioso. Ahora,
lo que yo diría es que efectivamente hay tuits que son aforismos, pero la gran mayoría no lo son. A lo que más se parece un buen tuit es a una greguería.

Es un género que usted ha cultivado también, el del aforismo o el de los tuits, dependiendo de cómo pre era llamarlo. ¿Recuerda alguno que quiera compartir ahora?

¿Mío? Pues mira, el otro día me llamó por teléfono una muchacha amiga, alemana, que se va a casar, y me dijo: “Rick [su novio] y yo estamos redactando la invitación de boda y queremos que vaya con un epígrafe que sea una frase tuya”. “¡Carajo!”, dije yo, “¿qué frase?”. Me la citó: “El amor es envejecer juntos dominando todas las veces el deseo mutuo de retorcerle el pescuezo a tu pareja”. Me asusté, le dije: “¡Pero Katya, no vas a poner eso en la invitación de boda!”. Y Katya: “Lo hemos reflexionado mucho y los dos lo queremos”. Esa frase la he dicho varias veces y no como aforismo, sino en cartas.

Además de la sentencia, ha cultivado usted otro género literario caracterizado por la brevedad: el del cuento. Acaba de publicar su primer libro de cuentos con la editorial Libros Malpensante. ¿Cómo nace este libro?

En realidad, mi primer libro de cuentos lo publiqué, o me lo publicaron, en Nueva York en 1972, cuando gané un concurso de una asociación iberoamericana que había (no sé si sigue existiendo) en la Gran Manzana. En cuanto a este, fue una idea de Andrés Hoyos, que me propuso agrupar en un volumen cuatro cuentos, dos de ellos publicados en El Malpensante y otros dos en la revista mexicana Nexos. Todos ellos contienen mucho de mi experiencia de la vida y de los seres humanos con los que he convivido.

¿Tienen los cuentos algún hilo que los una o se trata de relatos independientes?

Son todos independientes y se pueden leer de manera autónoma, incluso uno que conforma un dúo con otro que no figura en el volumen. Pero sí hay un hilo que los une a todos, varios hilos incluso. Todos ellos son cuentos escritos en Alemania al cabo de algunas décadas de vivir aquí y tienen como escenario a Colonia; tres de ellos, más concretamente, transcurren en Weiß, el pueblo donde vivo, que ya está incorporado municipalmente a Colonia, pero que para mí sigue siendo el pueblo adonde llegué con mi familia en diciembre 1975.

Otro hilo de unión es que en todos mis cuentos escritos en Alemania siempre aparece en algún momento una persona de mi familia. Y un tercer hilo es que en todos estos cuentos siempre hay también una referencia a Böll, ya sea a su persona o a su obra; a veces a las dos.

Ricardo, ¿nos compartiría algunos versos?

[Con esa que de memoria no podría, me invita a pasar a su estudio. Un cuarto pequeño con un escritorio y un computador. Los anaqueles están repletos de enciclopedias y diccionarios. Fotos familiares cuelgan en las paredes, un grabado, una foto de Julio Cortázar con el Sena al fondo, se ve un puente, parece el Pont Neuf…]

Este es un soneto que está incluido en una novela corta mía, que escribí allá por el año 1958, 1959, titulado “El canto xxv” (una referencia a la Odisea, que tiene veinticuatro cantos).

Me tendrás que explicar esta mañana por qué te has despertado al lado mío: si por amor no vale, y si por frío
no tengo suficiente ropa, hermana.

No tengo suficiente ropa, hermana,
y desconfío tanto de tu frío
que por qué despertaste al lado mío me tendrás que explicar esta mañana.

Bastará con que digas: “Porque quiero ser contigo ceniza por la noche
y al alba un ave fénix, compañero”.

Por más que como soy buen compañero, quizá que me conforme igual que anoche y me baste que digas: “Porque quiero”.

 

A esas alturas de la tarde, amaina un poco la canícula, se mueven algunas hojas de los árboles que se ven desde la ventana; volvemos al salón y Ricardo abre la puerta de la terraza, por donde se cuela un chorro de aire. Culmina la entrevista. Mi anfitrión me obsequia con un par de whiskies Redbreast doce años. Ya antes me habían invitado él y su esposa Diny a almorzar en La Modicana, su refugio dominical. En este momento no puedo dejar de preguntarme por qué Ricardo Bada me honra con su amistad y con su generosidad. Pero ya en ese punto, tras tantas horas conversando, cuando comienza a caer la tarde y no es día ni es noche, ya en esa hora incierta el recinto está lleno de literatura. Entonces sus versos, que retumban aún en el espacio y en la memoria, vienen oportunos y eficaces a darme una respuesta: “Porque quiero”. 

juan david zuloaga (bogotá, 1979). Doctor en Filosofía de la Universidad de Granada y politólogo de la Universidad de los Andes. Culminó una investigación posdoctoral en la Universidad de la Sorbona. Es docente universitario, columnista de El Espectador, y autor de Maquiavelo y la ciencia del poder.

Botón volver arriba