No eran «gente», eran «casta»
El culebrón de la mansión propiedad del «proyecto familiar» Iglesias-Montero es tan grotesco, tan opuesto al más elemental decoro, que parece una parodia. Cuesta tomárselo en serio, la verdad. Pablo e Irene, el paradigma del «pueblo», titulares de un «casoplón» de revista «Hola» en lo más exclusivo de la sierra madrileña. Irene y Pablo, el «proyecto familiar» Montero-Iglesias, se apunta al selecto club de los «chalé-tenientes» para que sus hijos puedan crecer en un entorno tranquilo, rodeados de naturaleza y con buenos colegios cerca.
Los demás residentes en zonas similares o viviendas de igual valor lo hacen movidos por un insaciable afán especulador; porque pertenecen a la casta repugnante de los explotadores o, peor aún, de los corruptos; porque no toleran la cercanía de la «gente». Ellos no. Ellos es que quieren a sus hijos, no como los padres y madres insensibles que los crían en un piso de ochenta metros cuadrados. Ellos no son una familia normal y corriente, sino un «proyecto familiar», que es algo completamente distinto. Ellos no son «gente»; son «la gente». Ellos tienen bula.
Eso sí; nadie podrá reprocharles no habernos anunciado sus intenciones a bombo y platillo:
«¡¡Sí se puede!!».
Nunca un lema de campaña fue cumplido tan al pie de la letra y tan deprisa. Ellos han podido. ¡Vaya si han podido! Ya quisiéramos los simples mortales escalar el Olimpo inmobiliario a la velocidad meteórica que han alcanzado estos pseudo-abanderados de la regeneración, con rostro de cemento armado, que encarnan lo peor de la incoherencia política.
De la modesta vivienda de protección oficial en Vallecas mostrada no hace mucho en televisión por Pablo Iglesias, mientras desgranaba su mejor repertorio demagógico, a la residencia con jardín y piscina privados situada en una urbanización de lujo a las afueras de Madrid, adquirida por más de 600.000 euros, dista un «se puede» como un castillo. O mejor dicho un Podemos. La versión contemporánea del más rancio comunismo. Nada nuevo hay bajo el sol de este 2018. En ruso se las denomina «dachas» y, gracias a la sangrienta revolución encabezada por Lenin, fueron durante décadas un lujo reservado al disfrute de altos jerarcas del Partido como Pablo e Irene. Afortunadamente, hoy, el libre mercado del que abomina la feliz pareja hace posible que en España cualquier hijo de vecino tenga derecho a comprarse una. Derecho tenemos todos. Dinero, ya es otra cosa.
Para quienes aprendimos a contar en pesetas y perdemos la noción de un importe a partir de cierta cantidad, conviene recordar que seiscientos mil euros son unos cien millones de las antiguas «rubias». Un buen pico para un exprofesor universitario sin plaza en propiedad y una exbecaria, ambos treintañeros, aupados hasta el escaño parlamentario a base de promesas imposibles de cumplir acompañadas de señalamientos personales, críticas feroces a «los ricos», descalificaciones de sus adversarios y acoso a cualquier rival mediático o político considerado un obstáculo. ¡Eso es una carrera y no las de Usain Bolt!
Los han «pillao» con el carrito del «helao» y ahora el personal se pregunta de dónde sacan (o han sacado) «pa» tanto como destacan. Su electorado anda mosca, como no podía ser menos, e incluso hay alcaldes «del cambio» que se permiten criticar semejante incoherencia. ¡Habrase visto! A grandes males, grandes remedios: consulta directa a las bases. Mira que si los echan y tienen que volver a ser «gente» en lugar de «casta» de brahmanes… ¿Cómo pagan la hipoteca? Para mí que hay gato encerrado o puerta giratoria a la vista. Porque esa «dacha» es mucha «dacha».