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En Bogotá, Petro mostró los límites de su bandera de democratizar

Gustavo Petro ha vuelto a poner la idea de la «democratización» como un eje de su programa de gobierno para la Presidencia, tal como lo hizo en su campaña a la Alcaldía de Bogotá. Promete democratizar el saber, la salud, la tierra, el agua, las energías no contaminantes, el crédito, la justicia y la contratación pública, lo que significa que pretende que más gente, sobre todo de bajos recursos, acceda a esos derechos gracias a las facilidades que le brinde el Estado.

Dado que democratizar es una bandera que no se limita a un tema (distinto a las banderas de Vargas Lleras y Fajardo que están claramente delimitadas: infraestructura y educación, respectivamente), La Silla Cachaca escogió tres políticas en las que en su programa de gobierno para Bogotá Petro habló expresamente de democratizar: el derecho al agua, el transporte público y el crédito para analizar sus logros en este campo, como lo hemos hecho con otros candidatos respecto a su principal bandera.

A la hora de ejecutar propuestas que pretendían lograr cambios radicales, Petro, como Alcalde, tuvo resultados muy irregulares: en el caso de la ampliación del mínimo vital de agua los resultados han sido reconocidos y la política se mantiene, pero en los otros dos quedó preso de promesas muy ambiciosas que finalmente no pudo cumplir; tuvo dificultades de gerencia y tomó decisiones sin sustento técnico, que al final dificultaron el cumplimiento de sus objetivos.

La propuesta: Para «democratizar el crédito» Petro propuso que el Distrito adquiriera total o parcialmente un banco o una entidad financiera que les prestara en condiciones favorables a comerciantes informales que no tuvieran posibilidades de acceder a créditos con la banca comercial (propiedades de respaldo, codeudores solventes) y por lo tanto se les dificultara impulsar sus negocios o recurrieran a préstamos usureros tipo “gota a gota”.

Lo que hizo: Petro le tenía nombre desde la campaña, Banco Muisca, y logró que el Concejo le aprobara la propuesta, condicionado a presentar estudios técnicos antes de comprar el banco. Sin embargo, nunca lo logró. Para finales de 2012 estaba en negociaciones para adquirir una entidad financiera, pero eso no cuajó.

El problema es que, presumiendo que sí compraría el banco, se había propuesto en el Plan de Desarrollo la ambiciosa meta de darle créditos a 100 mil personas o empresas, y tan sólo cumplió con otorgar 2.457, un número muy bajo no sólo frente a esa meta, sino frente a lo que había logrado su antecesor, Samuel Moreno: 23.500.

Lo que hizo fue contratar a la Corporación Minuto de Dios y la Cooperativa Financiera Confiar como intermediarios financieros: el Distrito les daba la plata y esas organizaciones se la daban a los beneficiarios y cobraban.

La propia Alcaldía, en su balance sobre ese punto admitió que hubo problemas de planeación en tanto el programa de créditos que finalmente ejecutaron intentó aplicar instrumentos que reemplazaran la consulta en Datacrédito como requisito para otorgar los préstamos, pero finalmente tuvieron que hacerlo debido a que la morosidad aumentó mucho.

Para cuando terminó su periodo, 3 de cada 5 créditos estaban en mora, y por eso la administración Peñalosa consideró que se trataba de una apuesta muy riesgosa para los recursos públicos, y reformó el programa, además porque la Contraloría también lo había cuestionado.

La impronta de Petro (y la razón por la que su gobierno defiende ese programa) está en que la mayoría de los beneficiados fueron vendedores ambulantes, mujeres, discapacitados y comerciantes de Corabastos.

 

La propuesta: Cuando Petro llegó a la Alcaldía en 2012, el mínimo vital de agua (consumo de 6 mil litros mensuales gratis) beneficiaba al estrato 1 (811 mil personas). Él prometió ampliar ese subsidio a los estratos 2 y 3.

Lo que hizo: Poco después de posesionarse, Petro aplicó el subsidio al estrato 2, lo que implicó extenderlo a 3,2 millones de habitantes más y con eso benefició a prácticamente la mitad de Bogotá.

Con esa política Petro le apostó a aliviar las cargas económicas de los más pobres para que estos tuvieran una mayor capacidad de consumo, un objetivo que tienen varias de sus promesas actuales de campaña.

Los resultados han generado análisis diversos, pues mientras un estudio contratado por la administración Petro un año después concluyó que la política le había permitido ahorrar a los estratos más bajos para gastar en otras cosas, la Superintendencia de Servicios Públicos concluyó en 2015 que la medida había incentivado un mayor consumo que hacía que los más pobres finalmente no ahorraran en el pago del servicio.

Pero la Veeduría, que siempre fui muy crítica de Petro y chocó constantemente con el entonces Alcalde, manifestó en su informe final sobre ese gobierno que hubo una correlación entre la aplicación del mínimo vital y la reducción de la pobreza.

Petro, además, logró que su apuesta tuviera un efecto político: aunque su sucesor, Enrique Peñalosa, llegó a recortar la inversión en los programas sociales y había cuestionado el mínimo vital por “demagógico”, lo ha mantenido y ha dicho que no lo tocará.

 

La propuesta: La democratización del sistema de transporte la anunció Petro en dos vías: por una parte, propuso “revisar los contratos (con los operadores privados de Transmilenio) para reducir costos y tarifas”; por otra, “promover la democratización” de esos operadores (a los que trataba de mafias) lo que implicaba hacer la licitación que estaba pendiente para cambiar los buses viejos y así escoger nuevas empresas que operaran los nuevos.

Lo que hizo: La reducción de tarifas la había planteado como una consecuencia de la renegociación de los contratos, pero terminó decretándola sin que ese proceso hubiera terminado y contra el concepto de sus asesores, estableciendo además tarifas más bajas en las horas valle (las de menor demanda) con la idea de que la gente usara más el sistema en esos momentos. Todo eso sin estudios y sin tener una fuente cierta para obtener los recursos que le dejarían de llegar al sistema.

No volvió a subir el pasaje hasta que a finales de 2014 decretó un alza que terminó por desnudar los problemas que enfrentaba esa política, que se reflejaban principalmente en un hueco en las finanzas del sistema porque no había plata suficiente para suplir la que había dejado de entrar.

En 2015, último año de su mandato, su administración terminó admitiendo que al sistema no se terminó subiendo más gente en horas valle y por eso la política tocaba terminarla, algo que en todo caso Petro no hizo a pesar de que estudios internos de Transmilenio lo recomendaban.

En la negociación con los operadores, sin embargo, sí logró disminuirles las ganancias, pero no logró su cometido de democratizarlos, es decir, de lograr que entraran otras empresas diferentes a las que tienen el negocio desde el 2000, ya que no sacó adelante la licitación que estaba pendiente para eso a pesar de que desde que llegó al cargo tenía cerca de dos años para hacerlo. De hecho, terminó prorrogándoles los contratos en una decisión políticamente muy criticada, incluso, desde la misma izquierda. Fue algo similar a la propuesta que había hecho de sacar a los operadores privados del sistema de basuras, y al final terminó volviendo a contratar a la mayoría.

La Veeduría, a pesar de que cuestionó constantemente a Petro, concluyó que la rebaja en los pasajes había contribuido con la disminución de la pobreza multidimensional, lo que refuerza una de las banderas que él ondea cuando habla de los logros de la Bogotá Humana. Al tiempo, ese organismo llamó la atención sobre la necesidad de tener en cuenta el impacto fiscal de medidas de ese tipo para garantizar su continuidad, y eso fue lo que no tuvo en cuenta Petro desde un comienzo. Con él, la crisis financiera del SITP se agudizó y lo entregó con 750 mil millones de pesos de déficit, que desde su gobierno se comenzaron a pagar con recursos públicos.

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