Eróstrato, el pastor que quiso ser famoso
A los turistas que visitan Éfeso les cuesta imaginar que una columna solitaria en medio de un pantano, rodeada de casas sencillas y a veces coronada por un nido de cigüeñas, es lo que queda del magnífico templo de Ártemis. Se trataba en efecto de un templo imponente, al punto de ser tenido entre las Siete Maravillas del Mundo Antiguo por Antípatro de Sidón, el poeta griego contemporáneo de Cicerón y Catulo que elaboró la famosa lista. Vitruvio, Pomponio Mela y sobre todo Plinio el Viejo lo describen detalladamente.
En su Historia Natural (XXXVI 21, 95), Plinio dice que el Artemision era con mucho el templo más grande de todo el mundo griego. Estaba totalmente hecho de mármol, como era usanza para los edificios principales, medía unos 115 metros de largo por 55 de ancho y estaba rodeado de una base de más de dos metros con una escalinata. También Teofrasto dice en su Historia de las plantas que sus puertas eran de ciprés, el árbol consagrado a la diosa. Pero lo que lo había hecho famoso era el bosque de columnas que lo rodeaba, una doble hilera alrededor y una triple hilera en la fachada, para un total de 127 columnas de 18 metros de altura, doce veces más que el diámetro de su base según Plinio, tan altas como un edificio de unos cuatro pisos, coronadas con soberbios capiteles jónicos. En el interior del templo las columnas estaban revestidas de oro, y habían pinturas y esculturas de artistas como Fidias, Policleto y Cresilas. En el altar mayor estaba la estatua de la diosa, de unos dos metros de alto en madera de vid y revestida de plata y oro, con una corona amurallada para significar la protección de Artemisa a la ciudad y muchos senos en el pecho como símbolo de la vida.
Ártemis es uno de los doce dioses olímpicos, sin duda de los más venerados. Hija de Zeus y Leto, y por tanto hermana de Apolo, en el Himno homérico III a Apolo se cuenta cómo Leto, perseguida por los celos de Hera, se refugia en la isla de Delos, donde da a luz bajo una palmera (que también se muestra a los turistas) primero a Ártemis, que después ayuda a su madre a parir a Apolo. Es la diosa de la caza, de los animales salvajes, de las doncellas y de la virginidad, alivia las enfermedades de las mujeres y protege los partos. Su culto es antiquísimo y con el tiempo terminará expandiéndose a todo el Mediterráneo oriental, más allá del mundo griego, asociado a Selene, la luna. Personificación de las potencias femeninas, se la representa como una vigorosa joven cazadora, de una fuerza y belleza superiores, portando arcos y flechas, rodeada de cervatillos y a veces junto a un ciprés.
No cabe duda de que de trata de un antiquísimo culto prehelénico. Tierra de sincretismos, en Jonia a Ártemis se la asociaba más con la fertilidad que con la virginidad, como al otro lado del Egeo, y no es casual el que los arqueólogos hayan encontrado en la zona exvotos que se remontan a la Edad de Bronce. Si bien ya existía un pequeño templo arcaico en el siglo VII a.C., fue el rey Creso de Lidia, el mismo que encontramos presumiendo de sus riquezas en el libro I de las Historias de Heródoto, quien decidió hacer construir un gran templo a las afueras de Éfeso hacia el año 550 a.C. Según Plinio y Vitruvio, su construcción tardó cerca de ciento veinte años. Durante dos siglos el Artemision se convirtió en un lugar de peregrinación, pero también una atracción para devotos y viajeros de Grecia y el Mediterráneo.
La noche del 21 de julio del año 356, el mismo día en que dicen que nació Alejandro, un pastor de nombre Eróstrato prendió fuego al Artemision, acabando con una de las Siete Maravillas del mundo antiguo. Plutarco dice que la diosa, ocupada en el magno acontecimiento, no prestó atención a las llamas que consumían su propio templo. Sometido a tortura, Eróstrato confesó que su objeto no era otro que el de ganar fama a cualquier precio. Cuenta Valerio Máximo en sus Hechos y dichos memorables (VIII 14) que Eróstrato, “había planeado incendiar el templo de Diana (nombre romano de Ártemis) en Éfeso, de modo que, habiendo destruido el más bello de los edificios, su nombre fuera conocido en el mundo entero”. Entonces el rey Artajerjes prohibió bajo pena de muerte que el nombre de Eróstrato fuera mencionado, ni siquiera escrito, para que su recuerdo fuera borrado para la posteridad. Sin duda uno de los casos de damnatio memoriae más célebres.
El templo de Ártemis fue reconstruido, aunque nunca volvió a tener la magnificencia de aquél que destruyó Eróstrato. Alejandro, ya siendo el gran conquistador, ofreció restaurarlo, pero los efesios respondieron que no era propio de un dios construir un templo a otro dios (Plutarco, Vida de Alejandro III 5). Muerto Alejandro, el Artemision fue restaurado en el 323 a.C. bajo la dirección de Dinócrates de Rodas, el mismo arquitecto que planificó la ciudad de Alejandría. Se sabe que el templo volvió a tener una gran importancia religiosa y en la vida económica de Éfeso, pues en los Hechos de los Apóstoles (19: 24-28) se cuenta cómo los efesios montaron en cólera ante las críticas de San Pablo a los vendedores de souvenirs que pululaban alrededor del templo y que “daban a los artesanos no poca ganancia”. En el siglo I el Artemision fue saqueado por Nerón, y más tarde, cuando los habitantes de Éfeso se convirtieron al cristianismo, el templo perdió interés, fue derribado y sus partes reutilizadas en nuevas construcciones. En el año 262 los godos arrasaron con sus ruinas y en el 401, de nuevo, una turba dirigida por San Juan Crisóstomo. Hoy algunas de sus columnas se conservan en la mezquita de Ayasofía en Estambul.
Sin embargo el deseo de Artajerjes, y seguramente el de muchos efesios, no pudo ser cumplido. Ya vimos que la historia de Eróstrato fue transmitida por Valerio Máximo en el siglo I. También Teopompo de Quíos, amigo de Aristóteles y contemporáneo de los hechos, y después Estrabón, contemporáneo a su vez de Valerio Máximo, hicieron lo propio. Cervantes la menciona en el capítulo VIII de la Segunda Parte del Quijote y Gracián en el Criticón, pero también Victor Hugo, Chejov y hasta Sartre tiene un cuento con su nombre (Erostratus, 1939). Tampoco faltó quien asociara el nombre de Eróstrato con la obsesión por alcanzar la gloria literaria, como es el caso de Lope de Vega o Fernando Pessoa, quien escribió un ensayo titulado Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad (1930). E incluso quien lo sublimara, como Unamuno, quien en El sentimiento trágico de la vida menciona al pastor de Éfeso para hablar del ansia de inmortalidad inherente a todo ser humano.
El nombre de Eróstrato quedó para siempre asociado a esa manía que tienen algunos de hacerse notar a cualquier precio. De hecho, los psicólogos han tipificado un “Complejo de Eróstrato” para los que sufren de esta afección, y el término “erostratismo” aparece en el Diccionario de la Academia Española significando la “manía que lleva a cometer actos delictivos para conseguir renombre”. También en inglés existe la expresión Herostratic Fame y en alemán un Herostrat es alguien que constantemente busca la fama. Un fenómeno bastante actual, en estos tiempos de medios digitales y redes sociales.