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¿Es socialista el coronavirus?

Quieren un mundo de vuelo gallináceo, triste, administrativo, burocrático, arbitrista, sin libertad, pero eso sí, con una seguridad granítica a cargo de un Estado policial

Antes del virus mi opinión sobre el Gobierno era pésima. Me parecía una banda de canallas dispuestos a destruir el orden liberal, socavar la economía de mercado y forjar un contrato social subiendo los impuestos a la gente que trabaja para distribuir el expolio entre los que sólo aspiran a vivir del cuento. Me parecía un Gobierno empeñado en volar el espíritu de la Transición y en liquidar el pacto constitucional. Ahora después del virus creo que además es un Gobierno lleno de imbéciles y de incompetentes dirigido por dos tipos cada cual más peligroso. Auspiciaron temerariamente la manifestación de feminazis y como decretaron tarde el estado de alarma se han empeñado en ser los primeros en la terapia imponiendo el confinamiento más severo del mundo y propiciando el hundimiento consecuente del tejido empresarial.

Títeres bien alimentados

No es casual que se haya producido la catástrofe: no hay tests masivos, no habrá mascarillas después de imponer el control soviético de los precios, se ha enviado a los sanitarios sin equipos de protección al matadero, se ha dejado fallecer a los ancianos en las residencias, estamos en el pelotón de cola, sin un plan minucioso y fiable de regreso a la normalidad, y no hay, a la postre, información veraz sobre lo mucho que nos inquieta y preocupa. Lo que sí hay es un ejercicio brutalmente eficaz de la propaganda a cargo de la poderosa flota mediática alineada con el Gobierno y compuesta por todas las televisiones de la nación más el grupo Prisa -la Ser y el País-. Estos títeres bien alimentados por el Ejecutivo y financiados por notables empresas del Ibex 35 con una inclinación sorprendente por el masoquismo se dedican día y noche a proteger a Sánchez y a forjar su impunidad obscena.

El éxito ha sido total. No sólo están tratando de liquidar la libertad de expresión, sino que han logrado instalar en el imaginario colectivo la autocensura. Han ordenado el cierre de filas general, de modo que quien se atreva a desafiarlo es un antipatriota y seguramente un fascista. Si los que critican justificadamente al Gobierno más inútil y repugnante de la historia son el PP o Vox es que no tienen límites políticos ni morales en la lucha por el poder; es que son dos partidos execrables que sólo persiguen el fracaso a cualquier precio del tándem Sánchez-Iglesias; e incluso que ”su acoso descomunal y feroz multiplica las posibilidades de error de un Ejecutivo con una mayoría inestable” -decía el otro día El País-. ¡Pobrecitos!

La hora del reproche

Si el disidente es un ciudadano común rápidamente se convierte en un mal español. Según la última encuesta del CIS, la mayoría piensa que no es la hora del reproche ni de la salida de tono sino el momento de la unidad. Tengo un amigo muy querido y correcto para quien lo que toca es ir todos de la mano y remar juntos: “Ya pediré responsabilidades mañana cuando esto acabe, hasta entonces prefiero arrimar el hombro”. Lo que tu digas, bonito, ¿pero arrimar el hombro a quién? ¿A un maníaco del poder de inutilidad manifiesta que nos conduce directamente a la ruina? Yo hace tiempo que no hago ejercicios espirituales ni pertenecí jamás a los respetables ‘boy scouts’, o sea que me puedo permitir el lujo de que Adriana Lastra incoe ante la Fiscalía un proceso por incitación al odio.

El peligro de este silencio cómplice y de la legión que lo practica persuadida por el Ejecutivo es obvio. Es el de perpetuar la mansedumbre y así dejar el camino expedito para que cuando esto pase haya triunfado la nueva normalidad a la que aspira el sectarismo instalado en La Moncloa. “Ya nada será igual”, repiten los soldados del futuro régimen. El mundo después de la pandemia va a ser completamente diferente, irreconocible, aseguran con gran satisfacción. En el aspecto de las costumbres, el diario ‘El País’ ya ha dado algunas pistas. Las prioridades del futuro pasan por “una reafirmación de la esfera pública como espacio de resolución de los reveses comunitarios»: «La crisis puede ayudar también a estimular una nueva sensibilidad social sobre la priorización del gasto -familiar y colectivo- en favor de las necesidades esenciales y urgentes, una cierta propensión a la frugalidad, una interiorización de las virtudes de la economía circular y una movilidad menos nerviosa. Todas estas actitudes servirán para sintonizar con los valores de la proporcionalidad y cohesión característicos de la cultura ecológica”. Ante toda esta sarta de estupideces buenistas yo sólo tengo una pregunta relevante: ¿Dónde me sirven un gintonic?

 

Detesto un mundo silvestre, un mundo en el que no se pueda opinar con espontaneidad, donde todo tenga que atenerse al canon de lo políticamente correcto, sin rastro de la discrepancia sana

 

No me gusta nada este mundo que desean los profetas mal hervidos en el apocalipsis. No tengo interés alguno en participar en esta farsa diseñada por el clero progresista ni me conmueve su puritanismo medieval. Quieren un mundo sin prisas, sin competitividad, presidido por la mediocridad y la grisura, carente de la ambición inscrita en la naturaleza humana; un mundo de vuelo gallináceo, triste, administrativo, burocrático, arbitrista, sin libertad, pero eso sí, con una seguridad granítica a cargo de un estado policial nutrido por los delatores que hoy nos gritan desde las terrazas por si nuestra salida tiene un destino diferente al de Mercadona. Detesto un mundo silvestre en el que el consumo sea juzgado inquisitorialmente, un mundo en el que no se pueda opinar con espontaneidad, donde todo tenga que atenerse al canon de lo políticamente correcto, sin alegría, sin la sana discrepancia, en el que cualquier expresión sea susceptible de ofender a los paladines de la pureza moderna. Esto no es una catarsis. Es una regresión gobernada por el virus que nos aboca a un mundo socialista.

¿Vamos a permitir este ataque a la naturaleza humana y a la moral colectiva? Yo no quiero más dosis de religión progresista. Prefiero a la gente emprendedora, que ama el riesgo, que se lanza a la aventura en un universo plagado de incertidumbres a sabiendas de que puede fracasar, pero con la voluntad de levantarse de la lona. Un mundo sostenido por el Gobierno, en el que las personas estén atadas al Estado desde la cuna hasta la tumba sometidas al ‘diktat’ de las fuentes oficiales y de las televisiones depravadas apuntándonos lo que es digno de ser pensado me parece sencillamente aborrecible.

 

El Gobierno puede volverse más autoritario porque habrá desarrollado nuevas herramientas para la vigilancia y el control de la población

 

El profesor del MIT Daron Acemoglu –autor de ‘Por qué fracasan los países’- afirma en Actualidad Económica que tras la crisis tendremos un Estado bastante más grande que en muchos lugares habrá penetrado muy profundamente en la vida de la gente. En otros, el Gobierno puede volverse más autoritario y dominante porque habrá desarrollado nuevas herramientas para la vigilancia y el control de la población. “Existe el riesgo cierto de que las responsabilidades adicionales del Estado degeneren en una nueva forma de totalitarismo”.

Los profetas del “ya nada será igual” pronostican por enésima vez con su arrogancia fatal que el capitalismo ha colapsado, que el liberalismo está muerto. Pero si antes del virus el capitalismo entendido como la producción de bienes y servicios por medios privados para obtener un beneficio, si el capitalismo entendido como el modelo en que la mano de obra la emplea el capital y en el que la producción se descentraliza estaba en su clímax, y era más poderoso que nunca en términos de extensión geográfica, ¿es posible o siquiera probable que la covid-19 lo arrumbe? Permítanme que lo dude. Quizá el mundo cambie -¿acaso ha dejado alguna vez de hacerlo?- pero la complejidad y los anhelos particulares de los millones de personas que habitan el planeta son tan colosales e ignotos que acertar con la dirección del cambio constituye un ejercicio hiperbólico de soberbia.

Debemos poner todo el empeño en resistir este proyecto devastador. Aprovechando los estragos letales del virus la izquierda está reforzando su propósito de marcar a fuego la mentalidad de la gente

Los socialistas consideran que todo debe estar planificado y previamente establecido, pero han fracasado siempre. El señor Iglesias defiende la construcción de una gran industria nacional que fabrique los equipos de protección, las mascarillas y los respiradores que necesitamos; quiere un país autosuficiente y protegido frente al exterior, incluso quiere nacionalizar la industria del momento. Pero esto equivaldría a resucitar la política autárquica de Franco, y dado el tremendo fiasco el dictador ya aceptó resignadamente liquidarla en 1959 para traer la modernidad a España. No hay más industria ni fabricación adicional en el país porque pese a las ingentes ayudas recibidas no ha logrado ser competitiva. Insistir en el error produciría una pérdida considerable de eficiencia y un aumento de los costes y de los precios que muchos ciudadanos que defienden la nueva estrategia ignoran o desprecian.

La economía española es una economía de servicios. Debemos concentrarnos en que estos tengan cada vez más calidad y aporten el mayor valor añadido posible. Que sean eficientes y máximamente competitivos. El gran activo de la nación es el sol, la costa, los bares y restaurantes, la cordialidad. Arcadi Espada, que no es un economista, dice con razón que nuestro país ha hecho de la cercanía social y del afecto su modelo productivo, pero los socialistas quieren convertir nuestro país en una mampara. Debemos poner todo el empeño en resistir este proyecto devastador. Aprovechando los estragos letales del virus la izquierda está reforzando su propósito de marcar a fuego la mentalidad de la gente. “Hay que defenderse de la invasión”, dice el filósofo Miguel Ángel Quintana. “Y no te defiendes de una invasión presentando una instancia en el Ayuntamiento”. A nadie le gusta estar en guerra, pero no queda alternativa cuando el otro te la ha declarado.

 

 

 

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