Esos líderes que llegaron de lejos CATALINA II DE RUSIA, por Alberto Valero
Es indudable que si las relaciones económicas explican la marcha de nuestra civilización no es menos cierto que un conjunto de hechos fortuitos encauzaron siempre a las sacrosantas fuerzas productivas del marxismo por los senderos más caprichosos, porque, como Oscar Wilde respondió alguna vez a los eruditos, la historia es mera chismografía.
Seguramente habría tenido otro desenlace el drama que inauguró la toma de la Bastilla sin el vigor romántico y la capacidad soñadora del aventurero llegado de una remota isla italiana que Francia anexó apenas cuatro meses antes de su nacimiento, y sin la voluntad de hierro de un pontífice que bien conocía el monstruo por haber vivido en sus entrañas jamás se hubiera comprometido el Vaticano con la libertad de los satélites soviéticos.
Es probable que el Tercer Reich nazi jamás hubiese quedado en los anales como la aberración que fue sin el embeleso de un charlatán obsesionado por sus orígenes austríacos; que otro sería el rostro de México de haber prosperado la aventura colonial de un joven príncipe vienés aficionado a la entomología y, por supuesto, la suerte de la URSS si no hubiera caído en manos de un caudillo cruel venido de los confines asiáticos, cuyas tropas mordieron el polvo en Varsovia a manos de un tenaz estratega ansioso por mantener independiente su Lituania natal; que el perfil de la moderna Turquía sería diferente sin la inspiración laica de su fundador y que Brasil no hubiese accedido de forma tan indolora a la autonomía sin la guía de un monarca portugués refugiado en el coloso amazónico; que la impronta democrática hubiese sido menos profunda en la naciente república judía sin el aliento de una emigrada de facciones cinceladas por las pogromos sufridos en su niñez; y, finalmente, que Rusia no hubiera quemado etapas en su desarrollo carente del impulso de una sensual y ambiciosa soberana que también llegó de lejos…
En resumen, el legado de estos diez personajes parece acreditar la convicción que sin cesar martilleaba el teniente Lawrence a los árabes fatalistas, de que nada está escrito en la historia porque un manantial de sorpresas abonó siempre el rumbo para que la humanidad avanzara desde el comienzo del mundo.
Catalina II de Rusia
Es difícil imaginar un pedigrí más cosmopolita que el de Catalina II, emperatriz de Rusia, nacida en 1729 como Sophie Friederike Auguste von Anhalt-Zerbst en Stettin (hoy Szczecin en la Pomerania polaca) donde su padre, un general, actuaba como gobernador en nombre del rey de Prusia, porque aquella princesa de rango secundario descendía remotamente de un monarca de Suecia y, conforme la usanza de la época, fue educada por tutores franceses.
En San Petersburgo, al acceder al trono en 1762 —después de una rocambolesca secuencia de intrigas palaciegas que culminaron con su participación en el derrocamiento y posterior asesinato de su esposo, el zar Pedro III, al alimón con uno de sus numerosos amantes— eslavizó su nombre por el de Ekaterina Alekseyevna y realizó todos los esfuerzos a su alcance para hacerse querer del pueblo ruso.
Aprendió su lengua y se convirtió a la Iglesia ortodoxa, pero, sobre todo, practicó un estilo de gobierno que combinaba los métodos clásicos de la cultura nacional, más bien crueles y expeditivos, con otros recursos, inspirados justamente, en su procedencia extranjera y la frecuentación de figuras claves de la intelectualidad de esa época, como Voltaire, Diderot y Montesquieu.
Fue un reinado de 54 años bajo la amenaza perpetua del príncipe heredero, el gran duque Pablo —tal vez hijo bastardo del primero de uno de sus numerosos amantes—, en quien un sector de la nobleza veía al monarca legítimo cuyo poder, afirmaban, había sido usurpado por esa alemana ambiciosa que, para mayor infamia, animaba una política europeizante a contrapelo de las tradiciones ancestrales rusas.
Inspirada en los enciclopedistas, Catalina reformó la agricultura y la industria mediante una comisión legisladora que englobaba a todas las clases sociales, con excepción de los siervos, pero tuvo que atemperar su impulso renovador para enfrentar la sublevación del atamán cosaco Pugachov, e igual suerte corrieron sus intentos de reorganizar la ineficiente burocracia rusa mientras debía atender innumerables guerras contra Turquía, Suecia, Polonia y otros vecinos.
Igualmente, prestó particular interés a la educación femenina con resultados que se verían medio siglo más tarde en el protagonismo de numerosas mujeres intelectuales.
Y es que el aliento reformista corrió parejo con el expansionismo de su política exterior en una interminable sucesión de guerras que impusieron un pesado tributo a las finanzas públicas, al anexar vastos territorios y enormes masas que alteraron la homogeneidad de su perfil humano y abrieron frentes de conflicto, por ejemplo con ucranianos y sobre todo judíos, víctimas de una severa política segregacionista que provocó el terrible fenómeno de los pogromos. Y, todo ello mientras Catalina franqueaba las fronteras a los alemanes para instalarse en la zona del Volga.
“Catalina”, afirma Helene Carrere d´Encausse, “sembraba el espíritu de libertad, la aspiración a la libertad, a despecho de poder acordarla aún a los compatriotas privados de ella. Sabía que su espíritu confuso de cambiar Rusia, de hacer un país parecido a su Alemania natal o a la Francia que tanto admiraba, no se correspondía ni a los lastres del pasado ruso, el estado de las mentalidades ni las exigencias de una nobleza recientemente emancipada cuyo apoyo tanto necesitaba”
Según ella, Catalina fue la eficaz continuadora de la voluntad del zar Pedro el Grande de enraizarse en Europa y desempeñar un papel de primer orden en los acontecimientos del Viejo Continente, al tiempo que accedía a las riberas del Mar Negro; un híbrido, en fin, del pensamiento racionalista del Siglo de Voltaire y los ideales altamente imbuidos de religión que animaban la vocación mesiánica subyacente en su Rusia de adopción.
En noviembre de 1796, a los 67 años, un derrame cerebral la fulminó cuando se disponía a tomar un baño y fue enterrada con la solemnidad de rigor en la catedral de San Pedro y San Pablo en San Petersburgo.