España, vulnerable y aislada
La crisis de Ceuta muestra la debilidad exterior de España y la vulnerabilidad, cuando no soledad, que sufre como consecuencia de una diplomacia aventurera e irresponsable
La resolución de cualquier problema, más aún si alcanza la categoría de crisis estructural, como sucede en España en los más diversos ámbitos de la esfera pública, debe partir de un análisis sereno de sus causas. No existe otra fórmula. Ante el chantaje inadmisible de Marruecos en la frontera de Ceuta, provocado en parte por la impericia del Gobierno y ejecutado por un régimen feudal que no duda en utilizar a menores como rehenes y víctimas de su extorsión, Pedro Sánchez no tuvo ayer reparos en asegurar en el Congreso de los Diputados que el gran problema de España es la deslealtad de la oposición, a la que insiste en silenciar para que la necesaria crítica a su gestión se transforme en adhesión inquebrantable y pleitesía. Como sucedió el año pasado con una pandemia que no supo o no quiso ver, el Ejecutivo se ha visto desbordado por su torpeza e inoperancia a la hora de evaluar los riesgos que para el conjunto de la nación conllevan su pasividad y sus desaires diplomáticos, ya sean hacia Rabat o hacia Washington, unidos en una sociedad de intereses mutuos que margina a España y la sitúa en una posición de extrema vulnerabilidad. El problema de nuestro país no es la oposición que ejercen el PP y Vox, sino el ensimismamiento y las evasivas que han llevado a Pedro Sánchez a dar la espalda a las amenazas reales -empezando por las que representan sus propios socios de Gobierno y legislatura- que ponen en jaque nuestra estabilidad, ya sea económica o territorial. Lo sucedido en Ceuta también responde, chantaje aparte, al resultado de un cúmulo de omisiones y errores que empiezan por el papel de la ministra de Exteriores, siguen con el discurso sobre el Sahara de los ministros de Unidas Podemos, ahora enmudecidos, y terminan por el propio presidente del Gobierno, responsable último de una crisis larvada desde hace meses e ignorada de forma irresponsable.
La brutalidad de Marruecos y, peor aún, su jactancia a la hora de reconocer sus actos, genuinos crímenes contra su propia población, arrojada al mar como mercancía, no es incompatible con el alcance de una crisis que ha mostrado en toda su dimensión y crudeza la debilidad de España en el escenario internacional y la vulnerabilidad, cuando no soledad, que sufre nuestro país como consecuencia de una política exterior aventurera, viciada por la ideología y ajena al interés general. Fue Bruselas, consciente de la incapacidad del Gobierno de Pedro Sánchez para frenar la invasión de Ceuta y evitar una crisis que amenazaba con superar de largo su aparente carácter migratorio, la que tomó cartas en el asunto. La gestión de las autoridades comunitarias sirvió de aviso a Rabat, cuyo régimen se beneficia de los fondos que la UE reparte a través del denominado Instrumento de Vecindad. Como sucedió con Turquía, que hace años supo hacer caja con el inhumano negocio de los refugiados, Bruselas sabe que casi todo se puede arreglar con dinero. Es Sánchez el que no termina de entender los mecanismos de la diplomacia. La crisis de Ceuta no solo ha subrayado la dependencia de España de la ayuda -no solo económica, derivada de la pandemia- que le brinda la UE para salir a su rescate, financiero o territorial, sino la distancia creciente que separa a nuestro país de su vecino más próximo e imprevisible, Marruecos, y de quien debiera ser su primer aliado, Estados Unidos, alineado con Rabat en una alianza económica, militar y estratégica con la que Washington evita los bandazos que España suele dar cuando la izquierda, con Sánchez o Zapatero, cambia de rumbo y pierde el norte.