Estoicismo y destino (o cuando decimos “estoicamente”)
Lo hemos dicho ya, las palabras, como las personas, tienen vida propia. A veces esa vida es larga y fructífera, otras veces es breve y caprichosa, producto de modas o efímeras prácticas; pero siempre, siempre, es muy azarosa. El diccionario de la RAE da como primera acepción para el sustantivo “estoicismo” aquél que tiene una “fortaleza o dominio sobre la propia sensibilidad”, y para el adjetivo “estoico”, el que es “fuerte, ecuánime en la desgracia”. Son las acepciones secundarias las que remiten a una de las escuelas filosóficas que mayor influencia han tenido en nuestro pensamiento. De hecho, la palabra “estoico” ha quedado en el uso regular para nombrar la fuerza y la entereza con la que afrontamos las adversidades. “Sufrir estoicamente”, “soportar estoicamente”, así podemos encontrarla en ensayos de Picón Salas o de Uslar Pietri, por ejemplo.
La escuela del Pórtico
Cuando Zenón de Citio, fundador de la Estoa, llegó a Atenas en el 314 a.C., hacía ocho años que habían muerto Demóstenes y Aristóteles. Un año antes que el orador y el filósofo, conviene recordarlo, había muerto también Alejandro; pero sobre todo hacía cerca de un cuarto de siglo que los atenienses habían perdido su libertad en Queronea. Los historiadores sin embargo coinciden en que el inicio de la decadencia ateniense puede fecharse casi un siglo antes, con la derrota de Egospótamos ante Esparta. Empero la ciudad conservaba aún todo su vigor intelectual. Polemón estaba al frente de la Academia, Crates dirigía la secta de los Cínicos, Teodoro la de los Cirenaicos y el escolarcado del Liceo lo ostentaba nada menos que Teofrasto, discípulo y sucesor directo de Aristóteles.
Hay distintas versiones acerca de cómo Zenón se vinculó a la filosofía, pero Diógenes Laercio en sus Vidas de los filósofos ilustres relata la más aceptada. Cuenta que Zenón era un mercader chipriota que había comprado púrpura en Fenicia para venderla en Atenas. Su barco naufragó frente a El Pireo y Zenón debió salvarse llegando a nado al puerto. Ya en Atenas, un día se encontraba en la tienda de un librero mirando un volumen de las Memorabilia de Jenofonte. Impresionado por la lectura, Zenón preguntó al librero dónde podría encontrar hombres tan admirables como los que aparecían en aquel libro. Casualmente en ese momento pasaba frente a la tienda Crates el Cínico. El librero simplemente lo señaló y le dijo a Zenón: “¡síguelo!”
En efecto Zenón siguió por años a Crates, cuya influencia en el discípulo no ha dejado de ser notada. También escuchó a Estilpón el Megárico y a Jenócrates el Académico, y también leyó profusamente a Polemón el platónico y a Jenofonte. Con todo eso fue modelando un pensamiento ecléctico que supo adaptar a su carácter semítico. Trescientos cincuenta años después, por cierto, otro semita, Pablo de Tarso, se atrevería también a predicar una nueva doctrina en Atenas. Lo cierto es que no fue sino hasta la edad de 42 años, después de escuchar y estudiar a muchos filósofos durante cerca de veinte años, cuando Zenón se atrevió a enseñar y a fundar su propia escuela.
Al comienzo sus seguidores fueron llamados “zenonianos”, gentes sencillas, a menudo vagabundos y mendigos que merodeaban por el ágora sin tener nada que hacer. Sin embargo, pronto Zenón comenzó a ser frecuentado por personas de otras calidades. Siguiendo la costumbre de dar a las escuelas el nombre del lugar donde se reunía, empezaron a llamarles “estoicos”, pues se juntaban en el llamado Pórtico Polícromo (Stoá poikilê), un pequeño pórtico adornado con frescos de vivos colores situado en el extremo norte del ágora, justo donde comienza el camino sagrado que lleva a Eleusis. Sus cimientos se encuentran hoy bajo las vías del tren que va de Atenas a El Pireo.
Los estoicos y el destino
El problema del destino llamó la atención de los griegos mucho antes de que existiera el estoicismo. Los antiguos lo concebían como una fuerza cósmica superior a la voluntad de los dioses. Era innombrable, por lo que le llamaban con otros apelativos: kêr (“fortuna”, “suerte”, generalmente mala) o aisa (“porción”). Los viejos mitos lo representaban como un trío de ancianas hilanderas, las Moiras (“repartidoras”), Cloto, Láquesis y Átropo, que inexorablemente decidían cuán largo habría de ser el hilo de nuestras vidas: la una lo hilaba, la otra lo medía y la otra lo cortaba. En el canto XVI de la Ilíada, Zeus se lamenta de que el destino haya dispuesto la muerte de Sarpedón, “a quien amo sobre todos los hombres”. El fragmento sirve para confirmar cuán grande es el poder del destino, al que el mismo Zeus se debe someter.
Los estoicos hicieron del concepto de destino la piedra angular de todo su sistema ético. Le llamaron heimarménê, “lo que está encadenado”. El nombre muestra ya un notable cambio de mentalidad. Destino es ahora una concatenación de causas y efectos inexorablemente enlazados. La razón que une las causas y efectos que deciden nuestras vidas no es otra cosa que el lógos, el pensamiento de Dios, el cual se manifiesta a través de las leyes de la naturaleza. Al hombre sabio no le queda otro camino que conocer y aceptar esas leyes, lo que consecuentemente lleva a la práctica de la virtud. Conocer y seguir las leyes de la naturaleza se traduce por tanto en practicar la acción virtuosa. Ello basta para la felicidad. Se trata de una geometría aparentemente sencilla que combina ética y psicología, según la define Séneca: “quien es fuerte no tiene temor, pero quien no tiene temor tampoco tiene aflicción, y quien está privado de aflicción es feliz”.
Los avatares de la vida, las desgracias, la salud y las riquezas, incluso la vida y la muerte, todo carece de valor. Lo único que importa es practicar la virtud y huir de los vicios, lo demás es adiáphoron, “indiferente”. Así lo dice Crisipo el estoico, según cita de Plutarco: “solo en el vivir conforme a la virtud está el vivir feliz. Todo lo demás no tiene ningún valor”. Por eso el sabio estoico se muestra fuerte frente a los sufrimientos y al infortunio. En realidad no le importan. Se trata de una receta que blinda nuestro interior cara a la inestabilidad de lo humano y lo mudable, y nos predispone indefectiblemente a la felicidad. Fortaleza para ser feliz, pero también y por tanto, la ética estoica es una ética de la libertad, pues nos libera de la esclavitud de lo efímero.
Los estoicos y nosotros
En un tiempo de decadencia en que colapsan el orden y los valores tradicionales, los filósofos buscaron respuestas para alcanzar una vida feliz y las hallaron en su propio interior. Al desplome de la polis, la angustia de los ciudadanos les hace mirar hacia sí mismos en busca de sosiego y felicidad. Los epicúreos dijeron que el secreto estaba en el placer y los estoicos en la práctica de la vida virtuosa, así hubiera que pagar un alto precio.
Claro que las doctrinas de los estoicos encontraron críticos y detractores, pues, si nuestro destino ya está escrito en la mente de Dios, ¿qué sentido tiene la voluntad humana?, ¿dónde queda nuestro libre albedrío? Los estoicos no pudieron responder a esta pregunta, como tampoco los que después lo intentaron, de Séneca y San Agustín a Descartes y Espinoza. Sin embargo, nadie puede negar que su concepto del destino y de la providencia divina, su psicología del sufrimiento y los valores de su sistema ético marcaron como los de ninguna otra escuela el pensamiento cristiano y los valores del mundo moderno.
En lo que respecta a los nuestros, vale recordar que Séneca y Cicerón, los grandes valedores de la filosofía del Pórtico en Roma, eran lectura habitual en los seminarios y universidades coloniales hispanoamericanos, en tiempos en que se formaba nuestra cultura. Esa tradición, que se remonta a nuestras raíces, se mantiene viva hasta hoy. Será por eso que las palabras y los conceptos de los viejos estoicos continúan vivos en boca de la gente, en las páginas de nuestra literatura y hasta en el himno nacional.